José María Espinasa afirma que la poesía colombiana era, hasta hace muy poco, desconocida en México. Hoy goza de numerosos lectores y conocedores de su quehacer lírico. Pero hay algunos que, como Benavides, apenas comienzan a valorarse.
Horacio Benavides: De una a otra montaña
José María Espinasa
Cuando nadie
Llama en la puerta
Es Ulises el que llega.
Horacio Benavides
Hace años –unos veinticinco- la poesía colombiana se reducía para los lectores en México a un solo nombre: Álvaro Mutis. La razón era novia: Mutis, además de ser un extraordinario poeta, vivía entre nosotros y ha sido, desde su llegada al país a fines de los años cincuenta, un protagonista de nuestra cultura. Algo similar ocurría con la narrativa: se centraba en un solo nombre, Gabriel García Márquez. Mientras que literaturas como la argentina la peruana, la chilena, la cubana o la española mostraban cierta diversidad la colombiana no, y eso se traducía en el imaginario colectivo en una imagen de pobreza. El propio Mutis habla a los que quisieran escucharlo de León de Greiff o de Aurelio Arturo, pero esos poetas –grandes poetas– no arraigaban en los lectores mexicanos.
Un narrador iconoclasta rompió esa situación, Fernando Vallejo. También vivía en México y dedicó a otro poeta colombiano, también vinculado a nuestro país durante muchos años (aquí murió), Porfirio Barba Jacob, una extraordinaria biografía y lo volvió a situar en el panorama literario. Vallejo había llegado a México en los primeros años setenta, para hacer cine, y aquí se quedaría los siguientes cuarenta años. Después de algunas películas su prestigio crecería con novelas notables alcanzaría un estatuto similar al de sus compatriotas colombomexicanos, García Márquez y Mutis (quien también se había pasado a la novela), con La virgen de los sicarios.
¿Y los poetas? Se hablaba algo de Fernando Charry Lara o de una joven promesa, Juan Gustavo Cobo Borda, pero poco más. Desde entonces las cosas han cambiado mucho. Poetas muy importantes, como Giovanni Quessep y Raúl Gómez Jattin fueron publicados por el FCE y la editorial Verdehalago publicó una extensa antología de la poesía colombiana del siglo XX, “Tambor en la sombra”, en 1996, hecha por Henry Luque Muñoz. Esa publicación es clave para una nueva lectura de esa lírica desde México.
Ya antes había circulado en México una edición de la poesía reunida de Juan Manuel Roca, editada nada más y nada menos que por Planeta, editorial poco dada a la poesía. Con el tiempo Roca se ha vuelto el punto de referencia para el lector mexicano y ha sido profusamente editado en México, mientras que su contemporáneo Cobo Borda se ha desdibujado como poeta, mientras crece la presencia entre nosotros de escritores como Darío Jaramillo, R. H. Moreno Durán y William Ospina, pero más por su faceta de narradores y ensayistas que por la de autores en verso.
Fueron los festivales de poesía, en especial el de Poetas del mundo latino, los que facilitaron el conocimiento de algunos poetas, no sólo Roca, asiduo visitante y multipublicado en México, sino otros como Jota Mario Arbeláez, Piedad Bonnet y Santiago Mutis Durán entre otros. A su vez los festivales de poesía en Colombia suelen tener entre sus invitados a poetas mexicanos, lo cual ha provocado no sólo mayor conocimiento e intercambio sino un cierto número (tampoco excesivo) de lectores interesados en la poesía de Colombia en México.
La antología de Luque Muñoz tenía la enorme ventaja de ser extensa y diversa, a veces más una muestra que una antología, con un bien hecho y útil prólogo que dibujaba relevos generacionales y aventuras individuales, señalaba la importancia de las generaciones de Piedra y cielo, Mito y los Nadaístas, y hablaba también de escritores más jóvenes que eran aquí absolutamente desconocidos. Fue en Tambor en la sombra que el lector mexicano tuvo las primeras noticias de Horacio Benavides, poeta nacido en Cali, Colombia, en 1949, y que recientemente ha recibido el premio Nacional de Literatura en su país.
Mucho menos conocido que Roca fuera de Colombia, es también un extraordinario poeta, con una estética muy distinta, mucho más concisa y sintética. Su Poesía reunida se publicó en 2008 por la Universidad Nacional de Colombia, con el título De una montaña a otra, y se abre con un libro, Las cosas perdidas, de 1986 (aunque la solapa consigna uno anterior, Orígenes, de 1979). La geografía colombiana es singular y abrupta, las altas cumbres de los Andes no la divide en dos sino en tres y va del Atlántico al Pacífico, en un paisaje de singular belleza. Pero ese título me hizo pensar en aquellos hombres del monte que se comunican de una montaña a otra con humo, tambores o luces, en un diálogo de la cercanía y la distancia, distinto en cierta manera del que propone la imagen más frecuente de la otra orilla.
Se cuenta entre los círculos académicos, la historia de un libro muy sesudo sobre una lengua indígena que, cuando se presentó, provocó la siguiente anécdota: el gobernador del Estado en el que se hablaba dicha lengua decidió hacer una presentación por todo lo alto de un libro que, evidentemente, por su especialización, estaba destinado a pocos lectores. Se escogió el lugar para la presentación, dictado por la retórica –un lugar en el que se hablara dicha lengua–, con la participación de lingüísticas y antropólogos y –claro– un hablante de la lengua.
Durante dicho solemne acto, después de oír las disquisiciones sobre el texto el susodicho hablante dijo que creía que había un error, pues esa lengua de la que trataba el libro no era la que él y los de su pueblo hablaban, sino la que hablaban los de la montaña de enfrente. Entre los nervios de los organizadores y las risas divertidas del público, nadie atendió a lo que decía en realidad ese presentador: la lengua no se habla, se oye, y por eso es siempre la que habla el otro, y para él el otro, está en la montaña de enfrente.
Así, yo pienso en la poesía de Benavides como algo que se oye “de una montaña a otra”, pues una de sus cualidades es la capacidad de escucha. Vean por ejemplo, en especial los dos últimos versos, su manera de escuchar en “El arroz”:
Es como el bajo
en la orquesta
blancura propicia
a la melodía
hermosura blanca
el arroz anda
Con pies de paloma.
Cuando entre los lingüistas se designa a quien habla una lengua como “hablante” intuyen que en realidad quieren decir oyente. La poesía es en ese sentido escucha y Benavides cumple plenamente esa idea. Muchos de sus poemas dibujan un bestiario en donde la imagen es una imagen sonora, como en “Rana”, el poema del que está tomado el epígrafe de estas notas:
Muchacha
Entre las ranas de la charca
Una canta para ti
Es tu príncipe
Sus poemas impactan por su sencillez reconcentrada, por su transparencia, por el poder alusivo de las palabras. Cuando utiliza un término como título lo hace con la intención de que se cargue inmediatamente de contenido previo, por ejemplo rana o elefante o gallinazo, son palabras que de facto provocan una visualización, y provocan también una historia previa que ya no es necesario contar. De ella parte el poeta para crear su imagen, para ella si no necesita contra tampoco necesita explicar, sólo describe y de la descripción se desprenden nuevos niveles de significación. El arranque es puramente empático y aunque evidentemente tiene una carga cultural su sentido más propio es cotidiano y afectivo.
Escribir es, para Benavides, como alguien que canta en voz baja, casi murmurando, y hay que acercarse para oír la melodía que tararea. Ya descubierta uno entiende sus palabras como fruto de la transparencia. Este señalamiento del que canta para sí mismo indica una poesía sin histrionismo, sin gritos, incluso sin reclamos (cuando los hay, son casi siempre celebratorios), y de allí, de su condición interior e interiorizada viene en parte su melancolía. No se autoriza a si misma el resentimiento pero tampoco la celebración vacía.