Decir que esta novela colombiana es la historia de un secuestro sería banalizarla, afirma Roca para invitarnos a leer esta obra literaria de mayores alcances que la anécdota de su asunto. Narrativa inteligente, comprometida con la auténtica literatura.
MIGAS DE PAN
Juan Manuel Roca
Una de los asuntos que más sorprenden en “Migas de pan”, la novela reciente de Azriel Bibliowicz, es la construcción de un personaje fantasmal, ausente en el tiempo de la narración pero presente en toda la obra, Josué, el patriarca secuestrado de una familia judía ya asentada en Colombia y más o menos adaptada a sus costumbres.
Y digo que sorprende, pues el trato con una entidad fantasmal, se diría que evanescente, con alguien que solo vive en la evocación y en la ausencia de la cotidianidad, tiene tal carga sicológica y social que a través de los monólogos familiares, de naturalezas muertas y retazos del pasado, se nos hace humano, demasiado humano y real, para convertirse así en el eje de la historia y ejercer desde un comienzo una poderosa fascinación.
A partir de la llamada de uno de sus plagiarios llamado Turpial, la novela queda en suspenso, en el tiempo ralentizado que envuelve a la familia de cualquier secuestrado. Es fácil colegir que los familiares de los secuestrados queden a su vez cautivos del secuestro, de cualquier señal que indique algo que se parezca a la esperanza. Entonces toda la historia gira en esa noria, en la angustia del tiempo, en el carrusel de los días de espera, como si por un tiempo enajenado la vida quedara suspendida en el aire.
Es acertada y bien desarrollada la idea de que a partir de una llamada telefónica de solo 37 segundos se inicie una desazón de meses, que parecen años, una espera agobiante en la que sentimos que esperar es como mascar el tiempo. Y que quede resonando en la cabeza de Samuel, el hijo del secuestrado, que su padre, su fantacioso y teatral y singular padre está feliz en medio del cautiverio, según las misteriosas palabras del secuestrador.
Decir que es la historia de un secuestro es banalizar la novela.
En realidad es una obra sobre la condición humana, sobre su tartufismo, sobre las esquirlas que quedan en la memoria de quienes han padecido, o tal vez sus padres o sus abuelos, los campos de concentración o los gulags, recavando en la idea expresada por uno de sus bien definidos personajes: “el holocausto dividió sus mundos y congeló el tiempo de sus vidas”. Es, como dijera la gran poetisa luxemburguesa Anise Koltz en una visión carcelaria del pasado: “el futuro se nos queda atrás como una religión abolida”.
Para los sobrevivientes de campos de exterminio, de genocidios y matanzas, memoria y guerra son dos palabras sinónimas. Provengan lo mismo del tenebroso holocausto nazi, del olvidado genocidio armenio, de las masacres de gitanos, de las matanzas de los esclavos africanos o de los indígenas americanos. Así, recordando cada genocidio, era como Josué quería marcar el tiempo de los calendarios en su “Almanaque de las rupturas”, como quien mira un necrómetro para hablar de una larga e interminable historia de infamias.
También, y de qué forma, la novela trata de la dificultad de mirar al pasado confrontándolo con un presente que puede volverse de nuevo la pesadilla para seres humanos que además de tener tatuados en los brazos unos números ominosos, los tienen antes que nada tatuados en la dolorosa memoria. Y es, qué duda cabe, más allá del episodio de un secuestro y de sus amargas contingencias, una historia y un alegato sobre gentes desplazadas por la guerra, por el fanatismo, por los totalitarismos y los siniestros caudillos con bigote de mosca, como el de Hitler, o con bigotes de golondrina, como el de Stalin.
Un libro, agrego, sobre el anhelo y la búsqueda muy humanos de tener un lugar en el mundo. No en balde una de las primeras páginas de la anterior novela de Bibliowicz, “El rumor del astracán” da cuenta del robo de su maleta a un inmigrande judío en su nueva ciudad andina, de un amasijo de su ropa vieja, como en una metáfora del cambio de piel, de una especie de reinvención de la vida.
En “Migas de pan” el autor vuelve a incorporar la valija como un simbolo o, si se quiere, como parte de una triste heráldica judía, cuando Leah, la mujer de Josué le repite como un mantra interminable: “A los judíos nos ha tocado vivir con la maleta hecha debajo de la cama”.
La maleta, un simple y útil objeto creado para el trasiego, se vuelve así un sinónimo de desplazamiento, aunque en el caso de los primeros judíos en llegar a Colombia fuera también un sinónimo de oficina ambulante. Muchos no querían deshacerla ante la idea intermitente de un regreso a casa, así no hubiera casa.
Entonces uno recuerda el poema de Bertolt Brecht en su último y espléndido período, titulado “El cambio de rueda”: “Estoy sentado al borde de la carretera, /el conductor cambia la rueda. /No me gusta el lugar de donde vengo./ No me gusta el lugar a donde voy./ ¿Por qué miro el cambio de rueda/ con impaciencia?”.
El secuestro del padre, de un hombre fabulador que hacía teatro hasta cuando ejercía el comercio, es el detonante en la novela de Bibliowicz para hablar del mundo judío incrustado en una Bogotá que empezaba a abandonar su condición de aldea en lo urbano, pero no su condición aldeana en su carácter discriminatorio y desconfiado hacia lo desconocido, un temor al otro que aún persiste y en el que hay un alto componente racista
Josué ha decididido construir una casa para su familia, pero en realidad lo ha hecho para levantar un “gabinete de maravillas”, ese lugar que siempre se mueve entre la realidad y la ficción, entre la historia y el fetiche y que en los siglos XVI y XVII fue una especie de conato de lo que hoy llamamos museos, una mezcla de descubrimientos asombrosos para la época, de algunos mitos y creencias agoreras del pueblo, de naturalezas muertas que se instalaban entre la belleza y el gusto teratológico por los fenómenos “sobrenaturales”, algunos de ellos legendarios como el gabinete instaurado en Rusia por Pedro el Grande, el Zar de la dinastía Romanov que fundó San Petersburgo a orillas del Neva.
Encerrado en su gabinete, y ahora encerrado en algún lugar ignorado tras su secuestro, “fabricaría su éxodo, su propia dispersión, su tierra prometida”. Hace entonces de ese sacralizado espacio una diáspora de entre casa, algo así como el exilio de sí mismo para hablar a sus anchas con la historia y con el mito.
Josué se hizo ciudadano de su gabinete, de un refugio ante el no-lugar del inmigrante. En ese escenario fabuloso se convierte en actor, en director y hasta en su propio público. Es un mundo teatral y autónomo, casi que pudiéramos decir que vive secuestrado por sus obsesiones, mucho antes de ser secuestrado por no se sabe quién y, por supuesto, en no se sabe dónde.
En todo ello también se vuelca su anhelo de levantar un lugar lejos de la evocación de la arquitectura nazi o de los gulags, de esa geopatía o enfermedad del paisaje que son las construcciones construidas para el confinamiento y el exterminio.
Es un lugar en el que no tendrá que beber la “negra leche del amanecer”, ni mucho menos vivir en “una fosa en el aire”, para decirlo con los versos del entrañable lírico rumano Paul Celan (“Fuga sobre la muerte”), cuyos padres murieron en los hornos crematorios de Auschwitz. Josué se inventa en su gabinete lo que René Char podría llamar en otro contexto “un contrasepulcro”.
Muchas páginas de “Migas de pan” están cargadas de una discreta poesía y de una prosa castigada y precisa. La precisión del lenguaje hace pensar que las suyas no fueron palabras buscadas para contar una historia sino encontradas por los hechos mismos. Se trata de una novela que nos deja habitados de sombras, pero también que nos llena de luces y de innumerables preguntas sobre el devenir y la condición humana.
Bibliowicz, Azriel. “Migas de pan”. Editorial Alfaguara. Bogotá, 2013. 263 páginas