El teólogo español se encarga ahora de revisar la obra de este gran escritor que hizo de la rebeldía y el descreimiento un aparato reflexivo y vital.
Albert Camus (1913-1960): Incrédulo apasionado
Juan José Tamayo
Nació en Argelia el 7 de noviembre de 1913. Murió a los cuarenta y siete años en un accidente de tráfico camino de París tres años después de haber recibido el Premio Nobel de Literatura. El mejor testamento que nos dejó fue su obra literaria, y el mejor legado, su obra filosófica. Estoy hablando de Albert Camus, cuya vida y pensamiento se caracterizan por la lucidez crítica, la rebeldía frente al sistema, el cuestionamiento de las convenciones sociales y la increencia apasionada. Todos sus libros son un ejercicio permanente de rebeldía, y muy especialmente El mito de Sísifo y El hombre rebelde, dos cimas del pensamiento rebelde de nuestro tiempo.
El ser humano rebelde
«¿Qué es un hombre rebelde?», se pregunta Albert Camus en El hombre rebelde (Alianza, Madrid, 1982), para responder: «Una persona que dice “no”. Pero si niega, no renuncia. Es, también, un hombre que dice “sí”, desde su primer movimiento. Un esclavo, que ha recibido órdenes toda su vida, de pronto juzga inaceptable un nuevo mandato.» ¿Cuál es el contenido de ese «no»? Que «las cosas han durado demasiado», «hasta ahora sí, desde ahora no», «vais demasiado lejos», y también, «hay un límite que no franquearéis». En una palabra, «ese “no” afirma la existencia de una frontera. El movimiento de rebelión —sigue diciendo Camus— se apoya en el rechazo categórico de una intrusión juzgada intolerable y en la impresión del rebelde de que “tiene derecho”. La rebelión va acompañada de la sensación de tener uno mismo, de alguna manera y en alguna parte, razón.» Y, efectivamente, la tiene. El esclavo en rebeldía dice a un tiempo sí y no. Antes marchaba bajo el látigo del amo; ahora da media vuelta, cambia de actitud y le planta cara. Opone lo que es preferible a lo que no lo es.
Camus reformula la duda metódica cartesiana, la primera y única evidencia y el «pienso, luego existo» de Descartes de esta guisa: «Grito que no creo en nada y que todo es absurdo, pero no puedo dudar de mi grito y necesito, al menos, creer en mi protesta. La primera y única evidencia que me es dada así, dentro de la experiencia del absurdo, es la rebeldía», que nace del espectáculo de la sinrazón, ante una condición injusta e incomprensible. «Yo me rebelo, luego existimos.»
La rebeldía no es un movimiento egoísta; nace de la conciencia de la propia opresión y de la opresión del otro. Es, por ende, un acto de solidaridad nacido de la necesidad de luchar contra las cadenas de la esclavitud. Por eso, el verdadero acto de rebelión exige la identificación con la persona o el colectivo oprimido y el tomar partido por ellos. La rebelión es, según esto, un acto de afirmación de la común dignidad del género humano. Es «desbordamiento del ser», ya que nace de «la pasión del ser humano por el ser humano». «El motivo de la misma es el amor a la humanidad», asevera Camus. Tres son las características de la rebeldía: a) es un acto de rechazo radical, categórico; b) es una reclamación —generalmente enérgica y a veces violenta— de un derecho, no la petición de un favor o la consecución de un privilegio, y c) no se trata de una opinión; se es consciente de tener razón.
La rebeldía no es posible en el mundo de lo sagrado, ya que ahí no hay espacio para las dudas, las preguntas; todas son respuestas definitivas, seguridades incólumes. En ese espacio solo tiene cabida la acción de gracias. La rebeldía solo puede darse en el ámbito de lo profano, abierto a la integración, el cuestionamiento y la perplejidad.
Rebelión ética, rebelión metafísica y revolución
La rebeldía lleva derechamente a la revolución. Pero, ¿tiene algún límite la acción revolucionaria? Es el problema que se plantea en Los justos, donde chocan dos concepciones de la revolución dentro de la Organización: la organicista de Stephen y la humanista de Kaliayev. El primero cree que la revolución no tiene límites. La consecución de una sociedad liberada del despotismo exige todo tipo de sacrificios. Por muy duro que resulte, hay que matar a los niños si así lo requiere la Organización. Kaliayev, por el contrario, cree que el asesinato de los inocentes es el límite que nunca puede ni debe traspasarse. Una revolución sin límites desemboca en un nuevo despotismo.
Albert Camus es uno de los más coherentes intérpretes de Nieztsche y de Dostoievski y uno de los más auténticos representantes del ateísmo moral, que no puede aceptar la existencia de Dios precisamente por su responsabilidad en el sufrimiento de los inocentes. Su ateísmo no se mueve en el terreno especulativo, sino que se torna rebelión ética desde la solidaridad con las víctimas. Hasta tal punto relativiza la importancia de las pruebas filosóficas de la existencia de Dios que confiesa, no sin sentido del humor al tiempo que de manera realista, que nunca «vio morir a nadie por el argumento ontológico» de Anselmo de Canterbury. Y lleva razón.
Su rebelión metafísica consiste en la negación de la teleología del ser humano y de la creación. Es una rebelión contra Dios, a quien desafía y pide cuenta y razón de la injusticia imperante en su creación, como hiciera el legendario personaje bíblico Job. Yo creo que la rebelión metafísica de Camus procede de la tradición bíblica veterotestamentaria y de su concepción personal de Dios, más que de la tradición griega. El rebelde metafísico no pide cuentas a una divinidad cósmica, sino al Dios personal. Es el Dios personal del Antiguo Testamento, observa Camus, «quien moviliza la energía subversiva». Es Caín, más que Prometeo, quien desencadena la rebelión; son los descendientes de Caín, más que los seguidores de Prometeo, quienes activan la rebelión a lo largo y ancho de la historia.
Incrédulo apasionado
Así lo califica Charles Moeller apoyándose en un texto del propio Camus. Es la definición que mejor refleja su vida, su pensamiento y sus sentimientos, conforme a su propio testimonio de 1943 recogido en 1949 en Vie intelectuelle: «La incredulidad contemporánea no se apoya ya en la ciencia como a finales del siglo pasado. Niega al mismo tiempo la ciencia y la religión. No se trata ya del escepticismo de la razón frente al milagro: es una incredulidad apasionada.»
Pero su incredulidad no es fanática ni inactiva, sino de mano tendida hacia los cristianos, como la del ateo doctor Rieux de La peste hacia el jesuita Paneloux, siempre dispuesto a aliviar los sufrimientos humanos, independientemente del credo religioso que se profese, siempre presto a trabajar por la justicia y en defensa de los condenados de la tierra. Así lo expuso en la memorable conferencia de 1946 en Latour-Maubour, en la que pidió que «los cristianos hablen alto y claro sin hacer surgir la duda, tanto sobre el terror de las dictaduras como sobre la condenación de un obispo yugoslavo, sobre el trato de los negros en América como sobre las deportaciones en Rusia. Que los cristianos participen en bloque contra el silencio y no nos dejen solos en medio de los verdugos.»
Es una incredulidad, la de Camus, preocupada por la salvación de los seres humanos que sufren sin motivo ni fundamento y de los pobres que viven en el infierno de la miseria. Una incredulidad que no responde a cita alguna en el más allá, sino a la llamada de la solidaridad en la tierra. Por eso el intelectual argelino-francés, como asevera Charles Moeller interpretando acertadamente la conciencia solidaria de Camus, «siempre llegará tarde a las citas con Dios, porque siempre habrá demasiados carros atollados en el camino, a los que habrá que desatascar». Pero en las citas terrenas puede coincidir, como de hecho coincidió, con personas y colectivos creyentes empeñados en construir un mundo mejor.
Se trata, en fin, de una incredulidad que tiene en común con la fe cristiana la mística de la dicha y la creencia en el valor liberador de la muerte de los justos. Tal es el mensaje de Los justos: «No lloréis —dice Dora a sus compañeros de Organización, tras la ejecución de Kaliayev—. ¡No, no, no lloréis! Ya veis que es el día de la justificación. Algo se eleva en esta hora que es nuestro testimonio de rebeldes. Annek ya no es un asesino.»
Jesús de Nazaret, despojado de su divinidad
¿Y Jesús de Nazaret? A pesar de la increencia de Camus, el Nazareno no es una persona ajena a su vida y a su reflexión. Todo lo contrario: siente un profundo respeto por él, más allá de los dogmas con que el cristianismo le ha desfigurado. «Yo no creo en su resurrección —afirma Camus—, pero no ocultaré la emoción que siento ante Cristo y su enseñanza. Ante Él y ante su historia no experimento más que respeto y veneración.» Contrapone Jesús a los cristianos poco ejemplares y a los funcionarios de lo sagrado, que primero lo relegan al sótano, luego lo meten en el desván, lo colocan en la cruz y trepan por ella para que los vean desde lejos, aunque para ello tengan que patear a quien está clavado en la cruz. Golpean, juzgan con severidad e incluso matan en su nombre. Prescinden de la generosidad y ejercen la «caridad». No perdonan a nadie. Jesús, por el contrario, habla suavemente a la adúltera y le dice: «Yo tampoco te condeno.» Es verdad que hay gentes que aman desinteresadamente a Jesús, incluso entre los cristianos, matiza, «pero son contados».
Camus reconoce la importancia que tiene para la humanidad lo sucedido el Viernes Santo en el Gólgota, porque en las tinieblas que se cernieron aquella tarde, la divinidad, abandonando sus tradicionales privilegios, vivió en toda su radicalidad y hasta el final la duda espantosa, la desesperación y la angustia de la muerte. Para que Dios sea un ser humano, concluye el autor de El hombre rebelde, «es necesario que se desespere». Despojado de su divinidad por la crítica racionalista, Jesús se torna un ser humano que fracasa, asume la frustración y pierde toda dimensión redentora. Y este Jesús frustrado «no es sino un inocente más al que los representantes del Dios de Abraham ajusticiaron espectacularmente. El abismo que separa al amo de los esclavos se abre de nuevo y la rebelión sigue gritando ante el rostro oculto de un dios celoso.»
¿Es posible la dicha?
¿Todo es sufrimiento en la historia humana? ¿No hay momentos de felicidad? ¿Es esta imposible? ¿Tiene que renunciar el ser humano a ella? La respuesta a estas preguntas a partir de la vida y de la obra de Camus no es fácil. Jacques Cormery, el héroe de la novela inacabada El primer hombre, no logra alcanzar la felicidad. Pero la novela tiene un momento feliz, el recuerdo de la niñez en el mar en calma: «El mar estaba tranquilo, tibio, el sol ahora ligero sobre las cabezas mojadas, y la gloria de la luz llenaba sus cuerpos jóvenes de una alegría que los hacía gritar sin interrupción. Reinaban sobre la vida y sobre el mar, y lo más fastuoso que puede dar el mundo lo recibían y gastaban sin medida, como señores seguros de sus riquezas irreemplazables.»
Camus no se contenta con el Sísifo que fracasa en su intento de subir la piedra hasta la cima de la montaña. Ve a ese hombre volver a bajar con paso lento hacia el tormento cuyo fin no conocerá. Pero esta hora es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino y es más fuerte que su roca. El mito de Sísifo es, ciertamente, trágico, pero lo es porque su protagonista tiene conciencia. La clarividencia, que debía constituir su tormento, consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio. Por lo tanto, sigue argumentando Camus, el descenso que se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría.
Sísifo está de nuevo al pie de la montaña y vuelve a encontrar siempre su carga. Pero hay una lección que enseña a los humanos: una fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. El universo, en adelante sin amo, no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña llena de oscuridad, forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Y Camus termina: «Hay que imaginarse a Sísifo feliz.»
Camus no es un pensador pesimista y derrotado, ni una persona fracasada y resentida. Es un ser humano en busca de la dicha, como él mismo confiesa: «Cuando me ocurre buscar lo que hay en mí de fundamental, es el gusto por la dicha lo que encuentro. Me gustan profundamente los seres humanos. No siento por la especie ningún desprecio. En el centro de mi obra hay un sol invencible. Me parece que todo esto no da por resultado un pensamiento muy triste.» Sin embargo, la dicha no está al alcance de la mano, ni se logra por el mero hecho de pensar en ella o de desearla. Lo saben muy bien los personajes de ficción de Camus, que se debaten entre la razón y la sinrazón de la existencia, entre el amor por la vida y su puesta en riesgo por la libertad del pueblo, entre el sentido que anhelan y el sinsentido que impera en su entorno.
Concluyo con el juicio de Olivier Todd sobre el autor de El mito de Sísifo: «Camus diagnosticó ciertos males de nuestra época, reflejó sus angustias, rechazó las tentaciones totalitarias y su propia inclinación al nihilismo. Habría podido caer en el cinismo. Pensador y moralista, estaba aislado en los ambientes franceses en los que triunfaba el marxismo bruto. Camus rechazó el fanatismo, no el militantismo. La idea de Dios en el que no podía creer le persiguió.»
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Este perfil procede de Juan José Tamayo, Cincuenta intelectuales para una conciencia crítica, Fragmenta, Barcelona, 2013, p. 143-151. Una magna aportación a la historia de las ideas religiosas del último siglo. FRAGMENTA EDITORIAL
Los intelectuales no se instalan cómodamente en la realidad tal como es. Se preguntan cómo debe ser y buscan su transformación. Desestabilizan el orden establecido, despiertan las conciencias adormecidas y revolucionan las mentes instaladas.
Este libro ofrece cincuenta perfiles de hombres y mujeres que responden a la idea del intelectual crítico: Ernst Bloch, María Zambrano, Karl Rahner, Hannah Arendt, Dietrich Bonhoeffer, Simone de Beauvoir, Simone Weil, José Luis L. Aranguren, Leonidas Proaño, José M.ª Díez-Alegría, Albert Camus, Edward Schillebeeckx, Enrique Miret Magdalena, Óscar Romero, José M.ª González Ruiz, Raimon Panikkar, José Saramago, Samuel Ruiz, Geza Vermes, Tissa Balasuriya, Ernesto Cardenal, José Gómez Caffarena, Giulio Girardi, Casiano Floristán, Carlo M. Martini, Hans Küng, Gustavo Gutiérrez, Pere Casaldàliga, Dorothee Sölle, Ignacio Ellacuría, Rosario Bofill, Federico Mayor Zaragoza, Julio Lois, Elisabeth Schüssler Fiorenza, Leonardo Boff, Jon Sobrino, Asghar Ali Engineer, Paul Knitter, Fátima Mernissi, Eugen Drewermann, Boaventura de Sousa Santos, Elisabeth A. Johnson, Francisco Fernández Buey, Ada María Isasi-Díaz, Nasr Hamid Abu Zayd, Mansur Escudero, Lavinia Byrne, Shirin Ebadi, Elsa Tamez y Amina Wadud.
El resultado de este recorrido es una biografía religiosa colectiva del siglo xx que se caracteriza por la propuesta de una teoría crítica de la sociedad y de la religión en clave liberadora.
El autor
Juan José Tamayo (Amusco, Palencia, 1946) es doctor en teología por la Universidad Pontificia de Salamanca y doctor en filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid. Dirige la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones Ignacio Ellacuría en la Universidad Carlos III de Madrid y es profesor invitado en numerosas universidades nacionales e internacionales. Es, asimismo, secretario general de la Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII, miembro de la Sociedad Española de Ciencias de las Religiones y del Comité Internacional del Foro Mundial de Teología y Liberación. Colabora en algunas de las principales revistas latinoamericanas y europeas de teología, ciencias sociales y ciencias de las religiones, así como en el diario El País, El Periódico de Cataluña y El Correo. Figura clave de la teología de la liberación y de la teología de las religiones en Europa, ha publicado más de sesenta obras, muchas de ellas traducidas a varios idiomas.