El poeta colombiano comparte este ensayo sobre el sentido trágico de la vida en la literatura alemana y nos advierte que la libertad está amortajada.
ESQUIRLAS TRÁGICAS DE LA LITERATURA ALEMANA
Juan Manuel Roca
Hermoso como para matarse, fué la expresión del poeta romántico Heinrich von Kleist, cuando escuchó a Henriette Vogel cantar.
Con ella habría de suicidarse tiempos después a orillas de un lago en el camino de Postdam, no sin antes negarse a cenar y tras dejar una escueta nota en la pieza del hotel en el que se alojaban. “Cenaremos mejor esta noche”, escribió en la esquela, como si la muerte fuera un banquete de bodas, como si la muerte fuera un secreto de suave misterio compartido.
Esta rara e inquietante expresión, “hermoso como para matarse” tiene sin duda un sesgo profundamente germánico, el sentimiento de lo trágico, la honda pasión alemana que exalta la vida hasta la muerte en casi toda su literatura y en casi toda su lírica.
Marcel Brion, el agudo germanista autor de La Alemania romántica, habría de reincidir no pocas veces en ese aspecto cuando recuerda las palabras del poeta August von Platen, un aserto que parece dar continuidad a la expresión de Kleist tras escuchar el canto de Henriette Vogel: “Quien haya contemplado con sus ojos la belleza está ya consagrado a la muerte”.
Por momentos, la de Heinrich von Kleist y la de otros creadores alemanes, parece ser de la misma estirpe del anhelo de los más empecinados alquimistas que buscaban el hallazgo de la moneda de una sola cara. La cara oculta del trasmundo y de lo escondido, cierta vocación ocultista que aparece en las obras de Hoffmann o de Novalis, quien reafirma sus pesquisas y su discurrir cuando dice que “todo lo visible descansa sobre un fondo invisible; lo que se oye, sobre un fondo que no puede oírse, lo tangible sobre un fondo impalpable”.
Kleist, tras acometer sin tregua cientos de peregrinajes por todos los rincones de Alemania, un poco al garete y sin un rumbo fijo, un poco como judío errante albergado en sí mismo, al igual que en sus silencios y en su desazón frente a la vida social o en sus fugaces y equívocos encuentros amorosos, daba la impresión de ser alguien que sentía el paso de la vida y del tiempo mientras miraba con impaciencia su necrómetro.
Stefan Zweig, el escritor austriaco que escribiera tan agudas semblanzas de escritores alemanes, como la de Goethe, fue otro escritor marcado con tizne por la tragedia. Hubo de padecer la primera gran guerra europea de 1914, una guerra que solo terminó para que Alemania entrara, con Adolfo Hitler a la cabeza de un ejército exultante de necio patriotismo, a una nueva y feroz confrontación.
Luego vendría la persecución nazi, el miedo, el exilio antes de su suicidio en Brasil.
Zweig escribió en La lucha contra el demonio algo muy certero sobre el derrotero de Kleist que parece ser también el camino, el rechazo y la atracción del propio escritor austriaco y de tantos otros escritores alemanes: “sabe perfectamente adonde lo empuja esa fuerza desconocida, al abismo, pero lo que ya no sabe es si verdaderamente huye de ese abismo o si marcha a su encuentro”.
Páginas después, en el mismo estudio sobre la vida del autor de Pentesilea, agregaría que Kleist “es el gran poeta trágico de Alemania, no por su propia voluntad, sino porque forzosamente su naturaleza fue trágica, y su existencia, una tragedia”.
¿No podría decirse lo mismo de Hölderlin? ¿Lo mismo de Trakl? ¿Inclusive de Paul Celan? Y entre los narradores, ¿no podía decirse lo mismo de Alfred Döblin, escritor expresionista y socialista del grupo Espartaco que acompañó a Rosa Luxemburgo, que tras huir de la Alemania nazi y recorrer como refugios de paso a Suiza, Francia y algunos lugares de América, retorna tras la caída del nazismo a morir, solitario y sin esperanza, en un hospital del sur de su país.
Resulta extraño asomarse a la obra de un centenar de escritores alemanes sin ser asaltados por ese sentido profundo de lo trágico.
Algunas veces este rasgo proviene de la percepción de una irreparable ruptura entre creación y cultura. Por lo menos así lo entiende Nietzsche a propósito de quien Walter Muschg llamaba “uno de los grandes infelices y amargados al estilo del fin de siglo”, Schopenhauer.
Decía Nietzsche que naturalezas como las de Schopenhauer “odian más que la muerte el hecho de que las apariencias sean necesarias, y su amargura constante a causa de esto las vuelve volcánicas y amenazadoras. De tiempo en tiempo se vengan de su enmascaramiento obligado, de su discreción forzada. Salen de su cueva con un semblante terrible; entonces sus palabras y su actos se convierten en explosiones, y hasta es posible que se aniquilen ellos mismos. Shopenhauer vivió en este peligro. Precisamente estos solitarios son quienes necesitan amor y compañeros, ante los cuales puedan ser sinceros y sencillos como ante sí mismos y en cuya presencia se acabe la convulsión del callar y el fingir”.
Parecen palabras escritas a propósito del propio Nietzsche, de su permanente estado de combustión interior. Y a propósito de sus voces “volcánicas” y no pocas veces “amenazadoras”.
“¿Qué pensaba Shopenhauer de la tragedia”?, se preguntaba Nietzsche, y se respondía que si el mundo y la vida no podían satisfacerlo, por lo tanto no merecían prestarle su (nuestra) adhesión. Quizá se puedan interpretar estas palabras del autor de Así hablaba Zaratustra, que despegan de expresiones del mismo Shopenhauer, como que la falta de adherencias a la vida y rechazo del mundo conducen sin duda a la tragedia y a la negación de lo dionisíaco.
En El origen de la tragedia, el embriagado libro del mismo Nietszche, tras sus reflexiones sobre el pesimismo y sobre el hecho paradójico de que los griegos, a quienes juzga como el pueblo más bien avenido con la vida, necesitaran echar mano de la tragedia, nos deja unas señales crepusculares.
Quizá sea por el hecho de que toda cultura, por avanzada que sea, no deja de sentir profundas insatisfacciones con la existencia.
Quizá de allí venga la necesidad del arte y, por sencillo silogismo y por oposición a la pedestre realidad, necesitemos de la tragedia. Esto es algo que afirma de muchas maneras Federico Nietzsche y que volvemos a encontrar en casi toda la literatura germana, en un arco que podría ir desde las sagas medievales hasta los mitos y a la locura que avasallaron a Hölderlin, tras su sueño de Grecia y una extraña nostalgia de lo no-vivido.
“Más dolorosamente arde hacia el dichoso país del pasado,/ hacia los templos de los griegos,/ nuestra nostalgia imperecedera”. (Hermann Hesse, Oda a Hölderlin, fragmento, traducción de Rodolfo E. Modern).
Quizá la mayor parte de los rasgos de tragedia que recorren la literatura alemana provengan entonces de esa fisura entre el individuo creador, el que no tiene señorío en un mundo hueco y calcáreo, y los pases magnéticos de la uniformidad social, de la resignación y la construcción colectiva de ese edificio sin bases que es la satisfacción.
Karl August Horst, estudioso de los caracteres y tendencias de la literatura alemana del siglo XX, señala que Thomas Mann, un hondo humanista, sentía con claridad como una suerte de litigio impostergable el que raramente hubiera “correspondencia entre el genio y la sociedad”.
Esa escisión es de entrada un aspecto trágico que si bien asedia a todas las culturas y a todas las sociedades, tiene un acervo en la Alemania que puede ir de Goethe o de Strindberg o de Hölderlin hasta Paul Celan o Georg Trakl o Gottfried Benn. Este último, que alguna vez fue atraído por el nazismo, nunca dejó de develar y de recabar en su reiterada “preocupación angustiada por el destino trágico del hombre”.
Hay tragedia en Nelly Sachs, alguien que llevaría al plano de sus poemas ciertos rasgos de la trágica tradición de La Biblia y, por supuesto, del holocausto de su pueblo, el judío: “Estamos tan lastimados/ que creemos morir/ si la calle nos arroja una palabra maligna./ La calle no lo sabe,/ pero ella no soporta tal carga;/ no está habituada a ver que se descerraje sobre ella/ un Vesubio de dolores”. (Estamos tan lastimados, fragmento, traducción de Rodolfo E. Modern).
Hay tragedia en la obra de una solitaria mujer del movimiento expresionista, Else Lasker-Schüller, en sus poemas escritos durante su exilio, unos poemas cuyos versos están siempre untados de una feroz melancolía y, por supuesto, de una visión desgarrada del mundo: “En casa tengo un piano azul,/ y no conozco, sin embargo, una sola nota”, dice en su poema Mi piano azul.
La discrepancia de los grandes creadores con su época, se dirá, no es propiedad o condición única de las letras alemanas, pero pocos como Nietzsche y como el propio Thomas Mann han señalado con mayor agudeza la soledad del hombre libre y su deseo de crearse una moral particular, pudiera decirse que privativa de su genio, propia e irrevocable.
Podría hablarse de una suerte de pleitomanía del carácter alemán en sus letras en lo que atañe a la aceptación de su realidad social, no obstante como nación se viera pastoreada por los pases hipnóticos de un oscuro y mefítico caudillo.
La tragedia del escritor alemán es algo que muchas veces ocurre en la obra antes que en la vida, como si se estuviera predestinado a ella, como si hubiera una elección natural.
Es trágico el suicidio de Karoline Günderode y su poesía en donde “puede doler la dicha”, el exilio de Hermann Hesse durante la primera guerra mundial, es cerrera y prematura la amargura juvenil de Döblin, como es amarga la huida de Walter Benjamin de la Alemania nazi hacia el suicidio, o la mirada penetrante de Bertolt Brecht en torno a la miseria humana y su duda de cantar al árbol en estos tiempos sombríos, como recordándonos que en él, además del fruto, puede pendular el ahorcado. Es de la misma materia trágica su Epitafio: “Escapé de los tigres,/ a las chinches alimenté,/ pero fui devorado/ por las mediocridades”.
Trágicos, amargos, son los versos de Paul Celan. Y trágica, también, su muerte. Tras beber la “negra leche del amanecer” y padecer el sentimiento de que “la muerte es un maestro de Alemania” que “silba a sus perros”, que “silba a sus judíos” y los “hace cavar una fosa en la tierra”, Celan termina por arrojarse en las aguas del Sena.
Trágicas son las palabras de Rainer María Rilke: “El que ahora no tiene casa, no la construirá jamás,/ el que ahora está solo, lo seguirá estando largamente,/ y velará y leerá y escribirá extensas cartas,/ cuando las hojas sean arrastradas por el viento”.
Miedo y locura y un sentimiento de “caída”, exasperación y negras videncias, conforman la vida angustiosa de Georg Trakl.
El atormentado devenir de Trakl que lo espera desde los resquicios del sueño y de la miseria de la droga, su inclinación incestuosa hacia su hermana Gretl (“hermana del tempestuoso desconsuelo”), la melodía interior que se le impone como un oscuro llamado, su doble creencia de pertenecer a una “raza maldita” y de presentir la caída sin reparos de Occidente, el ritmo de un espanto creciente frente al mundo, el abandono paulatino de la razón que haría metástasis después de la batalla de Grodek, son algunos signos de su honda e inevitable tragedia, de su hondo e inevitable fatalismo crepuscular.
Al estar obligado, en su trágica y absurda condición de enfermero del ejército, el poeta, que es alguien que por su exacerbada sensibilidad podría haber sido el camillero de sí mismo, alguien sin valor ni sangre fría para mirar heridas sin ser herido por ellas; al estar impelido a asistir a un centenar de soldados moribundos, Georg Trakl sufre un acceso de locura y con ello un primer intento de suicidio que luego, poco tiempo después, cumplirá en un hospital de Cracovia tras una sobredosis de cocaína.
Ni siquiera tras esa batalla de Grodek, que terminó siendo una batalla contra su vulnerada sensibilidad, lo abandona una lucidez lacerada que es la materia de sus versos: “La noche abraza/ a guerreros moribundos, la queja feroz/ de sus bocas destrozadas”.
Esas señales, esos signos, ese silabario plasmado en su doloroso poema, conforman el cuadro clínico de su pérdida de la razón. “Todas las calles confluyen en negra podredumbre”, dijo en el poema de Grodek, en ese que resulta ser uno de sus más estremecedores poemas. Son todas estas señales unas cuantas esquirlas que conforman una totalidad trágica y escindida, las huellas de su “revelación y caída” que se ponen de relieve en toda su obra.
Y otra vez Rilke, aquel que contradiciendo a los viajeros que llegaban exultantes a París, diría en sus Cuadernos de Malte: “¿De modo que aquí vienen las gentes para seguir viviendo? Más bien hubiera pensado que aquí se muere”.
El sentido de lo oscuro, de los espacios vejados, de los lugares enfermos, en fin, de toda una geopatía de paisajes lacerados, son sin duda una fuente muy germana para la creación literaria y, por supuesto, para la creación pictórica.
No es que sea la única fuente, pero sí, posiblemente, la más constante en sus letras. Como lo es también, en muy buen grado, el escepticismo. En Nietzsche se da frente a la moral de tradición, a la que opone, como después lo harían los expresionistas, una voluntad individual.
Ya lo decía María Luise Kashnitz señalando el ámbito trágico de la historia alemana enmarcada en la europea: “Este continente arruinado,/ la patria de la intranquilidad, del odio entre hermanos,/ de la revuelta, del pecado”.
Lo mismo ocurrirá con la poesía de Nelly Sachs. ¿No es la suya pura tragedia, en el sentido griego del canto heroico? Es una lírica que canta con dolor el padecer del pueblo judío a la llegada de Hitler: “los colores sin patria del cielo cuando anochece”.
Quizá, como lo expresara uno de los poemas alemanes más estremecedores y a la vez más traducidos en el siglo XX, Fuga de la muerte, de Paul Celan, habría que volver a recordar que “la muerte es un maestro de Alemania”.
No es que la literatura alemana sea una coral cantando la misma y monocorde tonada. Es que hay, más allá de espurios nacionalismos, esos rasgos trágicos muy germanos en su poesía y en su literatura. Repito. No es que la tragedia sea privativamente un tema de las letras alemanas, que es un asunto secular en toda la literatura y en toda la poesía universal. Pero creo advertir que uno de los más poderosos de esos rasgos, podría decirse que el epicentro de las preocupaciones de la mayoría de los escritores alemanes, es el sentido de lo trágico, de la expulsión del paraíso, de la inminencia del dolor y la caída. “El que ríe no ha recibido la terrible noticia”, afirmaba Bertolt Brecht.
Son innumerables las imágenes vinculadas a la tragedia en toda la lírica alemana. Recordemos de nuevo a Else Lasker-Schuller, que veía la noche como una reina madrastra. La noche, ya no como cobijo y como recinto propicio para el sueño o el festejo, sino la noche como una impuesta y oscura potestad que se cierne sobre el día.
Desde Goethe. Desde Hölderlin. Desde Hoffmann. Desde Georg Büchner, el impaciente que retomaba de la Revolución Francesa la frase libertaria de “¡Paz a las chozas! ¡Guerra a los palacios!”. Desde sus raíces medievales y aún sin tomar a Kafka como alemán, desde Lichtenberg hasta Walter Benjamin, con Karl Krauss, con Gotttfried Benn, con Heinrich Böll o más recientemente con Hans Magnus Enzensberger (bastaría con leer su dramático poema de largo aliento El hundimiento del Titanic), las letras alemanas no olvidan ni escamotean la tragedia y la miseria humanas, con humor algunas veces, y con ironía muchas otras, tal como aparece en esos retablos esperpénticos de El tambor de hojalata, que quizá sea la obra cimera de Günter Grass.
La tragedia, sí, vive a cualquier hora y en cualquier lugar del mundo preguntando por el domicilio del hombre. Por esto siempre, a lo largo de su magnífica y miserable historia, ha sido un tema fundamental, una trama secular para todo el gran arte.
En todo ello, en todo ese encabalgamiento de angustias y de frustraciones, de señales escritas desde el laberinto, se asiste a la persistencia constante alrededor del sueño y de las utopías, aunque, de nuevo, estas resulten una y más veces trocadas en pesadilla.
Pudiera colegirse que en algún amplio capítulo de una posible historia universal de la tragedia, los escritores alemanes llenarían un amplio espacio de tan tormentosa escena.
Ellos fueron, al mismo tiempo que corresponsales del sueño, unos severos e incansables estafetas que anunciaban el correo de la muerte, algo que la humanidad ha asociado desde antiguo con el espíritu trágico. Pero también, en muchos casos, fueron quienes más buscaron en los siglos XIX y XX un espacio liberatorio en el sueño de ver al hombre libre de servidumbres.
“Si un día –decía de manera asertiva Heinrich Heine-, la libertad tuviera que desaparecer de la superficie del mundo, un soñador alemán la reencontraría en el fondo de sus sueños”.
A lo mejor sea esa búsqueda pasional la que nos recuerde a cada tanto que casi siempre, y en todos los ámbitos de la vida y del mundo, la libertad permanece amortajada.