Diplomático, ensayista y poeta, originario de Cáceres, ejercita la brevedad como forma de asomarse a la complejidad del verbo.
LUIS MARINA (Cáceres, 15 de julio de 1978) es licenciado en Derecho por la Universidad de Extremadura, Diplomado de Liderazgo para la Gestión Pública del IESE Business School de Madrid. Ingresó en la carrera diplomática española en 2002. Fue Consejero Político de la Embajada de España en México y en la actualidad lo es de la Embajada de España en Portugal. Ha publicado hasta el momento Lo que los dioses aman (El Tucán de Virginia, México, 2008); Continuo Mudar, Editora Regional de Extremadura, 2011.
LOS CAMINOS ERRADOS (SELECCIÓN)
LUIS MARÍA MARINA
No hay arte sin esfuerzo. Escribir, por ejemplo, exige alzarse sobre uno mismo. De igual modo que Caín se aupó afanosamente sobre tus talones y, con todo el vigor de sus trabajados músculos, descargó la quijada sobre el cráneo de Abel. Lo artístico, el laborioso gesto; la sangre derramada, una consecuencia irrelevante. No hay arte sin esfuerzo. Ni, por tanto, sin posibilidad (de mal).
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Cardo entre lirios, mantis, la belleza. En la oquedad de sus brazos lánguidos te consume. Cómo vivir ya en medio de la terrible, torva fealdad del mundo.
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El mismo impulso que giró la rueda ahora la detiene. Lo que detrás de esta evidencia se oculta es oscuro. Otros de mucha más clara inteligencia no osaron conocerlo. Sabio consejo es que acates, con dignidad, tu destino. La rueda ha dado la vuelta entera: aquí estoy.
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El tiempo se cuela a través de cada uno de tus poros y anega tu cerebro. Así interrumpes la eternidad. Si tu mente no lo pensara, su flujo sería constante, su devenir uniforme. El pensamiento acaba el orden del mundo como el prisma arruina la unidad de la luz.
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El único juez que realmente podría juzgarte con conocimiento de causa es tu sombra.
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Por cierto, cuando mueres, ¿a dónde va tu sombra?
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La sala del Museo Británico que antiguamente albergaba la British Library es hoy, dedicada a la Ilustración, un alucinante cabinet of curiosities. Toda manifestación del conocimiento digna de ser conservada descansa aquí. Desde los sellos de piedra que un embajador de Jorge III se hizo construir en Nápoles con motivos egipcios hasta el catálogo de antigüedades del Conde de Caylus. Desde cinco misteriosos volúmenes de unas “Crónicas Ineditas Portuguezas” (sic) hasta las piezas, en alabastro, arrancadas del pórtico de una iglesia en Buckinghamshire en que San Pedro, por un lado, y Satán, por otro, se disputan almas a la entrada del cielo y el infierno. Una “Colección de los viages” editada, también en cinco volúmenes, en Madrid entre 1835 y 1837. Conchas de los mares del Sur, la Poésie de troubadours, de Raynouard, cajas de ágata y calcedonia, malaquita y jade, en las que aún, a través del cristal, se intuye el aroma del tabaco rapé, lava petrificada del Etna, un astrolabio mandado hacer por el sha Hussein, último de la dinastía safávida, en su corte de Isfahan, sextantes, brújulas, esferas armilares. Inscripciones latinas (en tumbas), japonesas y chinas (sobre finas cerámicas), tibetanas e indias, árabes y persas. En fin, una lista de la compra grabada sobre piedra calcárea en Tebas once siglos antes de nuestra era. La Ilustración, en el continente, fue un discurso de púlpito. En Inglaterra, puro coleccionismo.
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Nos han enseñado los cínicos que, hundidos como estamos hasta la barbilla en este mar de dudas, el único conocimiento verdadero es el que nos permite encontrar, entre los restos del naufragio, una tabla de salvación. Saber sólo lo necesario para vivir.
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Hybris de la luciérnaga: con su humilde tegumento ansía iluminar el mundo.
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La repetición es el mejor antídoto contra la Verdad.
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Constable es bucólico, Turner urbano; Constable, una agradable conversación con viejos amigos, Turner, una visita necesaria al dentista; Constable, un Ovidio, Turner, un Jeremías; Constable, la perfecta perspectiva, Turner, lo sutil por debajo de la consciencia; Constable es bello, Turner, sublime.
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La palabra, especie de brasa de la conciencia. Todo es poca cosa si puede ser dicho.
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El héroe no traspasa barreras, las carga sobre sus espaldas.
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Olvidó Manrique, olvidamos, que aquellos que no podían remunerar los servicios de Caronte con una vulgar moneda quedaban esclavos de la orilla más próxima del Aqueronte de por vida. Por mejor decir, de por muerte. Apátridas atrapados en la zona internacional de un aeropuerto del inframundo. Refugiados de una guerra de siglos a las afueras del Averno. No te engañes. Ni siquiera la muerte nos iguala.
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Nuestra experiencia de la pobreza ha quedado reducida al resentimiento de la clase turista.
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El paso de cebra es la victoria postrera del antimaquinismo. Contempla al oficinista gris que atraviesa las rayas blancas, piedras en el río de asfalto, y con su sola mirada iracunda hace frenar en seco al taxi. Su gesto es más poderoso que el brazo del ludita.
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Anuncio a la entrada de una estación del metro londinense. “Central line: services delayed because of man under train”. Man under train: toda una vida vale apenas tres palabras. Aunque bien podrían haber sido otras: eso fue todo; a hoy llegué; tú y yo; ya está aquí; te lo dedico.
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Los dioses homéricos son los que viven con levedad (ρεια ζωουτες). Pasando por encima de la Verdad tal insecto que con sus patas articuladas roza la superficie esquiva de una gota de agua. Desconociendo las esencias de los principios, la morfología última del átomo. Desterrar toda ambición de conocimiento: el más sagrado atributo de la divinidad.
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Alonso Quijano en su lecho de muerte: “Sancho, por todos los maravillosos momentos en que hablaste con lengua de bufón, con voquibles de mil demonios, te lego solemnemente mi locura”.