Nuno Júdice. Luis Marina

nuno-judiceEl diplomático y poeta español, Luis Marina, nos argumenta por qué considera justo y oportuno el Premio Reina Sofía otorgado al portugués Nuno Júdice, siempre desde esa perspectiva de quien pasó, sembró y cosechó algo en México.

 

 

A Nuno Júdice, en la concesión del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (*)
Luis María Marina

Luis María Marina
Luis María Marina

 

Me permitirán ustedes que les cuente una historia. Una de esas historias secundarias y accidentales que son, casi siempre, las que deciden las vocaciones en la vida. Una historia que tiene que ver con un joven poeta y el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Corría el mes de junio de 2009. Vivía yo por aquel entonces en la ciudad-galaxia, la ciudad-universo, la ciudad de México, que fue y seguirá siendo ya por siempre mi lugar en el mundo. Acaba de publicar mi primer librito de poemas, “Lo que los dioses aman” (o que os deuses amam morre jovem), en la editora mexicana El Tucán de Virginia. Un libro modesto, con los tanteos propios de un poeta primerizo, de un poeta balbuciente, el libro de un poeta necesitado de decir un qué, pero que aún no sabía demasiado bien cómo decirlo. Ese año, el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana recayó en el poeta mexicano José Emilio Pacheco. Carmelo Angulo, a la sazón Embajador de España en la capital azteca, me propuso organizarle un homenaje en la Residencia de la Embajada de España. Hablé varias veces con José Emilio. Organizamos el acto y uno optó por ceder la palabra a quienes debían ser los protagonistas de aquella tarde de poesía. Hablaron el Embajador Angulo y los poetas Marco Antonio Campos y Juan Gelman. Cerraba el acto Pacheco. Para mi sorpresa, Pacheco, en su turno de palabra, comenzó a hablar en términos injustificadamente elogiosos de mi librillo, y tuvo el atrevimiento de decir unas palabras que hablan más, claro está, de la magnanimidad de un gran poeta y de la generosidad de un hombre bueno que de las virtudes de mi libro y que, perdonen la inmodestia, reproduzco: “Hoy me toca aprender de Luis María Marina, al que por fuerza mayor no puedo ver sino como el inmigrante que llega a otro mundo y al mismo tiempo el emigrante que se despide del que fue el suyo”, dijo José Emilio, y ahí quedó, como se pueden imaginar, decidida una amistad que dura hasta hoy y asentada la voluntad de seguir este camino tortuoso de la poesía, de seguir siendo extranjero en el mundo propio y coterráneo en el ajeno, o viceversa. Quién sabe. 

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Nuno Júdice
Hoy, en Lisboa, el año que el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana recae en Nuno Júdice, tengo la suerte de compartir con Nuno Júdice la palabra. La suerte aún mayor de hacerlo de la mano de mi tierra, de Extremadura, que a lo largo de la próxima semana va a traer a Lisboa una parte, solo una parte, de su vibrante producción cultural, del trabajo que sus creadores llevan a cabo en este rincón de Europa que compartimos con Portugal; un rincón que fue y es extremo de un mundo, pero que gracias a la locura de algunos de sus hombres, nuestros antepasados, acabó por convertirse también en centro de otro mundo, en puente entre los dos Occidentes, el viejo y el nuevo. Y la suerte, por fin, redoblada y absolutamente inmerecida de que Nuno Júdice se haya referido en términos tan elogiosos a mi segundo libro de poemas, Continuo mudar, publicado por la Editora Regional de Extremadura en 2011. Pero, a diferencia de lo que sucedió aquel día de junio de 2009, no he de dejar hoy que pase por delante de mí la ocasión de celebrar, como merece, un nuevo Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana.

Si el prestigio de un premio se construye sobre el de quienes lo han recibido, nadie discutirá el del Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, que otorgan anualmente la Universidad de Salamanca y Patrimonio Nacional. Los chilenos Gonzalo Rojas y Nicanor Parra, el colombiano Álvaro Mutis, el uruguayo Mario Benedetti, el argentino Juan Gelman, el mexicano José Emilio Pacheco, la peruana Blanca Varela, la cubana Fina García Marruz, el nicaragüense Ernesto Cardenal y los españoles Claudio Rodríguez, Pepe Hierro, Ángel González, José Ángel Valente, Pere Gimferrer, José Antonio Muñoz Rojas, José Manuel Caballero Bonald, Antonio Gamoneda, Pablo García Baena y Francisco Brines. Y junto a estos, que son los grandes poetas de de nuestra lengua, los de nuestra otra lengua, la portuguesa: el brasileño João Cabral de Melo Neto, y los portugueses Sophia de Mello Breyner Andresen y, ahora, Nuno Júdice. Como en toda lista, como en todo premio, cada uno podríamos añadir este o quitar aquel nombre (yo, por ejemplo, si me preguntasen, dirían que echo de menos a algunas de las grandes voces del siglo pasado que se apagaron y ya no podrán recibirlo, como la del portugués António Ramos Rosa, la del venezolano Eugenio Montejo o la del peruano Antonio Cisneros), pero nadie podrá discutir, por un lado, que estamos ante un premio que no descubre a nadie, sino que, antes al contrario, ratifica trayectorias amplias y sólidas; por el otro, que la nómina de premiados justifica más que sobradamente su prestigio.

Y justifica, también, otra evidencia de la que no sé si somos siempre plenamente conscientes. En el siglo pasado, nuestras dos tradiciones poéticas, la del portugués y la del español, alcanzaron alturas incomparables que solo el paso del tiempo comienza a colocar en su debida perspectiva. Ante ninguna de las lenguas de nuestro entorno ceden esas alturas; a la mayoría miran desde arriba y a ninguna desde abajo. Así, si la poesía en lengua española (y uso aquí el término “español” por ser éste el preferido en América) vivió una época de esplendor en el XX, y la Edad de Plata en España (98, 14 y 27) encontró una cada vez mayor correspondencia en las Repúblicas hispanoamericanas, cuyas tradiciones, a partir del modernismo, se consolidan para destellar con un fulgor nuevo, incomparable y sostenido en el tiempo (el que le dan, por ejemplo, Octavio Paz y Jorge Luis Borges, Ramón López Velarde y Pablo Neruda), la brillantez de la tradición lírica lusa en ese mismo período histórico ha llevado a Eugenio de Andrade a hablar, con toda justicia, de una “idade de ouro” con vibrantes ramificaciones —nunca estancas, siempre de ida y vuelta— en el Brasil y, en cierta medida, en las antiguas colonias portuguesas del continente africano.

Y aun podremos precisar algo más. Dentro de esas alturas, señalará el poeta venezolano Eugenio Montejo, que amó la poesía portuguesa como pocos de entre nosotros, y que fue gran conocedor de ambas tradiciones: “Siempre he creído que la escuela poética portuguesa ha sido de una continuidad invariable, por oposición a la de nuestra lengua, que unas veces anda por las cumbres y otras se vuelve subterránea”. Hablaba Montejo de ese brillante siglo XX, que es el de Pessoa, claro está, pero también el de Pessanha y Sá-Carneiro, el de Eugénio y Sophia, el de Helder y Ramos Rosa; el de Carlos de Oliveira y Ruy Belo; el de Fiama Hasse Pais Brandão y Luiza Neto Jorge. Y si la poesía portuguesa del siglo pasado ha andado siempre por las cumbres ha sido, antes que nada, por su culto incansable a la palabra; la palabra despojada y capaz de volver a cumplir su función taumatúrgica, capaz de volver, por esa vía misteriosa de conocimiento, a explicar la realidad. No otra me parece la conquista permanente de la generación de Orpheu; no otro el fuego que la empresa pessoana consiguió rescatar de las alturas divinas y con él volver a iluminarnos. Un fuego que sucesivas generaciones de poetas se han ido transmitiendo de mano en mano, reinterpretando una y otra vez, pero conservando siempre su vitalidad por encima de diferencias de propósito e intención, sirviéndose siempre de su luz como guía.

En una tan vibrante tradición se inscribe la poesía de Nuno Júdice; a una tan vibrante tradición honra, con una obra que se extiende ya durante más de cuatro décadas y por una notable cantidad de títulos —más de una treintena, si no me equivoco; de una tan alta tradición se separa, cuando así lo considera oportuno, para fluir por cauces que son los de la gran poesía europea u otros, propios, pues han sido por esa misma voz desbrozados, que es tanto como decir creados. El propio Nuno Júdice ha sido y es uno de los analistas más lúcidos de esa tradición  (“Voyage dans une siècle de littérature portugaise”) y de la tarea que, en el seno de corriente tan poderosa, asumieron los poetas de su generación, la de los setenta, definida por el propio Júdice en estos términos: “La generación […] aparecida en los años setenta restaura la dignidad de lo retórico y lo discursivo”. Una generación que recuperó todo un arsenal de herramientas para explicar la realidad que habían sido preteridos por la generación anterior, Poesía 61, en pro de una mayor preocupación por el lenguaje puro y sus mecanismos, por el verbo descarnado. Frente a estos, los autores de la generación del setenta, continúa apuntado Júdice, eligieron un “regreso a una cierta narratividad, un juego temático que recorre tanto a lo cotidiano como a la Historia o la mitología, […] una confrontación entre referencias diversas recuperadas por el discurso en el seno de una intertextualidad consciente, que colocan a esta poesía en la senda de un Pound o un Eliot, en el aspecto más intelectual de su poesía o en lo que ella hay de juego constante con la tradición; en la de un Kavafis o un Gotfried Benn, por lo que estos tienen de rehabilitación aparentemente episódica o anecdótica de la vida cotidiana; y aun en la línea de un cierto Pessoa, el menos modernista y sin embargo del más moderno, el Pessoa-Álvaro de Campos de Tabacaria o el Pessoa-Alberto Caeiro”.

Nuno Júdice
Nuno Júdice – Ledo Ivo

De tan caudalosas fuentes se nutre la poesía de Júdice para conformar un torrente a su vez poderoso; tales son los mimbres tejidos por una voz personalísima y potente, siempre reconocible, dominadora como pocas de la amplísima variedad de las herramientas con que trabaja el poeta; una voz que, con inusitada frecuencia, se detiene para hablar de sí misma, esto es, del poema, de cómo el poema se construye al tiempo que nos construye; una voz que se cuestiona siempre, y que en la desesperanza siempre encuentra razones para volver a hablar, para volver a conectar al hombre con lo absoluto por medio de la palabra. De esa esperanza desesperanzada que es la esencia misma del acto creador ha hablado brillantemente Júdice, por ejemplo, en un poema titulado “Para que esse autor regresse”, perteneciente al libro Nos braços da exígua luz, y del que me permito traducir un fragmento: “Llegó una época de perturbación: los valores, el clima, el equilibrio de las almas… Aun el escritor, cuando pretendía ejercer su trabajo de análisis o de creación, se topaba con las insuperables dificultades de la niebla, la indecisión del discurso, la pobreza de ideas (de ideales). Su intervención volvióse pobre y difícil. Pero no se desesperó. Y, día tras día, intenta renacer, o busca apenas que, en un instante súbito, el antiguo genio regrese en plenitud al corazón de la página”.

Pero no es este tiempo para entrar en el análisis de la obra vasta y complejísima de Nuno Júdice, rica de matices y capaz de abrir senderos siempre sorprendentes. Otros lo han hecho y otros lo harán con más conocimiento de causa que uno. Sí lo es, sin embargo, para detenerme, siquiera brevemente, en dos aspectos que considero esenciales. En primer lugar, la poesía de Nuno Júdice es prueba fehaciente de que el siglo XX ha sido, para la poesía de nuestras lenguas, el de la recuperación de la fuerza creadora que habían ido paulatinamente perdiendo desde la genial ebullición de los siglos XVI y XVII. Si durante siglos nuestras tradiciones líricas, perdido aquel vigor original (de Garcilaso a Sá de Miranda, de Camões a Quevedo y Góngora) de las lenguas nuevas, se limitaron a parasitar lo que se creaba en los centros culturales de Europa, dando pie a productos poéticos escasamente originales, hoy nuestros poetas se nutren de la tradición europea en la misma medida en que la tradición europea se nutre de ellos: ¿quién discutirá que Pessoa y García Lorca, que Sophia de Mello Breyner y Pablo Neruda son el cerne mismo del mejor tronco de la poesía europea del siglo XX; qué esta no sería completa sin la obra de aquellos? La savia que circula por ese árbol es también nuestra, y esto, particularmente en tiempos como los que corremos, merece ser tenido en cuenta.

Un segundo factor al que quiero referirme, y con el que iré terminando ya, es una circunstancia que hace particularmente oportuna la concesión de un Premio de Poesía iberoamericana a Nuno Júdice. Pocos, si alguno en absoluto, de los autores de su generación ha recibido tanta atención como él en nuestro país. En particular desde la década de los noventa, cuando Júdice publicó algunos de los que quizás sean sus libros mayores (entre ellos El movimiento del mundo y Teoría General del Sentimiento), se han sucedido las antologías y traducciones de su obra a nuestra lengua; también la reflexión acerca del alcance de esta —que atraviesa ya varias generaciones de lusófilos que han escrito sobre Júdice: de Ángel Crespo a Ángel Campos Pámpano, de Antonio Sáez Delgado a Martín López-Vega. En ello, qué duda cabe, puede rastrearse una evidente “sintonía” entre los tonos predominantes en la poesía española de las últimas décadas y los que colorean la de Nuno Júdice. Tal y como subrayara Antonio Sáez Delgado, hay en la poesía de Júdice una vocación de “figurativismo trascendente” que la aproxima a ciertos veneros, los mejores, de nuestra “poesía de la experiencia”, con la que también comparte, por ejemplo, un notable compromiso con la realidad, una “conciencia crítica” que ha sido una de las razones esgrimidas por el jurado del Reina Sofía para justificar la concesión del galardón.

Júdice es leído y apreciado en España. Y no solo. Mi querido amigo el poeta mexicano José Ángel Leyva, nada más enterarse de que los destinos de mi profesión me traían a las costas lusas, a estas colinas de Lisboa, me dijo, con un deje de envidia en la mirada: “tendrás la suerte de conocer a Nuno Júdice”. Así, también del otro lado del Atlántico, también en la América de habla hispana, en sus universidades, en sus círculos literarios, entre sus lectores de poesía, la de Júdice es una presencia constante. Demostrando, por la vía de los hechos, que no hay mayor justificación para la existencia de un premio como el Reina Sofía que la de la afinidad de nuestras lenguas, la proximidad de nuestras tradiciones poéticas, la naturalidad con que obras como la de Júdice forman, ya hoy, parte de un acervo que consideramos enteramente nuestro.

(*) Estas palabras fueron pronunciadas en el curso de un homenaje a Nuno Júdice en el Instituto Cervantes de Lisboa, celebrado el pasado 4 de noviembre con motivo de la concesión del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en su edición de 2013.