Para sus amigos, es conocida la locuacidad de la poeta y narradora campechana que nació en Italia. Enzia nos invita a “40° a la sombra” para deshebrar historias recreadas en el Campeche de sus ancestros, en esa tierra de cuenteros como Juan de la Cabada.
De 40º a la sombra
Universidad Iberoamericana,
México, 2013. 70pp.
Mentiras piadosas sobre la duquesa de Job
Enzia Verduchi
Era mañoso y exquisito a la hora de comer, dicen que mi abuela Adgemira le tostaba las orillas de la tortilla cuidando que el centro quedara suave. Desmenuzaba el pescado y el pollo con cuchillo y tenedor sin jamás tocarlo con los dedos.
Antes del almuerzo, gustaba de tomar whisky —que mandaba a traer de Belice― con coca-cola, sentado en una mecedora en la terraza, orientado hacia el mar. Aunque yo no sabía nada de licores, me parecía de mal gusto esa combinación de refresco de cola y destilado. Era un conversador ameno y, en esos lapsos de recogimiento, narraba historias increíbles como marino mercante: la ruta por la cuenca del Misisipi a la desembocadura del Golfo de México; su paso por el Estrecho de Gibraltar; o sus travesías al Canal de Panamá. Le fascinaban los mapas, las brújulas y la historia naval. Pedía que le leyeran pasajes sobre la batalla entre griegos y persas en Salamina, la última ofensiva con galeras, la de Lepanto; o el enfrentamiento de la Grand Fleet británica y la Hochseeflote alemana en la cruzada de Jutlandia. Es una paradoja que mis primeras lecturas en español en voz alta fueron traducciones que le leía —no sin dificultad― de las obras de Robert Louis Stevenson, Herman Melville, Joseph Conrad y Emilio Salgari.
La casona del abuelo olía a sal. Estaba llena de redes, cabos, cordeles, lonas y velas con los que uno tropezaba a cada paso, así como reproducciones en miniatura de navíos que parientes y amigos le traían de regalo de diversos lados del mundo. Las fotografías colgadas en la sala de su boda y familiares, así como los diplomas de la escuela naval, mostraban añejas manchas de humedad. Contaba con una amplia colección de discos de zarzuela y cuplés, los cuales escuchaba mientras se afeitaba. Por las noches, se entretenía con su radio comunicándose en clave con personas de muchos lugares. Cuando quedó prácticamente ciego y ya no podía hacerse a la mar, fundó una de las primeras compañías aseguradoras en Campeche para barcos camaroneros. Posteriormente, compró y administró cayucos, pequeñas embarcaciones ribereñas para la captura del pámpano.
Como invidente se llevó dos grandes secretos a la tumba.
Jamás adiviné cómo alguien que no podía ver sabía con certeza cuándo alguno de los pescadores de sus embarcaciones había vendido en la costa el pescado antes de arribar. A las seis de la mañana lo acompañaba al malecón, frente a su casa, donde encallaban los cayucos. El abuelo, adusto, ordenaba: “Abran la nevera”. Metía en el contenedor la mitad del xolté y se escuchaba: “Aquí faltan diez kilos de pámpano”. El viejo empuñaba el bastón, lo hacía girar como veleta hacia todos lados y gritaba un rosario de improperios: “barbaján” y “mentecato” sobresalían por su uso porfiado. Después de la tremolina, alguno confesaba el faltante de los diez, veinte, treinta o más kilos de pescado que previamente se entregaron —por casi nada― a otro u otros cayucos que en la madrugada no corrieron con la misma suerte en la incursión.
La segunda, no menos explicable, es por qué un ciego —fanático de la fiesta brava― insistía en ir a la plaza de toros en vez de escuchar la faena por la radio. En sábado o domingo el calvario empezaba muy temprano, mi madre nos llevaba a la estación de autobuses, compraba los boletos y nos subía al camión. Cuatro horas entre Campeche y Mérida, cuatro accidentadas horas con el transporte deteniéndose en todos los pueblos del Camino Real; por el “camino largo”, como actualmente es conocido. Ya fuera en Tenabo, Hecelchakán, Calkiní, o en Halachó, Maxcanú, Chocholá y Kopomá, las mestizas ofrecían desde caimitos, mangos y panuchos, hasta cerdos y pavos vivos para el lechón tostado o el relleno negro. Nunca faltaba quien comprara el animalito que corría por el estrecho pasillo del camión o, amarrado, lloraba el resto del camino.
Ya en Mérida, en la plaza de toros, mi abuelo apoyaba su rostro sobre sus manos entrelazadas en el bastón. Después del paseíllo, el cual disfrutaba quizás porque podía escuchar la banda y se imaginaba los colores de los ternos de luces y el trote de los caballos, se inclinaba levemente en el bastón, concentrándose.
—Güera, ¿qué pasa?, ¿qué hace el toro? ―me preguntaba.
―El toro tiene como agachada la cabeza…
―Eso se llama humillar, el toro humilla… Ahora, ¿qué está haciendo el torero?
―Pues el toro se arrancó, el torero estaba parado enfrente con el capote entre las manos y dio un movimiento suave, pero despegó una mano hacia el otro lado y también giró su cuerpo de lado contrario…
―Güera, los toros no se “arrancan”, embisten, y eso de las manos creo que fue una chicuelina. En fin, ¿cómo tiene las astas el toro?
―¿Las qué…?
―¡Los cuernos, carajo!
―Ah, pues un cuerno como chatito y, el otro, bien…
―¡Es un mogón! ¡Contigo nomás no se puede ver la corrida! ¡Chiquita villamelón de porquería!
Después de esas visitas con mi abuelo a la plaza de toros en Mérida, digamos que “volví la cara” como el toro que huye de la suerte cuando está colocado para ir a ella. Regresé a una corrida muchos años después y sigo sin entender nada. Soy una auténtica villamelón.
Se sabe que León Tolstoi fue el primer escritor que utilizó la máquina de escribir, en 1885; y pienso que mi abuelo Alberto fue el primer marino mecanógrafo en Campeche, a principios del siglo xx. Era común por las mañanas, después de recibir a los cayucos y dar de bastonazos, escuchar desde la calle el repiquetear constante de sus dedos sobre las teclas de la máquina Remington.
Mi madre decía que el viejo escribía a diario para ejercitar la memoria, ya que no podía leer pues trascribía lo que pudo ojear antes de quedar ciego y lo que le leíamos. Además, por esos años, el periodista Ricardo Encalada Argáez estaba recopilando material para su libro Cien anécdotas campechanas y mi abuelo encantado empezó a redactar sus recuerdos.
Mientras pudo fue un asiduo lector de poesía, especialmente de los modernistas: Rubén Darío, Amado Nervo, José Martí y Díaz Mirón, así como de Ramón López Velarde. Con singular alegría declamaba en las tertulias familiares, con copita de oporto en mano: “La sal del mar en nuestras venas / va a borbotones; / tenemos sangre de sirenas / y de tritones”. Recitaba con un dejo tan peculiar que lograba que las estrofas del poeta, ya fuera nicaragüense o cubano o zacatecano, sonaran a “auténtica” lírica campechana.
Una mañana entré a su habitación, lo encontré sentado ante el escritorio, tecleando en la máquina, de pronto sacó la hoja del rodillo y me entregó tres cuartillas: “Toma, esto es para ti”. Emocionada, leí el encabezado: “La Duquesa de Job” por Alberto Acuña Esquivel.
―Esto es un secreto, güera, si no el día de mañana todos tus primos van a querer que les escriba un poema y los versos no se dan como nancees en mata ―agregó.
―Abuelo, ¿por qué la duquesa de Job?, ¿quién es Job?, ¿eres tú?
―¡Caramba! Pues sí, como el santo Job, te tengo mucha paciencia.
Considerando que éramos alrededor de dieciocho nietos y otro tanto de bisnietos, me pareció justa la petición del abuelo. Estaba en cuarto grado de primaria y la mayor preocupación de la maestra Deysi era que aprendiéramos a sacar la raíz cuadrada, la poesía la dejaba en manos de los trovadores espontáneos en las cantinas El Xux u Ojo de Pulpo. Así que guardé celosamente en una lata de galletas “La Duquesa de Job” que releía a escondidas, orgullosa de ser portadora de un gran secreto de mi paciente y talentoso abuelo.
Sin el menor atisbo de amenaza en mi vida, sólo esperaba ansiosa mi cumpleaños. El 22 de noviembre de 1978 murió el abuelo Alberto, dos días antes de mi onceavo aniversario. Alcanzó a escuchar en la voz del propio Ricardo Encalada Argáez sus rememoraciones en Cien anécdotas campechanas, disponer que su radio fuera para mi primo El Chato, sus botellas de whisky para el tío Javier y su pequeña biblioteca la repartió entre mi padre y mi prima Icela; también pudo explicarme detalladamente qué era un marcapasos.
Llegué a la inevitable edad que mi madre solía definir “de la punzada”, la adolescencia. Me excitaba entrar a la secundaria pues te otorgaba cierta sofisticación con el resto de los mortales en los grados de primaria: podías empezar a untarte brillo en los labios para ir a clases y usar sostén, leer algunos libros atrevidos como El ángel azul, Santa o La tumba; estar cerca de ingresar a la función de cine, clasificación B, para “adolescentes y adultos”; ir a las fiestas para bailar con las rolas de Scorpions y Kiss; brincarse la barda e irse de pinta, y lo principal, tener una vez a la semana clase de educación e higiene sexual en un colegio de monjas mercedarias.
Lo cierto es que en el primer mes del ciclo escolar armé un escándalo lejano a las muestras comunes de rebeldía precoz. Septiembre. Tercera lección de literatura mexicana I, seguíamos repasando a los modernistas. El maestro expone sobre la obra de Manuel Gutiérrez Nájera: “exquisito cronista y poeta, cumbre del modernismo hispanoamericano”. Pide que abramos nuestro libro y empieza a leer: “En dulce charla de sobremesa, / mientras devoro fresa tras fresa / y abajo ronca tu perro Bob, / te haré el retrato de la duquesa / que adora a veces el Duque Job…”. Indignada, levanto la mano. El maestro sigue leyendo. Yo con la mano levantada durante toda la lectura.
―¿Quién dice usted que escribió “La Duquesa de Job”?
―Pues Gutiérrez Nájera.
―Es una vil mentira… El poema lo escribió mi abuelo.
―Creo que está usted confundida, jovencita ―replicó el maestro.
―Sé que tengo la razón, en mi haber se encuentra el original para demostrarlo ―reclamé bramando de rabia.
―Dígame, ¿cómo puede usted tener un original de Gutiérrez Nájera?, ¿cómo puede ser la nieta del poeta, si el Duque de Job no es campechano?
―Pues tengo el original hace más de dos años escondido en una lata de galletas y prometí que jamás lo diría. Pero ahora, explíqueme, ¿cómo pudo ese tal Gutiérrez Nájera copiar el poema de mi abuelo?
Conforme íbamos hablando, la discusión se fue tensando, bastó con que el maestro me hablara tantito golpeado para que me echara a llorar y él, enojado, mandó por la madre prefecta. La monja me arrastró a la dirección general, mientras mis gritos retumbaban en todos los rincones del colegio: “¡Plagio!”, “¡Manuel, usurpador de poemas!”, “¡Gutiérrez Nájera secuestró los versos de mi abuelo!”.
Como era de esperarse, las monjas me sentaron en el banquillo del castigo y llamaron a mi madre por teléfono, argumentaron que sufría histeria y alucinaba con tener en una lata de galletas la versión única de “La Duquesa de Job”. Era preciso que mamá se presentara de inmediato en las oficinas de la escuela. En ese momento consideré pertinente mi conversión al ateísmo puro.
De regreso a la casa, en el coche, mi madre en cada semáforo en alto revisaba el “original” de “La Duquesa de Job”. Reía y le escurrían las lágrimas a un mismo tiempo. Octavio Paz anotó que “La originalidad es la hija de la imitación” y el abuelo Alberto había jugado una insólita broma post mortem a costa de su nieta. La memoria le fue fiel hasta el final, el viejo reprodujo en su máquina Remington las dieciocho estrofas de Manuel Gutiérrez Nájera, los cuatro quintetos y catorce sextetos decasílabos sin fallarle una coma, un acento, una palabra.
En ese trayecto del colegio a la casa, recorriendo el malecón, por la ventanilla del auto miraba en silencio el mar. Intuí que algo de mí perdió aquel día y, a la vez, supe que algo gané para siempre.
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