Luego de un viaje por Sudamérica, el colombiano Fredy Yezzed decidió quedarse a vivir en Buenos Aires, desde allí nos habla de la relación de la poesía y de su poesía con la filosofía.
Mi Ludwig Wittgenstein (1)
[La poesía y su presencia en el lenguaje filosófico]
Fredy Yezzed
Se me propuso hablar de la poesía en el lenguaje filosófico; me lo planteó la poeta María Malussardi a raíz de la experiencia que viví en la escritura del libro de poesía “El diario inédito del filósofo vienés Ludwig Wittgenstein”. Agradezco a ella, pues a través de la tarea que me encargó pude aterrizar en el papel reflexiones que aún estarían en el aire. Si este no hubiese sido el horizonte, creo que mi presencia hubiese sido innecesaria en esta mesa junto a los poetas Noe Jitrik, Hugo Mujica y Emmanuel Taub.
En 1921 aparece la primera edición en alemán del Tractatus logico-philosophicus del filósofo vienés Ludwig Wittgenstein (1889-1953), un trabajo meditado en el transcurso de la Primera Guerra Mundial, en la cual el intelectual de raíces judías decide participar como voluntario, a pesar de estar impedido por una hernia y sufrir trastornos depresivos que colindaban con el suicidio. Wittgenstein cae prisionero en Italia y es llevado a campos de concentración, donde durante nueve meses medita el Tractatus, obra que pretende hallar los límites de la expresión del pensamiento tomando como estudio central el lenguaje. El Tractatus logico-philosophicus, su único libro publicado en vida, es considerado uno de los escritos más complejos de la filosofía moderna; es conciso y enigmático, e inaugura lo que se ha dado en llamar el Movimiento Analítico.
Algunos de sus agudos lectores han visto una gran similitud de los fragmentos a los poemas más profundos de Emily Dickinson:
Cito tres líneas que para mí tienen un aire de elevado lirismo en el tono particular en el que está escrito el Tractatus:
5.621 El mundo y la vida son una y la misma cosa.
5.63 Yo soy mi mundo. (El microcosmos)
6.373 El mundo es independiente de mi voluntad.
Me pregunto ahora: ¿Si hay poesía en el lenguaje teórico de Wittgenstein qué lo hace poesía? ¿Acaso el uso de metáforas e imágenes nunca antes llevadas a un lenguaje expositivo? ¿Acaso el riesgo de hacer del lenguaje y de su lucha con la expresión un símbolo? ¿Acaso es poesía esa otra forma de decir diciendo? ¿Es poesía una línea-verso que me deja en la encrucijada de los sentidos, porque dice esto, pero yo creo que dice aquello y otro lector me contradice asegurando que quizá lo que dice es esto otro? ¿Es poesía ese tono seco, dilapidario, profundo, sentencioso, a veces, tierno, inocente; otras; arrogante e intransigente?
En ese camino y mirando hacia el abismo personal, que es la única forma honesta de explicar al hombre que hay en la poesía, pienso en una frase popular: “El hombre ve lo que quiere ver”. ¿Por qué una persona cuando lee la siguiente línea de Porchia “Se aprende a no necesitar, necesitando”, habla de economía capitalista, de injusticia social, de la desnutrición en la Villa Carlos Gardel; y yo leo la más profunda sensación de orfandad, de soledad y desamparo del ser humano? ¿Por qué cuando leemos la línea de Shiller: “Solo se conoce el amor cuando se ama sin esperanza” una mujer del público me dice que es descarada pues habla de la ruina y la vanidad del ser humano; y yo, veo la honestidad y la única forma de ascender al amor? Quiero decir, de esta forma, que tal vez estemos equivocados y la poesía no esté en el discurso filosófico de Wittgenstein, ni en el silencio de las cosas que hay en el cine de Tarkosky, ni en aquella pintura de Remedios Varo donde una mujer con cabeza de lechuza dibuja pájaros y con ayuda de una lupa los pájaros toman vida y huyen volando: sino en el hombre. La poesía está en la experiencia humana o no está. Así, debo cambiar el adagio popular y decir para explicarme: “El hombre ve lo que ve adentro”. Así, cuando la maestra les muestra a los estudiantes un soneto de Góngora y les dice “esto es la poesía”, quizá deba también pasar al frente al estudiante más indisciplinado y agregar: “aquí está la otra parte de la poesía”.
Ahora bien, hay algo que me ha enseñado Wittgenstein, cuando dice: “El que no se ha hecho las preguntas por el ser, no necesita la philosofía”, de igual forma me enseñó a divagar y puedo decir, solamente cambiando los referente que: “El que no se ha hecho preguntas por el lenguaje, no necesita la poesía”. Pero, más allá ¿Qué aprende un poeta de la philosofía y a su vez el filósofo del poeta? La respuesta me la daría Antonio Machado, a través de su profesor de gimnasia y gramática, Juan de Mairena:
El escepticismo de los poetas puede servir de estímulo a los filósofos. Los poetas, en cambio, pueden aprender de los filósofos el arte de las grandes metáforas, de esas imágenes útiles por su valor didáctico e inmortales por su valor poético.
Pero quizás uno de los secretos en esta amistad nos lo puede susurrar al oído Santo Tomas de Aquino, cuando dice en la siguiente verdad:
Ya que la filosofía surge del asombro, un filósofo está obligado, en su camino, a ser un amante de mitos y fábulas poéticas. Poetas y filósofos son equiparables en asombro.
En este sentido quizás es el “asombro” la frontera y el encuentro entre dos dudas y dos lenguajes como creo son la poesía y la philosophía. Podría para extenderme citar un ejemplo conocido por el público: las lecciones que Spinosa daría en épocas y circunstancias diferentes a Jorge Luis Borges, quien nunca dejó de expresar dicho diálogo con Baruch Spinosa. Al caso cito las líneas que más me llaman la atención: “No importa. El hechicero insiste y labra/ a Dios con geometría delicada;/ desde su enfermedad, desde su nada,/ sigue erigiendo a Dios con la palabra./ El más pródigo amor le fue otorgado,/ el amor que no espera ser amado”.
Pero hilando un poco más allá, en contramarcha al ejemplo anterior, me surge una pregunta: ¿Es posible escribir poesía sin la lectura o el laberinto de la philosophía? Una potencial y valedera respuesta me la da Rainer Maria Rilke (Praga, 1875- Val-Mont, Suiza, 1926), quien siempre tuvo aversión por la crítica y por el espíritu de sistema, así en el orden literario como en el filosófico. En carta a Hermann Pongs, fechada del 17 de octubre de 1924, dos años antes de su muerte y después de haber escrito su obra más significativa, confiesa: “Nunca he leído a los filósofos, excepto, en estos últimos años a Shopenhauer: algunas páginas” (2). En ese camino, deseo no desaprovechar la oportunidad para citar el consejo, para mí con fuero filosófico y ético, que más he agradecido a Rilke en sus Cartas a un joven poeta (Leipzig, 1929) cuando nos dice, a jóvenes y creo a viejos, o por lo menos a los que desean que su poesía sea siempre joven: “Ser artista es: no calcular y no contar; madurar como el árbol, que no apura sus savias y que está, apacible, entre las tormentas de primavera, sin temor de que no pueda llegar un verano más. Llega, sin embargo. Pero solamente llega para los que tienen paciencia y viven despreocupados y cómodos como si ante ellos se extendiera la eternidad. Lo aprendo diariamente, lo aprendo en medio de dolores a los cuales estoy agradecido: Paciencia es todo” (3).
Ahora bien, aún más compleja la relación, ¿es posible que un filósofo haga filosofía sin leer a Aritóteles? Pues Wittgenstein sería uno de ellos, vanidad o arrogancia que expresó en muchas cartas y conversaciones a sus amigos, motivo por el que sería blanco de burlas en cenas aristocráticas y pasillos académicos. Aparte de Frege y Russel lecturas y amistades a los que contradice y critica en el Tractatus, Wittgesntein dirá: “No sé si otros han dicho y han pensado lo que he descubierto y poco me importa”.
Con esto deseo decir y seguir indagando que mi aprendizaje de la obra de Wittgenstein radica en aquella pregunta por el lenguaje, impulsado, además por el tedio que experimenté leyendo tanta poesía sosa, enumerativa, descriptiva, tautológica (repetición inútil y viciosa) que cantaba, pero no contaba, que experimentaba, pero no conmovía, que estaba, mas no era. De allí que defienda a los poetas que me dan lenguaje y no solo palabras, de allí que debata y contradiga eufóricamente a poetas en las mesas cuando ponen en tela de juicio la poesía de Juan Gelman, ya quisiera que en cada país latinoamericano hubiese un poeta de esa talla, un Miguel Ángel Bustos, un Jacobo Fijman, una Olga Orozco. ¿Que se repiten estos poetas? Yo diría que van cavando hondo, que lo suyo no es la distancia, sino la profundidad. Creo que el que mejor explica mi deseo de leguaje es Tomas Tranströmer en un poema porque yo estaba: “Cansado de todos los que llegan con palabras, palabras, pero no lenguaje” (4).
El tractatus Lógico fhilosophicus es una teoría sobre el mundo, el hombre y el lenguaje: ¿Acaso esa no es la disyuntiva de la poesía también? Wittgenstein dirá con respecto a la philosofia: que es un conocimiento falso, pues hace preguntas absurdas como “¿qué es el ser, qué es lo bello?” hemos subido las escaleras y ahora hay que arrojarlas; es allí mismo donde me deja a mi la poesía: en el aire, en la luminosa duda, en la hermosa pregunta.
Desde otro horizonte, no solo fue la teoría de Wittgenstein la que me enamoró, sino también su biografía. Dirá Borges: “La vida no tiene que ser interesante, pero una teoría sí”. En este caso para mí, la teoría y la vida de Wittgenstein fueron una luminosa oscuridad. ¿Acaso no es asombroso, como hoy en día, ver a un hombre luchando contra la soledad? ¡Un Wittgenstein huyendo de las aulas de Oxford para refugiarse en una campiña austriaca a enseñarle a niños campesinos, asumir el acantilado de la muerte de tres hermanos por mano propia, asomarnos a la noche más desierta de la locura, la duda, el miedo, tratar de entender que los problemas, quizá, del hombre radican en el lenguaje? Yo lo creo así. Es de esta forma que anudé, teoría y vida, en un texto que di en titular “El diario inédito del filósofo vienes Ludwig Wittgentein” hace más de siete años en Bogotá, libro que no hubiese podido escribir, sino hablara de mí con la máscara de este filósofo.
¿Cómo relatarles una de las tardes más hermosas de mi vida, aquella tarde cuando un chorro de luz, más parecido al éxtasis, que a la imaginación me obsequió la idea de hacer un libro de poesía a partir de Wittgenstein? Pero no fue sólo teoría y filósofo lo que me abrazó, y quizás en últimas podemos prescindir de estas; a mí en el fondo lo que me cautivó fue la forma en la que está escrito el Tractatus Logico phiosóphicus: un lenguaje que me parecía que venía de una imposibilidad. En ese sentido: ¿Acaso no podemos sintetizar la poesía a una proposición básica: poesía es forma? El libro de Wittgenstein está escrito en una manera encriptado, austera, precisa. Mi pregunta fue: ¿Cómo es posible que algo tan frío me desborde a múltiples caminos y me permite conjeturar rumbos imaginativos, que yo diga me ilumina tanta oscuridad? Fue esta forma la que me impulsó a inventar mi pasado, a meter la mano allá adentro de lo que duele, a explicarme una época y una circunstancia particular de mi vida. Con respecto a la forma en que está escrito el Tractatus, Wittgenstein escribirá a Russell en carta del 19 de agosto de 1919, con lo que se nos devela la dificultad del filósofo (y en el fondo creo de todo poeta) con la escritura: “Sabes qué difícil me resulta escribir sobre lógica. Esta es la razón de que mi libro sea tan corto y, consecuentemente, tan oscuro. Pero no puedo hacer nada por evitarlo”.
Ahora adentrándome en mis ensoñaciones y en mi Wittgenstein: Después de leer y perderme en el Tractatus, después de leer los académicos que me explicaban sus presupuestos teóricos, después de leer a los que explicaban a los teóricos que explicaban a Wittgenstein, después de cotejar traducciones donde una sola palabra cambiaba el sentido de todo el paraíso, después de escuchar a profesores y respetados poetas en ponencias sobre el lenguaje poético en otros lenguajes, después de escuchar atentamente a mi vecino, un jubilado que escribe versos para hablar consigo mismo, después de releer fragmentos ayer en la madrugada, después de vagabundear, de perderme en esta escritura, y al final de sentirme a la vez protegido y huérfano, debo confesar que la poesía, si existe en la obra de Wittgenstein, es porque existe en mí.
¿Pero cómo existe la poesía que sale de mí al abrazar a Wittgenstein? Quizás de la misma forma que existe el hambre y la duda porque para mí el hambre y la duda son los dos elementos en estado puro que hacen la poesía, o que pueden llegar a inventar esa neblina maravillosa que llamamos placer cuando terminamos de escribir una poesía. Son dos animales callados que nos asedian a la hora de escribir. Son acaso los dos bárbaros con los que entramos acompañados a la Gran Telaraña que es el Lenguaje.
Damas y caballeros: la poesía quepa dilucidar y poner en claro, finalmente, no está en Shakespiare, no está sentada sobre las piernas de Rimbaud, no está es la sombra más larga de José Asunción Silva, no está en el volcán erótico de Gonzalo Rojas frente a Dios, no está en las ediciones lujosas de Galaxia Gutemberg, no está en las tiradas de dos mil ejemplares del Fondo de Cultura Económica, no está en el aula de la Universidad de San Marcos donde se suicidó Arguedas, no está en las revistas mezquinas y su séquito de cómplices, no está en la edición de 700 páginas del último poeta que salvó la brigada de rescate, no está en las traducciones caseras que hacemos de Ezra Poud que nos dice “No aceptes una crítica de alguien que no haya escrito una obra memorable”, la poesía no está en los ciclos de poesía de la Biblioteca Anarquista o en las lecturas abiertas de Uruguay al 900, no está en la sana conversación con un poeta joven en el café Británico, la poesía no está en el V Festival de Poesía en el Centro, la poesía no está sobre esta mesa, la poesía no está en los poetas, no está en mi boca, la poesía no está en la palabra y mucho menos en las palabras de Bufalino que dice que “la palabra es nuestra peor enemiga: porque nos hace preguntas y nos critica”; la poesía, damas y caballeros: está en el lenguaje, cuando el lenguaje es comunión con el hombre “que pregunta por él”, o no es.
Buenos Aires, invierno de 2013
Fredy Yezzed nació en Bogotá, Colombia, en 1979.
Como investigador literario escribió el estudio Párrafos de aire: Primera antología del poema en prosa colombiano que publicó la Editorial de la Universidad de Antioquia (Medellín, 2010).
Su primer libro de poesía, La sal de la locura, fue distinguido en Argentina por los jurados Javier Adúriz, María del Carmen Colombo y Jorge Boccanera con el Premio Nacional de Poesía Macedonio Fernández 2010 publicado en Buenos Aires ese mismo año.
El diario inédito del filósofo vienés Ludwig Wittgenstein (Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2012) es su segundo libro de poesía publicado, pero antecede en su génesis a La sal de la locura.
Es licenciado en Lenguas Modernas de la Universidad de La Salle y profesional en Estudios Literarios de la Pontificia Universidad Javeriana. Actualmente investiga las raíces del poema en prosa argentino.
Después de un viaje de seis meses por Suramérica, se radicó en Buenos Aires, Argentina.
1. Texto leído el miércoles 26 de junio de 2013 en Buenos Aires en el marco del V Festival de Poesía Latinoamericana en el Centro en compañía de los poetas Noe Jitrik, Hugo Mujica y Emmanuel Taub.
2. Rilke, Rainer María, Cartas a un joven poeta, Buenos Aires, Ediciones Nueva Caledonia, 1976, pp.16-17.
3. Ibis, pp. 34
4. Tranströmer, Tomas, 1983, “De marzo del 79”, en La plaza salvaje, Nórdica Libros S.A., 2010. Poema completo: “Cansado de todos los que llegan con palabras, palabras, pero no lenguaje,/ parto hacia la isla cubierta de nieve./ Lo salvaje no tiene palabras./ ¡Las páginas no escritas se ensanchan en todas direcciones!/ Me encuentro con huellas de pezuñas de corzo en la nieve./ Lenguaje, pero no palabras”. Versión de Roberto Mascaró .
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