Muestra de poemas de su más reciente libro: Como quien dice adiós a lo perdido.
Ramón Cote Baraibar, Colombia 1963. Ha publicado, entre otros, los libros de poesía Poemas para una fosa común; El confuso trazado de las fundaciones; Botella papel; Colección privada, premio Casa de América (2003), y Los fuegos obligados, premio Unicaja de poesía (2009). Próximamente aparecerá su más reciente libro de poemas: Como quien dice adiós a lo perdido. Además, es autor de “Diez de ultramar”, antología de la joven poesía latinoamericana, la “Antología esencial de la poesía colombiana del siglo XX”,de los libros de cuentos “Páginas de en medio”y “Tres pisos más arriba”, y de los libros infantiles “Feliza y el elefante”,“Magola contra la ley de la gravedad”, y “El gato izquierdo”.
LOS OJOS SUICIDAS
Un salto y sería la muerte
Carlos Drummond de Andrade
Un balcón con vistas a cualquier
parte, un inocente cuchillo
guardado en el cajón de la cocina,
una plácida almohada de plumas,
una avenida por donde pasan
carros a gran velocidad
y buses de vez en cuando.
O también
el fuego de la estufa,
el amplio ventanal de un cuarto piso,
esa corbata verde que cuelga al fondo
del armario, una vacía botella de cerveza,
una medicina con fecha de vencimiento
caducada.
Es suficiente un mínimo desajuste,
un mal día, la noticia de una enfermedad
terminal, un adiós definitivo, unas cuentas
imposibles de pagar,
para que todo lo que nos rodea
cambie de signo y nos señale
su parte oscura, nos muestre su porción peligrosa,
para que veamos el revés del ángel,
en su caída, para que a nuestro alrededor
todo se convierta en una invitación al exterminio.
Unas tijeras, un par de cordones,
un interruptor, un cilindro de gas,
una bolsa plástica del supermercado,
un martillo.
Y así sucesivamente.
La lista es interminable
para los ojos suicidas.
LA CIUDAD DE LOS PUENTES AMARILLOS
Cuando llegas a tu casa por la noche
tienes por costumbre buscar esas monedas
que se han ido acumulando al fondo de los bolsillos
para armar con ellas mínimas torres
o altas columnas, según el día.
Quien desde la ventana de enfrente te vea
podría decir que pareces un mendigo
o un vulgar avaro que reúne con codicia
sus posesiones, aunque este no sea tu caso
y aunque a primera vista lo parezca.
Pero esas monedas de distintos tamaños y variadas
denominaciones son restos, gastados
testimoniosque entregas y recibes diariamente,
y sin que tú mismo lo sepas alguien los va anotando
en su oscuro libro de contabilidad,
para saber exactamente el precio que pagas
por cruzar esa ciudad de los puentes amarillos.
CUÁNDO DECIDÍ QUE ÉSTA FUERA MI CIUDAD
A Luis García Montero
Nada nos quedará si perdemos nuestras ruinas
Zgniew Herbert
Cuándo decidí que ésta fuera mi ciudad
ahora que cae una tormenta en la última semana
de septiembre, y que la niebla avanza
como un ejército sonámbulo desde los cerros
borrándolo todo, con la intención de someterla
al olvido, a la desaparición total,
alamargo exterminio de la memoria.
Uno se va enamorando con resignación de sus montes
y de su milagrosa luz metálica de un martes a mediodía,
y poco a poco se comprende que su desorden y sus basuras,
sus escombros en las calles y sus diarias demoliciones
se van pareciendo al propio corazón.
Cuánto nos parecemos a las ciudades que amamos
y cuánto nos vamos pareciendo a las ciudades que perdimos,
pero también cuánto nos consuela descubrir en ciertos momentos
queel mundo con todas sus ciudades
está siempre en el sitio donde estamos nosotros.
Observo desde la ventana del autobús las avenidas
inundadas este domingo ausente
y funeral, ycon los zapatos y las medias empapadas
pienso en Luis a quien acabo de despedir en el hotel
Tequendama y que en pocas horas partirá a su país,
ya en el inicio de un otoño idéntico,
a la ciudad que también fuera mía
donde a finales de septiembre aún se puede escuchar,
como un dulce augurio que anticipa el naufragio,
el canto de las cigarras escapadas del verano
que se esconden entre los árboles del parque de Olavide.
Pero aquí estoy, sin sol a la vista,
en medio de lo que a la fuerza y por amor
y por costumbre elegí como mío,
sin más remedio que esperar
a que quizás en una calle cualquiera
aparezcan súbitamente todas las derrotas por venir,
y surjan a la vuelta de la esquina
todos los milagros aplazados.
MIS CONTEMPORÁNEOS(O CRISIS DE IDENTIDAD TARDÍA)
Mirando la cara de mis contemporáneos
me extraña que yo aún no tenga
la cara de mis contemporáneos.
Me explico: cuando los veo en las fotografías
que aparecen en los periódicos o en las revistas
veo en ellos ya una resolución facial,
una contextura ósea, un aplomo, un cráneo definido,
pero cuando me miro no me veo así de ajustado,
de propicio, de sereno y seguro como los tiempos mandan.
Pero al parecer este nunca va a ser mi caso
pues inevitablemente siempre salgo en las fotografías
con cara de perro perdido en una autopista,
con cara de decir adiós a lo perdido,
con cara de turista extraviado en Madrás,
con cara de llamarme Patricio, Bonifacio, Agustín,
Benigno, Arturo, Carlos Mario, Ismael, si no os importa.
Nunca como mis contemporáneos.
Envidio que sus fotos se repitan y se vean
iguales o parecidos a la edad y oficio que tienen. Yo solo veo
en mí lo que no es de mí. Es más, para ahondar en el error
no me reconozconi a los veinte ni a los treinta ni a los cuarenta,
porque solo advierto el extravío, la carencia
o la equivocación y todos los que aparecen allí,
sobre ese pedazo de papel esmaltado, son tan distintos
que parece que se las hubieran tomado
a otra persona, a un desconocido, a Nadie.
Sé que todos se aproximan a los cincuenta y ya es hora,
me digo, de adquirir cierta rotundidad o estremecimiento,
pero no lo veo en mí fácilmente. Algo se me oculta
en el que me dice que soy. Siempre me hace falta la foto
definitiva en la que al fin pueda decirme a mí mismo
que ese soy yo, uno de mis contemporáneos,
pero tal parece que existe una conspiración
para que eso no suceda. Una fotografía, una máscara
al menos, por favor. Y pensar que ni siquiera
he podido a lo largo de estos años hacerme un retrato
con mis propias palabras pues estas, al revelarlas,
siempre salen borrosas. Eso nunca les pasa
a mis contemporáneos.
RAMÓN COTE BARAIBAR.
DEL LIBRO “COMO QUIEN DICE ADIÓS A LO PERDIDO”