Francesca Gargallo. Ocho ciudades

francesca-gargalloLlegó de Italia para instalarse en México a principios de los años ochenta. Desde entonces ha hecho de América Latina su casa, donde ha construido, además, su obra narrativa, aquí una muestra de su escritura.

 

 

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Francesca Gargallo, escritora, caminante, madre de Helena, feminista y partícipe de redes de amigas y amigos, Francesca Gargallo Celentani ha tenido tiempo para licenciarse en Filosofía (1979) en la Universidad de Roma “La Sapienza” y realizar una maestría (1985) y un doctorado (1989) en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Le gustan la historia de las ideas feministas y los elementos propios de cada cultura en la construcción del pensamiento. Enamorada de la plástica, busca entre las artistas una estética del ser mujeres; narradora, encuentra sus personajes en la historia cotidiana confrontada con los cambios de época; viajera, le da valor a los pasos y el encuentro. Entre sus novelas destacan: Estar en el mundo; Marcha seca; La decisión del capitán, Los pescadores del Kukulkán. Escribe pocos cuentos y raros poemas, que a veces publica, como en el caso de:  Verano con lluvia. Entre sus libros de investigación: Garífuna, Garínagu, Caribe (sobre la historia del pueblo garífuna); Ideas Feministas Latinoamericanas (una historia de las ideas feministas en América latina); Feminismos desde Abya Yala. Ideas y proposiciones de las mujeres de 607 pueblos en Nuestra América (las ideas de los feminismos indígenas, desde una epistemología que busca no responder a una episteme académica blanca o blanquizada); Saharaui, el pueblo del sol (reflexión sobre la historia del pueblo saharaui desde hace treinta años en el exilio en Argelia).

 

OCHO CIUDADES

 

Alargamos el tiempo del avistamiento; los ojos navegan sobre el agua transparente que las olas apenas remueven; cada instante es el preámbulo de la visión de las sólidas columnas de Al Mina, sus blancas murallas derrumbadas. Ahí está Tiro la bella. Tiro que Alejandro Magno arrastró a tierra firme. De todos los puertos el que más asemeja la caricia del amante, palma abierta que recorre a escondidas el cuerpo que jamás será suyo.
Tiro huele a azahares y viste de púrpura a las mujeres importantes. El puerto sabe a tarde de sol que agota. Es bella como el movimiento de la amada, y se da tan pocas veces como las pasiones invencibles. Ansiada piedra ardiente de agostos asesinos.
Cuando el invierno finalmente cae sobre Tiro, es gris, mojado a medias, recuerda las bombas israelís sobre los hospitales. Su llovizna ensucia las calles, hace rechinar los autos que caen en  los baches omnipresentes. Entonces las casas devastadas por siglos de guerras huelen a garbanzos y a pañales sucios.
Es cuando muy lejos de Tiro las marineras suspiran y por las callejuelas del barrio cristiano y del barrio musulmán sus habitantes deciden abandonarla.


 

Por Siracusa murió Arquímedes, por sus playas robadas al puerto donde dibujar en la arena con un palo las fórmulas de sus cálculos ensimismados. Por Siracusa recobró la pasión Caravaggio, viajero impenitente de la culpa de abandonar el pincel por la espada, asesino de homicidas con licencia de santos.
Un montón de piedras blancas acostadas sobre el litoral. Nada más. Pero como a las diosas y a las ninfas sedujo mi frente. Ciudad de tiranos, de palabras dadas, de espadas que cuelgan sobre la cabeza de los amantes que aspiran al poder.
Es mi amada. Por ella me dejé poseer y abandonar. Han pasado los años, al cerrar los ojos sobre la Marina Grande las historias emergen de la piel del tiempo.
Agua quieta, cielo que al atardecer enrojece transparente. De vez en cuando, el Etna la cubre con sus cenizos oscuros, la bañan los humos fétidos de la refinería de Priolo, Apolo llora sobre ella el rechazo de Aretusa a quien convirtió en la fuente que sacia la sed de todos. Tan estúpidos los dioses como los hombres.
Es mi amada, mi ciudad, la de los siete nombres, la que hiere a sus mujeres. Siracusa de plazas como salones, de escaleras que suben al remanso de quietud por el cual una y otra vez volvió Platón hasta ser vendido como esclavo y rescatado como amigo.
Es mi amada, la que me ha lanzado al mar, mi puerto perdido.

 

¿El Dorado? Yo he visto esa ciudad. Pero nadie debería haberlo hecho. Sus mismos habitantes se han ido porque el brillo de su belleza trae muerte. La iglesia se erigía sobre una colina de piedras preciosas y sus muros eran de cuentas de oro y lapislázuli. Cuando un rey llegaba a postrarse ante las figuras altivas del estrado, su pueblo había trabajado tanto para que el soberano pudiera ofrecer un regalo digno al altar que, al poco tiempo, caía rendido ante las enfermedades, el hambre o el enemigo.
Por las calles no aleteaban olores, ni buenos ni malos. Se oía, eso sí, el trino de un pájaro mecánico de pico de rubí, ojos de esmeraldas y plumas de filigrana entretejida de diamantes y zafiros. En tiempos muy lejanos, el emperador de China se lo había enviado por amistad o venganza al señor de El Dorado y éste se embelesó tanto con su canto que mandó llenar de oro fundido los mirlos, canarios, cenzontles y ruiseñores de la ciudad. Sus cadáveres resplandecen ahora como estatuas en abandono.
No, nadie debería ir a las puertas de El Dorado, ni cruzar sus puentes asfaltados con la plata de las minas del Potosí: cada pisada despierta el suspiro de un muchacho muerto en la flor de la edad. Tampoco debería beber de su agua transparente como el cristal de roca y como él sin sabor, sin algas y sin peces.
Yo fui porque era joven y no quise obedecer a mi padre que me había ordenado buscar la fortuna en el matrimonio. Entonces eché a andar y no la encontré en Samarcanda destruida por Gengis Kan, ni en las cuevas de las colinas de Sajonia de donde han emigrado los dragones, ni en la resplandeciente Bagdad que Bush ha reducido a polvo. Tampoco la India tiene una ciudad de oro, ni todos esos pueblos donde a un dios de compasión se llevan monedas para recibir más de ellas. Fue al final de un desierto, después de cruzar por fortalezas quemadas, cuando ya no tenía yo voluntad ni convicciones que, al atardecer de un día de verano, vi a lo lejos el rayo del sol moribundo reflejarse en la fachada de su iglesia.
No, se lo digo de verdad, nadie debería buscar El Dorado, es muy peligroso encontrarla.

 

El Usumacinta fluye lento entre el follaje del B’akaal cuando las lluvias escampan y el Chixoy, el Ixcán y el Xalalá menguan la intensidad de su entrega. Llegan los saraguatos entonces a sus orillas y aúllan la historia trágica de Lakam Ha, que una vez abandonada fue Otolum, y terminó teniendo el nombre de Palenque. Los viajeros sin embargo no entienden el lenguaje de los monos del río, se encogen de hombros, o reman con más prisa.
Lakam Ha fue la hermosa ciudad donde K’inich Janaab Pakal hace mil años sacrificó su amor a la ceiba de la sabiduría y ésta lo castigó otorgándole dos dones: más poder que a cualquier hombre en las Tierras de las Casas Fuertes y la seguridad que sus nietos lo perderían.
La fértil Lakam Ha inundaba de mazorcas y cantos todo el B’akaal, de las Montañas de Agua a los pantanos del mar salado. Crecía feliz, la belleza la obsesionaba y en sus ceremonias los dioses bajaban a bailar con campesinas y sacerdotes. Fue rica de pronto, y la riqueza le trajo guerras desconocidas y con ellas catástrofes y alianzas. El reino de la Serpiente derrotó a los que veneraban al Quetzal Jaguar.
Perdida está la divina señora, perdido está el rey, lloraban los artistas del B’akaal cuando los guerreros de Calakmul destronaron a la bella y fuerte Yol Iknal, hija y madre de muchas generaciones de ajaw.
Vinieron luego años de lluvias tristes, trabajo y soledad hasta que la señora Sak K’uk devolvió el esplendor al B’akaal. Tuvo un hijo del río. Lo llamó Pakal, lo hizo grande, oyó que lo nombraban K’inich, el Alto Sol, y tuvo miedo. Supo de los monos que traducían los suspiros de su marido que sería un hombre de sabiduría, el mejor de los señores y los artistas de su reino eclipsarían las bellezas de la gran Tikal, pero –y el peligro era desordenar el equilibrio que rige a la tierra en sus trece movimientos- tendría que escoger lo que el corazón del pueblo necesita para crecer.
Sak K’uk supo que entre el sol y la vida está la blanca ceiba de la elección. A ella envió a su hijo: Ve, porque bajo tu mando crecerá el maíz como tu fama y la sabiduría como tu fuerza, pero no deberás equivocarte o de derrota en derrota llegaremos a olvidar a los dioses y a servir monos claros.
Pakal tenía 12 años, era bello como la luz bajo la sombra de un alto caobo. Amaba a Yax Ki, pero se casó con la princesa Oktán creyendo en el poder de su padre para proteger sus tierras. Durante un siglo, él y sus dos hijos fueron los más grandes de los grandes en B’akaal. Cuando las tropas de Toniná llegaron sin trompetas y los dioses no avisaron a los sacerdotes de la máscara del jaguar del otro Mundo, el viejísimo nieto de Yax Ki recordó que las lágrimas de su abuela habían despertado la furia del río Tulijá que decidió vengar su afrenta tras darle el hijo de la muerte por esposo. Cincuenta y dos katunes deberían transcurrir antes que la Diosa de Piedra que el río labra con su caricia aguada se apiadara de los hijos de los hijos de los cantores de la grandeza de Pakal.
En los muros de Toniná los jeroglíficos registran las derrotas de Palenque, en los libros de Madrid se cuenta el fin de Toniná.

 

El cinturón de oro que reventó su chancro sifilítico, Rimbaud lo consiguió en Tombuctú.
Llegó porque, le dijeron, la voz de dios sólo se escucha en los cuentos de Tombuctú.
Se agazapó tras la sombra de África, marchó su desierto de soledad sin nubes, cruzó los ríos de oro, mas no levantó el velo de la morena que lo arañó de un vistazo. ¿Podía acaso un relato contener más imágenes que el color de las vocales?
Luego, perdió el alma, el color, la sonrisa. En sus últimos años, para conseguir dinero no desdeñaba vender personas y la aventura del viaje se le hizo trizas en el quemante deseo de presenciar la superación de todos los límites.
Tenía poco más de treinta años. Una edad divina. No declamaba ya versos, ni bebía el abscencio de los labios de un adulto dispuesto a todo por su insultante belleza. Era un vendedor de esclavos, un asesino cualquiera.
Arribó a Tombuctú deslumbrado por siete cuentos, siete promesas escuchadas en Marraquech y que interpretaba a medias. Le dijeron que ahí cambian los colores de la tierra bajo el arcoíris. No encontró la ciudad de oro ni la fuente de Gilgamesh. Cuatro palmeras y, en la orilla más al sur, una mezquita de desierto. Su semblante jugaba a las escondidas con la arena mojada de un río que aparecía y desaparecía a su antojo. Bereberes, camellos, nigerianos, mujeres y hombres como sólo dios sabe imaginarlos.
Y de él nadie sabía nada. Era un vendedor de esclavos. Ya deambulaba muerto el poeta que vio amarilla la a de la historia y roja la i del trino que se originan en la tierra sin límite de las fantasías de Tombuctú.

 

A los tres años dejó de tocar el suelo con sus pies. Era la Kumari.
Escogida entre las familias que descienden de Siddhartha Gautama, el príncipe de los Sakia de Kapilavatthu, el que dio cinco pasos al nacer a orillas del estanque, ella es perfecta. No tiene marca en su piel ni mancha de miedo en el alma. Su sonrisa sobrepasa las pruebas de los sacerdotes, los dioses acompañan los gestos de su pausada condescendencia. ¿Sabe ella el precio de ser diosa en tierra?
Las mejores cocineras brahmanes cocinarán sus alimentos con las ofrendas de los devotos. Para que sus pies jamás hollen el suelo del segundo piso del palacio que la recluye, cuatro cargadores la llevarán en hombros. Si así lo desea, podrá mostrar su rostro, su joven figura y los oros de las esposas del dios, para apaciguar los ruegos de los fieles durante un minuto.

Cada década en Katmandú una niña es diosa desde hace dos mil años. Una niña en todo Katmandú. Una niña que es Kumari, la perfecta, la todo poderosa, la sin gravamen. Su mano bendice la  voluntad de un capricho.

Luego un día su sangre baja por la entrepierna. Una mujer de repente toma el lugar de la diosa. Una mujer nada más.
¿Qué hombre se casaría con la mujer que es diosa hasta el día que sus adoradores la dejan caer?
La que fue esposa del dios, no tiene marido en Katmandú.

 

Roma es una bella tarjeta postal. No hay dulzura en sus calles, ni nadie que cante una canción. Para sentirse bien en Roma hay que ser un turista con dinero en un hotel del centro, caminar hacia el café de Sant’Eustacchio sobre adoquines mojados por la lluvia soleada de abril y tener la suerte de ver a una muchacha triste deslizarse por las callejas de una ciudad de prohibiciones, recatos y paranoias posmodernas.
Yo no amo Roma. En sus cielos no se mueven las nubes, su río no corre, sólo octubre se llena de colores con las hojas de los plataneros que caen. Pero la amé. Era la primavera de mi vida, la primavera de la vida entera. Roma tenía entonces lecherías con mesas de mármol donde se bebía el café en vasitos de vidrio grueso. También la suciedad necesaria para reconocerla viva. Por sus calles iba descubriendo el amor en besos robados a monaguillos, manos sudadas de estudiantes que pasaban las noches discutiendo sobre la revolución permanente, nalgas firmes de caminantes que recorrían las subidas y bajadas de sus siete colinas.
Luego, una noche cualquiera, cuando creía que el mundo era perfecto, detrás de la iglesia de una de las mil santísimas trinidades, vi a tres muchachos guapos apearse de sus motos. Se acercaron a la escalinata donde dormía un indigente. Lo rociaron de gasolina y le prendieron fuego. Yo estaba detrás de un portón alto de madera con uno de esos amantes que se escogen para probar la delicia de ser joven contra otra piel joven. Me abroché la camisa y grité desesperada ¡Socorro, socorro!, en el silencio cómplice de la oscuridad estrellada. Esa noche la policía llegó tarde, mi amante se esfumó, nadie le prestó atención a tres motos sin placa. Roma no se inmutó. Dicen que con ese aire de princesa en decadencia cruza los siglos.
No, yo no amo Roma y no me duele que se la devoren los turistas.

 

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Afrasiab la construyó Sogdiana, un sátrapa rechoncho y simpático. No tenía ganas de inmortalizarse, pero era necesario darle abrigo a esos cientos que le regalaban comida, caballos y el botín de sus saqueos. Cuando Alejandro el Macedonio intentó invadirla puede que ya se llamara Maracanda. Resistió como una bella a la embestida del héroe. Seducción y capitulación no estaban en los planes de su ciudadela. Quería, podía, reinar sola. Ese engreído de mi colega Arriano, un imbécil que dejé en la gloria en Nicomedia, pero que ahora se pudre en las arenas del tiempo como todos los que han visto a Samarcanda resistir, ser golpeada, renacer, dijo que se opuso tenazmente a ser sometida.
Yo soy inmortal mientras Samarcanda viva. Nací el día en que Sogdiana se emborrachó al punto de no querer irse más de ese oasis por donde cruzaban los camellos de los han y los de los persas. Me cobijaron sus esposas en la lana de sus mejores ovejas. Bebí la leche de las diosas de la tierra. Y la espada de los aqueménides desgarró mis hombros, experimenté los instrumentos para arrancar la piel del romano Quinto Curcio Rufo, quien a falta de palabras para describirla –era un pésimo historiador- dijo que era fácil, florecí con los persas de rasgos gentiles, fabriqué papel para los abasidas que le dieron literatura a un imperio de caballeros de rizos negros, sonreí cual puta que se entrega al descanso con los turcos qarajanidas, selyúcidas, karakitay y khoresmidas.
El sufrimiento vino con las pirámides de cabezas cortadas, con las cenizas esparcidas, con mis amigas violadas y las fábricas derruidas por ese loco mongol que viajaba en una tienda jalada por cuatro toros peludos. Genghis Khan le decían los suyos, el rey Océano.
Pocos sobrevivimos. Yo porque muchos siglos antes bebí el agua destinada a Enkidu y no pude estar el día del pacto en que los dignatarios de Gilgamesh renunciaron a la inmortalidad. En esos tiempos, a causa de mi pasión por los viajes, había llegado a ser la puta sagrada de Babilonia; por ello logré de Inana una promesa de liberación. Fue una diosa por supuesto, los dioses no conocen la compasión. Y yo sólo viviré mientras mi ciudad viva.
Creí morir bajo las patas de los caballitos de esas bestias vestidas de seda, pero me rebelé contra los mongoles hasta que Tamerlán el cojo, Tamerlán el sabio me rescató, peinó y perfumó, haciéndome la favorita del reino de Transoxiana. Fui yo quien lo previno de las intenciones de Ruy González de Clavijo. Él sentía un amor que me devoraba de celos por ese embajador de Enrique III. En su honor llamó Madrid al barrio más rico de Samarcanda.
Mi príncipe, la luna creciente de Asia, el general que sonreía como poeta, murió sin volver a mis brazos, apenas el tal Clavijo se marchó. Me queda el consuelo de reconocer que el español tenía la mejor pluma que un occidental tuvo jamás, la Embajada a Tamorlán realmente canta la dulzura de las huertas que rodean mi ciudad.
Los uzbecos y los rusos, luego, no me gustaron. Duros y faltos de la menor cortesía. También es cierto que estoy poniéndome vieja y no me enamoro fácilmente. Cuando se conoce el mundo, sus bellezas y sus horrores, que no son ni lo mismo ni necesarios, entonces la falta de poesía enfada. Mi ciudad se hizo triste y sus bellezas se cubrieron de polvo.
Hoy no sé qué quiero. Los médicos llaman depresión a mi enfermedad, yo le digo historia. Envidié la muerte del genial Omar cuando por cantarle al vino y al amor enojó a los sacerdotes y se hizo santo. Quise no ver tantas cosas, pero las vi. Ahora quiero morir y no quiero. La amo y la odio. ¿Cómo desear que ella desaparezca?

 

 

2 comentarios

  1. magdalena mulia