José Ángel Leyva
Juan Gelman, ese amigo entrañable que ya comienzo a echar de menos, me deja, además de su ausencia, una enseñanza invaluable, su ejemplo. Por alguna razón siempre lo asocié con José Revueltas, quizás por su rebeldía a toda prueba, por la inconformidad estética, por tener un trasfondo místico en su ateísmo, por su calidad humana, por su humor, por la lealtad a las palabras, por el coraje, éticos sin ambages, incesantes buscadores de la búsqueda.
Cuando su nieta Macarena apareció, en el año 2000, pregunté a Juan si no había pensado en claudicar en su búsqueda que se antojaba imposible. Me miró con esa mirada noble y comprensiva que muchas veces me obsequió en nuestra cada vez más entrañable amistad: “José Ángel, el hombre ¿es memoria, o qué?” Juan cerró capítulos de esa demanda de justicia por los crímenes cometidos por las juntas militares de Argentina y Uruguay contra su hijo Marcelo Ariel y su nuera María Claudia Irureta, y por la desaparición de su nieta nacida en cautiverio. El gobierno uruguayo realizó en el 2013 un acto de desagravio contra las víctimas y Macarena; la nieta de Gelman, cosas de la vida, estaba representando ya la lucha de su abuelo.
La partida de Gelman me deja su ausencia, cierto, pero también la alegría de haberlo conocido, el privilegio de su amistad y la certidumbre de que la vida y la poesía son una, de que hay personas como Juan Gelman en quienes la humanidad se redime.
Luego de haber concluido parte de esta búsqueda justiciera, para Gelman sólo quedaba la poesía, a la que le fue fiel hasta el último de sus días. No había regocijo ni satisfacción en sus logros, quizás sí, cierto alivio político. Fue en ese momento, una vez concluidos los procesos judiciales, y tras una larga conversación, que escribí este poema, no sólo dedicado a él, sino en homenaje a él.
Querido Juan, en donde estés, todo mi respeto, mi cariño y mi celebración por haberte encontrado en el camino.
Tres cuartas partes
A Juan Gelman
Un puñado de tierra no es un hombre
Tres cuartas partes hacen del sueño la sustancia
el soplo cerebral de un fuego que se olvida
el temblor del ojo ante la carne
Fugaz imprime la gravedad del día
En pausas respira noches cargadas de rocío
iluminadas por antorchas y lámparas de ancestros
que pusieron a secar preguntas y piel tras el naufragio
No se seca –es verdad—la claridad de la experiencia
No hay certeza de ser ni de encontrar respuestas
La incertidumbre abre las válvulas del hambre
del dolor la comezón la tempestad el alba
Cuántas veces la mano suelta una señal de bienvenida y duelo
incapaz de sepultar o de esparcir el polvo de un corazón a otro
de detener las letras que se fugan del cuaderno de notas en la mesa
De la ignorancia a la pregunta los párpados se abren y se cierran
perplejos a esa luz que viaja oculta por la almohada
visible en lágrimas sin sal pendientes de la tierra
No son escombros de ayer sino las ruinas
de un porvenir hecho de olvido
una lengua desierta de confianza y aire
No prescribe la justicia si hay mañana
Se pueden ver con nitidez las plantas
de imágenes de un yo seguido de los otros
La multitud del sur buscando un norte
sin nada que vender ni recibir a cambio
tan sólo la raíz que pone vertical a la memoria
Sobra tiempo y sed para esperar la muerte
bajo el árbol sin hojas que da sombra
La ausencia de dios ahuyenta el miedo
El padre y el hijo activan la sinapsis
que deja ver la mutua soledad bajo los puentes
las tres cuartas partes líquidas del hombre
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