Armando Romero. En la cama de Pessoa

Armando RomeroUn viaje a Lisboa le permite al poeta colombiano pasar una noche en el Museo y en la cama de quien diera luz a los heterónimos que a su vez lo inmortalizaron.

 

 

Verso, anverso y reverso en la cama de Pessoa
Armando Romero          

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Armando Romero- Lavín Cerda

            Lo primero es un crujido de madera antigua, reseca. Estoy sentado en la cama de Pessoa. En una mesa pequeña, frente a la cama, hay una botella de Johnny Walker, a medias. Un vaso con un poco de ese whisky oloroso a otras maderas, cerca de mis manos. Ya se han ido los camarógrafos, las preguntas y las respuestas. También se fueron Constanza, mi esposa, y la poeta Lauren Mendinueta, quienes vinieron a dejarme entero, sano y salvo en manos de los espíritus del poeta. Lauren, con su dinámica y diligente mano poética, fue quien encontró la manera de traerme la noche del poeta mayor a mi encuentro en este Museo. Sigo sentado, casi sin moverme, pero la cama cruje. Habla por sí sola, pareciera. Sigue mis movimientos como una sombra sonora. Me preocupan estos crujidos. ¿Asustarán a Pessoa y no vendrá? ¿O acaso el poeta los conocía bien? ¿Eran los ruidos del brujo Crosley, 666? Recordé que había olvidado mi carta astral para este día hacía muchos años. La cama crujía. No había más remedio, tendría que buscar la manera de dormir como fuera posible. El poeta no se iba a deslizar por las paredes durante la vigilia, bien lo sabían los surrealistas.

Fernando Pessoa
Fernando Pessoa
No hacía frío ni calor, pero decidí que no podía dormir vestido. Empecé por los zapatos y la camisa, sin problemas, pero al tratar de quitarme los pantalonesolvidé que durante ese día había acumulado un montón imperdonable de monedas de euros en los bolsillos, y ya no hubo remedio. Todas, sin excepción, salieron volando por la habitación, rodando, haciendo giros, órbitas, circunferencias, parábolas, figuras de todo tipo en el suelo de madera, desnudo. En otras circunstancias me hubiera dado mucha risa, pero ahora no. Me sentí incómodo, un poco rabioso. “Que se queden allí”, pensé. Pero inmediatamente otro escenario se abrió. Las personas encargadas del Museo, al día siguiente, al encontrar esas monedas, podían pensar que era un acto de brujería mío, un conjuro o ritual satánico, quizás. No, no podía dejarlas allí. El whisky, mis ojos y el color de la madera no hacían la tarea fácil. Las de dos euros no revestían mayor problema, pero las de un céntimo eran imposibles. El trabajo de recogerlas era arduo. Las había por las esquinas, debajo de las mesas, entre los asientos. Cómo era posible que hubiese acumulado tantas monedas, me preguntaba. Ya las había recogido casi todas cuando, a gatas, miré bajo la cama. Allí estaban las que faltaban, por montones. Me incorporé, me tomé otro whisky, y sin pensarlo mucho me tiré de nuevo al suelo, esta vez arrastrándome con los codos y poco a poco me fui metiendo debajo de la cama de Pessoa, empujando, recogiendo monedas, con las narices casi pegadas al suelo y la espalda golpeando la madera que sostenía el colchón, la madera crujiente.

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Fernando Pessoa

Por fin, ya de nuevo en la cama, ahora recostado contra las almohadas, y en posición de leer o escribir, busqué mi cuaderno de notas para tomar algunos apuntes, si algo de eso venía a mi cabeza. Y fue allí que recordé un viejo poemita de mi adolescencia que dice así:

Hemos comprendido / que el aire / no sólo existe en el aire / y que es necesario /
            buscarlo / debajo de la cama.

Reemplacé “el aire” por “Pessoa” y por fin sonreí.

            El crujido de la cama no amainaba, y peor, contrastaba con el profundo silencio en el exterior de la habitación, en todo el edificio. Volvía el diálogo con la cama: un movimiento, un ruido. Traté de escribir y era soledad y tiempo lo que escurría tinta por la página. A cada movimiento, digo ruido, Pessoa volvía con sus palabras, las cuales giraban por la habitación, por las paredes, en un graffiti de la inteligencia convertida en poesía, en desasosiego por ver. Entonces intenté un poema que ahora, faltándole el respeto al pudor y a la poesía, me atrevo a transcribir:

Si así suena tu cama, Pessoa,
así suenan mis pasos
resbalándose por el mundo.
Ya no esperé tiempo
si una vez dije del sueño.
¿Qué puedo esperar de ti,
Fernando, esta noche
atravesada de literatura?
Era demasiado espacio
tu imaginación:
dos puertas, dos ventanas,
y en este cuarto
descansaba el caudal de tus vidas.
Me duelen mis pasos, Pessoa,
que suenan como tu cama.

            Me quedé dormido deseando que apareciera Pessoa en cualquier momento, que hubiera esos otros mundos en éste como quería Eluard.

¿Vino Pessoa a su habitación esta vez? Desde esta realidad no lo creo, pero en el allá de los sueños algo pasó. Al despertarme, antes de que llegaran los camarógrafos y las preguntas con imposibles respuestas, recordé este sueño de esa noche:

Estoy de pie en una habitación o sala grande completamente vacía. No hay muebles, ni siquiera paredes. Es un espacio abierto pero es una habitación, de eso estoy seguro. De repente, un hombre, delgado, bien vestido, se acerca a mí y me pregunta: ¿Podría decirme cómo está la situación económica y social? De inmediato le respondo que no sé a qué situación económica y social se refiere, ¿acaso Latinoamérica?, le pregunto. Me mira sorprendido, y antes de irse me dice secamente: Usted no sabe como está la situación económica y social.