Marco Ramírez Cadavid. “Trece conversaciones para dormir solo”

silvana-tobonLa gestora cultural y escritora Silvana Tobón, nativa de Antioquia, Colombia, nos aproxima a la obra de su paisano Ramírez Cadavid destacando el riesgo como una virtud de la lectura.

 

 

SOBRE TRECE CONVERSACIONES PARA DORMIR SOLO

“La puerta del infierno está llena de buenas intenciones, lo más seguro es que todas tengan una justa causa”.
YOMARCO.

marco-ramirezMarco Ramírez Cadavid desde su lenguaje conecta diversas ideas en conceptos comprensibles para otros lectores y ayuda a establecer esa relación con el afuera,  esas sensaciones gustativas que pasan por un relato ilimitado: erotismo, apetito, desesperanza, pasión, angustias, soledades, lluvia de imágenes que merodean la escotilla de la interpretación. Un flash, una toma perfecta, luces iridiscentes causadas por reflexiones del deseo. Es en este sentido donde el creador se concentra en obtener de sus relatos los elementos básicos para el reconocimiento y para la reconstrucción de un sistema de signos que preside la interpretación del mismo.

Y sin embargo, frente a la deriva de estos enfoques retóricos que aquí se cree imponer o evidenciar, es en todo momento el texto el que parece indicar el camino por trazar:
Debo confesar que como lectora me generó inquietudes, al menos una pregunta que los relatos mismos obligan a formular, al igual que esa otra pregunta, esencial, más antigua y directa : ¿Cómo construye sus soledades? Pregunta que tornó con insistencia a lo largo de mi lectura incontenida, antes incluso de tomar una posición sobre cualquier enfoque hermenéutico.

Por lo tanto, es ésta la posición que asumo, en primer lugar, en el instante en que se despliegan las páginas de “Trece conversaciones para dormir solo”. Sí, me despierta el riesgo a la lectura. En cada imagen que sucede a la otra hay un riesgo al leer: equivale a preguntarse, una y otra vez, de qué manera acoger la retórica paradójica, y algunas veces excesiva, provocadora, cotidiana de la escritura de Ramírez. La cual no deja de decir eso que hay de íntimo, porque no es el modo, la forma de un personaje, ni de un narrador, ni de un autor, sino de la lengua misma, el lenguaje de la piel entregado a su cualidad de caminante y semiólogo corporal.

Hecho de fragmentos, de instantes, de fulgores, de desplazamientos y de verbos corrosivos “La  Porra” se convierte en el espacio neutro y constante, de sus relatos ilimitados: “El negro siempre conmigo me hacía particularmente invisible. Los tenis gastados por amor al pavimento, respiraban con el calor de las aceras y descansaban con el frío nocturno de las cervezas diarias; siempre en el mismo lugar. La Porra”.

El gusto por el detalle representa sin duda una de las singularidades más claras y más seductoras de Ramírez “En la carpa estaba ella, sentada con su falda roja entre las piernas cruzadas como una niña de colegio en descanso matutino, la miré con recelo, me sentí desnudo pero accedía su invitación. El cielo siempre me había parecido una mentira, sin embargo aquel momento me había cambiado la perspectiva. Sobre la arena sol, estábamos los dos cantando una canción de cuna y esperando que la luz no se apagara jamás en aquella calle que nos había puesto en evidencia”.

En la medida que Marco contempla la realidad o las realidades, está utilizando esquemas para evocarlas y reinterpretarlas. Estos esquemas constituyen estereotipos de carácter significante que vienen a establecer la instrumentación semiológica a la que acude el escritor en el acto de dar forma a sus invenciones.

La atención de Ramírez que otea desde su privilegiada postura de creativo, se dirige desde cualquier aspecto del texto y del contexto a una infinidad de piezas, un conjunto variado de historias que son, en sí mismas, una buena respuesta al porqué del título. Cualquier elemento merece la atención, y puede ser significativo: encuadrar momentos en imágenes como piezas de cine, riqueza, influencia, inagotabilidad, el tono, el ritmo, las metáforas, su propia muerte. “Trece conversaciones para dormir solo”  marca el tono de una apuesta en escena donde el ritmo de las palabras son el signo de los tiempos contemporáneos y constituyen nuestro legado para el debate futuro de literaturas expandidas.

SILVANA TOBÓN CARDONA
Enero 15 / 2013

 

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SILVANA TOBÓN CARDONA  Colombiana Historiadora, escritora y gestora cultural. Su trasegar literario navega entre la poesía,  el ensayo y la investigación. Como gerente de Geocultura, Desarrollo Sostenible y Vigía del Patrimonio Cultural, le apuesta a fortalecer procesos encaminados a la protección de la bibliodiversidad y fomentar el intercambio cultural entre entidades y organizaciones iberoamericanas gestoras y/o productoras de bienes y servicios culturales. Actualmente coordina Edita Colombia y el Foro  Iberoamericano sobre Bibliodiversidad.

MARCO RAMíREZ CADAVID

Diseñador Industrial que no reconoce el tornillo que le hace falta. Criado en Colombia ha navegado por los ires y venires de un país lleno de emociones que lo empujaron a vivir la vida intensa y apasionadamente. Es amante de las personas y sus absurdos comportamientos, inclusive los de él mismo. Ve el mundo a través del lente envidioso de la moda y escribe lo que su imaginación es capaz de construir, haciendo una mezcla de colores, texturas, olores y mujeres llenas de su ausencia. Su experiencia en la conceptualización, diseño y desarrollo en estrategias de comunicación, publicidad y mercadeo lo han llevado a trabajar en espacios del humor y la escritura, ha producido y dirigido cortometrajes, además de haber publicado de manera independiente su primer libro de cuentos para adultos “Trece conversaciones para dormir solo”

 

ONCE

Marco Ramírez Cadavid
Yomarco

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Jamás me gustaron los toros, pero esta vez estaba decidido a tirarme al ruedo. La plaza estaba llena, no había cupo en el público y faltaba un matador. El traje de luces me quedó pequeño. Siempre torié a la sombra. Negro.

La cornada fue profunda, escuché decir a una mujer que corría agotada a mi lado. La voz se deshizo. El túnel… La ciudad huele a mar, pero es un mar que no recuerdo, el ambiente es salífero y duele mirar. Voy caminando por una amplia vía peatonal, en ambos costados hay toldillos en los que ofrecen flores de colores, me siento como en la entrada de un cementerio tercermundista; dos pasos adelante mío va una mujer: tiene una falda, larga, delgada y delicada, camina lento, con ritmo; el pelo que se mueve al compás de las caderas, es semicrespo y rubio quemado, no le veo la cara pero la imagino. Viento. Una ráfaga eólica me entretiene y me detengo a mirar a un esclavo latino que se disfraza de estatua europea y sólo se mueve para dar las gracias a los niños pobres de padres ricos cuando les meten la monedita, me quedo mirándolo y creo reconocer a un compañero del colegio. Sigo caminando por la calle que parecía llevarme al infierno, la chica de falda se había ido. He caminado cientos de metros, sobre la derecha hay una casa sinuosa que tiende a caerse, entro y unas escaleras oscuras me invitan a subir en busca de algo que desconozco. Desde una terraza enmallada veo la gente que antes me estaba siguiendo: están en la misma posición todos, parecen caminando pero quietos. Mientras camino, unaschimeneas con forma de soldados de otro planeta me observan detenidamente, me asustan un poco pero me hago el bobo para que crean que me fui. Doy tres vueltas. El sol pega muy duro cuando uno no sabe donde está. Regreso a la calle peatonal y las personas arrancan otra vez. ¡Taran! A mi derecha va una viejita empujando un coche de bebé, camina muy lento, tanto que el infante cambia de puesto con ella y me supera sin problemas; al otro lado, una pareja de adolescentes se desnudan al tiempo que se besan, el brasier es rosado con gris y tiene estampada la pantera rosa con la boca abierta como queriendo alimentarse, la chica está buena pero es muy pequeña, al tipo no lo reparo pero me insulta cuando le paso un condón. Huyo. El sol se apagó de la nada. Entro a un lugar pequeño, oscuro y denso, esta lleno de gente normal, casi todos gritan, del techo cuelgan piernas de un animal que jamás estuvo vivo, huelen a podrido pero saben rico, lo deduje por que los baños no olían a vómito de pierna, solo de champaña, me acerco a la barra y pido cerveza, aparece entonces una mujer de pelo semicrespo y rubio quemado, me dice que no venden. Salgo con rabia y cruzo una calle sin mirar…

Antes de llegar al centro de salud había muerto, oía sirenas, no eran de mar y aún así me dejé llevar. El traje de luces permaneció apagado. Sangre de toro –como el esmalte, qué propicio- Había demasiado ruido, gritos femeninos, masculinos, infantiles, un coro de llanto llevaba el ritmo del concierto de quejidos en el que me hallaba. Me pasaron de una camilla domiciliaria a una fija que estaba en un cuartito encerrado por unascortinas de baño que no llegaban hasta el piso lo cual me permitía ver los pies de las personas que entraban y salían de los cubículos vecinos. A mi derecha una anciana moribunda repartió una corta herencia, la más feliz fue la niña de zapatos rojos de rubí que dijo que con esa plata iba a conseguir un corazón para un amigo de hojalata que lo había dejado en un taxi, oí un rugido de león gay y un infantil manoteo de paja, me pareció extraño pero me distraje con las sandalias rojas del cubículo izquierdo. Parecía que el herido fuera joven, la mayoría de las personas que iban y venían estaban descalzas o en chanclas, hombres y mujeres con la playa en los pies susurraban y discutían sobre lo injusto que era el destino.

La arena amarillo oro ardía, la gente corría de un lado para otro buscando la sombra, los pies descalzos lloraban de dolor. Unas sandalias rojas caminaban sin afán, eran la mejor expresión de la calma angelical, los tobillos a la luz se inclinaban cada paso como rindiendo pleitesía a su belleza. La dueña de las sandalias, tenía una falda de batik roja, su paso lento hacía que se moviera como las olas de un mar en huelga. Seducía con paciencia; la tela hindú le llegaba hasta la mitad de unas piernas bronceadas por el trabajo y torneadas por le sol. Una tarde de verano en la playa era para ella el paraíso. Llegué caminando solo como de costumbre, en la mano derecha una pola y en la izquierda un lápiz cargado de angustia. Cerca de una carpa tipo árabe había un grupo de individuos que disfrutaban embruteciéndose a punta de alcohol y nicotina, me sentí identificado y dirigí mis pasoshacia allá. Durante el tiempo que me tomo caminar, 10 pasos, pensé en ella. En sus ojos color miel toscana, en aquellas pecas sobre los hombros que parecían derramarse cuesta abajo invitándome a esculcar… ah, y su cintura: un homenaje a la honestidad. Ni hablar de sus piernas por las que empañaría mis restos. Le gusta el rojo pero no fumar, aún no sé su nombre pero la quiero en mis manos para regalarle lo que mi mente dibuja por su presencia. Imagino que viene hacia mí y mis pies se queman. Corro.

El sol estaba pegando duro, la plaza a reventar, bajo los pasillos se oyen los acelerados pasos de los aficionados buscando su lugar. La música retumba en mis oídos y me orino en los pantalones de lentejuelas negras que una amiga de un amigo me había prestado para mi presentación en público como matador, no hubo tiempo para cambios. Al ruedo. Por el costado derecho del espacio que se había dispuesto para mi muerte, apareció él. Con su traje negro absoluto se enfrentó a mi miedo, en sus ojos pude ver que traía un dolor -eran azul cielo nublado con posibilidad de tormentas eléctricas- se me acercó con furia y sin mediar palabra me levantó por los aires. Mi mente en blanco sólo podía recordar que la muerte es un derecho que se adquiere al nacer, de la misma forma que el dolor se gana cuando se ama. Caí sobre la espalda, mi aliento se secó y el público aplaudió sin cesar, oí música y en mi último suspiro vi que bailaban. Antes de cerrar los ojos, una tela roja que se movía con una cadencia latina me llevó hasta ella.

Por un corredor estrecho se oyen gritos desesperados, se oyen choques, parecen metálicos, una señora se ahoga con su llanto y muere en los brazos de un ángel vestido de negro. Por un momento siento que vuelvo, una briza azul bañera me roza la cara y suspiro con ganas de levantarme de la camilla pero estoy atado. En el cielo raso del espacio que me abriga veo un cuadro de Dalí y me siento vivo, giro la cabeza buscando el norte pero la brújula que tengo en la mano me señala el sur. En el piso una mancha roja comienza a trepar por las patas de la camilla, me angustio pero nadie reacciona, los monitores a mi lado no se inmutan. Entregado al dolor la dejo llegar hasta mí.
En la carpa estaba ella, sentada con su falda roja entre las piernas cruzadas como niña de colegio en descanso matutino, la miré con recelo, me sentí desnudo pero accedí a su invitación. El cielo siempre me había parecido una mentira, sin embargo aquel momento me había cambiado la perspectiva. Sobre la arena sol, estábamos los dos cantando una canción de cuna y esperando que la luz no se apagara jamás en aquella calle que nos había puesto en evidencia.

Cuando abrí los ojos habían pasado tres días, me había dejado el tren que me llevaría a la playa donde debería encontrarla.

¡Juro que no vuelvo a tomar champaña!

 

 

Un comentario

  1. william