Carlos López, editor y poeta, nos aproxima a la poesía de Margarito Cuéllar (Ciudad del Maíz, San Luis Potosí, 1956). En medio de la carencia y el dolor, la poesía de Margarito nos enseña a sonreír, a comprender la gran dimensión de las cosas pequeñas.
Una poética de la celebración
Carlos López
Música de las piedras, de Margarito Cuéllar, ofrece desde su título un enigma. Toda piedra guarda en su forma compacta el misterio de su origen y de su devenir. Por antiguas y cerradas, las piedras saben cosas que callan, mas cuando el poeta les pregunta responden con música, con fuego, con una luz que sólo él sabe transformar en palabras. Este libro, que es a la vez muchos libros, respira como un ser vivo, es orgánico en su estructura, se deja leer en orden o sin éste, porque su puerta es ancha y amable.Los cantos de Cuéllar fluyen con naturalidad, no son pretenciosos, comunican de tú a tú, tienen el atractivo de una conversación enriquecida por el diálogo fraterno. Su poesía es el testimonio de un hombre que se parece a otros. La honestidad de su trabajo de inmediato crea vínculos con los lectores porque el poeta no se asume como alguien diferente, no se separa jamás del mundo circundante, más bien lo vive y absorbe y en esa atención continua se deja habitar por voces que también le incumben. Si, como escribió Ezra Pound, «los artistas son las antenas de su raza», el vate de Ciudad del Maíz cumple bien ese mandato de ampliar el yo a los otros y de extender la mirada a lo cotidiano.
Para Cuéllar no hay temas despreciables ni jerarquías en los que la poesía pueda cantar; cada experiencia es válida en su aparente pequeñez o en lo terrible que resulte. Hay un acervo en el origen, en la infancia que revela carencias, que por otro lado se muestra exuberante. En La saga del inmigrante, por ejemplo, el poeta canta vivencias que experimentó en un cerro y ahí la naturaleza se presenta con su contundente belleza y abundancia; están el hambre y la necesidad de cazar por parte de los seres humanos, pero también está el esplendor ilimitado, los venados y los conejos, los huizaches, los guayabos y las amapolas. El poeta se mueve entre mundos que parecen contradecirse, en la ciudad y el campo, ámbitos difíciles cada uno a su manera y también enriquecedores y desafiantes.
A menudo la poesía de Cuéllar invita a sonreír porque hay una suerte de familiaridad; su lenguaje es también el del lector, no hay fronteras para quien quiera acercarse a sus poemas. El humor, la sencillez son elementos luminosos que acogen al lector que va entrando poco a poco en su libro hasta que se ve envuelto en un fuego que no quema, que más bien caldea el ambiente y lo hace próximo y conocido. Ésta es una poesía de agradecimiento, porque aun en lo terrible el poeta halla enseñanzas. El poeta está siempre a la caza, al acecho del instante que como un relámpago revela; atrapa la poesía a la luz del relámpago, nada se le va, apresa esa «lumbre sonora» que las piedras comunes contienen.
En Música de las piedras es evidente que hay un gran sentido del juego, una necesidad de avivar la imaginación y de estimular en otros la creatividad, porque si bien lo cotidiano es digno de cantarse, también es necesaria la transformación de esa cotidianidad y el poeta busca el cambio en la palabra; los doce títulos de los poemarios que integran su poesía reunida y los nombres de cada uno de los poemas resaltan por su antisolemnidad. Cada verso es un acto generoso y por eso Cuéllar se separa por completo de los poetas dolientes que se lamentan del inevitable dolor y hacen de la herida su musa eterna, por eso él elige el humor y pide: «Protégeme, Señor, de los que siempre están ahorcándose en las cuerdas del aire; de los que escriben sus memorias de alcohol y nota roja. De los poetas índice de fuego ampárame, Señor». Y parece que el Altísimo tomó nota de su invocación y lo libró también de los embustes retóricos, del kitsch, de la tentación del adjetivo calificativo, de la hipérbole.
Cuéllar sabe muy bien que no puede ponerle barreras a la vida y que por ella pasa todo; por eso la lectura que el poeta hace del mundo tiende a la celebración y no a la amargura. En su poesía el amor a la vida es incondicional; a la vez que es capaz de percibir maravillas en las situaciones más hostiles, agradece la presencia de las mujeres cuya sensualidad, enigma o compañía agregan magia a lo habitual. Un poema extraordinario es «Mi enfermera», donde el poeta elogia la presencia de la mujer que lo atiende: «Dios preparó la harina para vestirla,/ la tierra deja de girar en su eje para contemplarla./ Mi corazón se detiene para nacer de nuevo entre sus manos;/ soy feliz cuando ella pasa alegre como póker de ases./ Su cofia escribe la crónica de los hospitales del mundo./ En su día libre crece el índice de muertos,/ ¿qué será si mañana se jubila?».
La presencia de la mujer es crucial, como musa, compañera o ideal; hace cantar al poeta una tonada festiva que se rebela del lugar común. En su «Credo» lo deja muy claro: «No busco una esclava doméstica/ —máquina para fregar platos y camisas,/ muñeca para desactivar—. No serás brazalete de mi cuello/ ni la curiosidad central de la vitrina». El poeta encuentra luz y lumbre en las mujeres de la vida, ellas son motivo de amor, pero también se vuelven un símbolo de perpetua vitalidad y gracia. Muchachas feas o guapas florecen, tienen en su ser un hechizo natural, alimento del poeta sensible a las manifestaciones de la existencia.
Para el poeta, la sinuosidad del tiempo no es un obstáculo, su poesía va del pasado al presente sin trabas, así es como fluye la savia de la vida en una mezcla de memorias, sueños y deseos. Cada tanto en sus versos aparece la geografía primera o el recuerdo de los abuelos, pero a la vez aparecen los hijos desafiando lo interpretado con su sorpresiva existencia.
Si, como decía Jaime Sabines, «el poeta es el testigo del hombre; por eso el poeta debe ser, antes que nada, hombre común y corriente, oficiante de todos los oficios, actor de todos los dramas, las tragedias y las comedias del mundo», Cuéllar cumple esa sentencia; es un poeta que se involucra con la vida y no se queda como observador. Al poeta le incumbe su realidad, dialoga con ella sin discriminar asombros o desdichas, enfermedades o pérdidas. En la sencillez del lenguaje de esta poesía es posible percibir una profunda complejidad que no niega la variedad indescifrable de la vida. Hay una necesidad de ampliar el mundo, no de reducirlo y lo mismo encontramos poemas inspirados por una calle citadina que por la visita al circo o por un paisaje.
El poeta sabe, además, que la poesía impone su forma, su medida, y no tuerce el lenguaje ni lo violenta; busca la precisión y la consigue. Tiene la virtud de saber escuchar sus propios poemas, por eso algunos van en prosa y se concatenan (ahí están los muy logrados poemas con que empieza Saga del inmigrante, por ejemplo); otros apuntan como flechas visiones relampagueantes; algunos son breves, otros extienden sus versos y otros más parecen epigramas certeros con fina ironía.
El poeta intenta aprehender las manifestaciones inquietantes de cada día; sabe que de algún modo la vida debe quedar registrada para que no se la coman el olvido o la indolencia. Y si no se puede registrar todo, al menos quedan apuntes de lo que está siempre escapándose, de los viajes y los cambios de luz y las ciudades en perpetuo proceso de transformación. Cuéllar, además, tiende puentes con otros autores, sabe reconocer la asimilación de sus lecturas, lo que abreva de otros, así que cada tanto salen a la luz pequeños homenajes, diálogos con poetas, con artistas de todos los tiempos. Aparece también una constante reflexión sobre el trabajo del poeta; hay una continua arte poética que evoluciona con la experiencia y que queda fija en sus versos.
La poesía de Margarito Cuéllar nos invita, con su carga de energía y vitalidad, al gozo, a elegir de entre lo sombrío del mundo los tesoros de luz. Nada más hermoso que este poema sobre la belleza:
Belleza
Un día la vi. Tarde de Altamar.
Luna herida por los cuatro costados y guitarras acordes.
Una mañana de jardines colgantes,
en vuelo de navajas la oí alzar su rumor.
Huele a rosas su andar. En pez oro suele convertirse.
No hay mago que descubra su fórmula secreta
ni arpón que hiera su frágil desnudez.
La belleza es rebelde, compulsiva y atroz.
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