Eduardo García Aguilar evoca la imagen del poeta canario fallecido el pasado 5 de marzo de 2014. Los recuerdos de García Aguilar viajan de Palmas de Gran Canaria hasta las calles de Bogotá.
LA ISLA DE LEOPOLDO MARÍA PANERO
Eduardo García Aguilar
Hace unos años me encontraba en la isla Las Palmas de Gran Canaria, donde estuvo Cristóbal Colón antes de partir hacia América y por las noches recorría callejones antiguos poblados por fantasmas de viajeros que ahí se apertrechaban y realizaban sus últimos rezos previos a la aventura en ultramar.
En el casco viejo se siente la historia y al cruzar las plazoletas iluminadas por la luna se capta la paz de los aljibes nocturnos. Sobre la piedra de las calles deambulan espectros de agitados viajeros, monjes, escribanos, espadachines, conquistadores de metal. Y uno se sienta entonces en un banco de piedra para mirar de frente la modesta iglesia donde Colón y sus hombres solían asistir a los oficios religiosos antes de que las tres carabelas partieran raudas en 1492 y después en otros viajes en busca del Atlántico desconocido.
La iglesia de piedra estaba ahí antes del descubrimiento de América y los hombres que la visitaban entonces vivían en un mundo donde tales islas eran lo más lejano conocido hacia Occidente, como si estuvieran situadas al borde de un precipicio o cascada apocalíptica, lo que no deja de ser cierto, pues emergieron del fondo de las aguas gracias a la actividad de las placas tectónicas y son la punta visible de altísimas montañas sumergidas en el agua salada del océano.
De noche me internaba en viejas tabernas situadas en pétreas edificaciones de mil años y allí escuchaba la música andaluza de fusión o a veces la caribeña, porque los canarios poblaron Venezuela, Dominica y Cuba, creando vasos comunicantes que aún persisten. Los emigrantes aventureros convertidos décadas después en "indianos", como se les llamaba entonces, regresaban ricos a la Gran Canaria a pasar sus últimos años en la tierra de origen disfrutando de su plata.
También solia buscar los restaurantes de comida de mar, donde de noche disfrutaba deliciosos platos de pescado fresco en un ambiente de taberna y después de los vinos volvía a fatigar las callejuelas empredadas que desearía practicar otra vez. Pero eran solo paseos de la noche Canaria bajo la luna y las estrellas. Desde el Hotel, al lado del viejo Ateneo decimonónico, percibía la iluminación de esa plaza artística más moderna y en el bar restaurante del primer piso lleno de gente seguía con el vino y el bullicio. Vida de isleño en la confluencia de los mares.
El día lo dedicaba a la exploración de libros y otras calles modernas, lejos de la piedra antigua. Las Palmas de la Gran Canaria es la tierra de Benito Perez Galdós (1842-1920) y la Feria del libro que visitaba estaba dedicada a este personaje enorme, que es como una montaña de la literatura española e hispana en general, un realista hermano de Tolstoi, Dickens y Zola, escritor río que hacía política y escribía en los periódicos como era entonces de uso para todos los escribidores.
Una delicia recorrer esa feria Canaria volviendo a tocar los libros publicados en España, ediciones que nos acompañaron muy temprano y se reencuentran en los puestos de libros de ocasión que pululan en los laberintos de la fiesta librera. Pérez Galdós estaba en todas partes, padre y monumento de la isla.
En uno de esos lugares empecé a mirar al azar libros usado y encontré en una de las estanterías dos libros del poeta y narrador colombiano Nicolás Suescún, autor de Retorno a casa, uno de los grandes cuentos de la narrativa colombiana. Y junto a esos libros de Suescún, otros de autores colombianos de su generación, como si se tratara de un pequeño islote colombiano entre el océano de libros hispanos recalados en las playas de la gran isla.
En esas estaba, con los libros de Suescún en mano, observando el precio, cuando un demente, alto, de rostro muy arrugado, pálido, devastado, desdentado, desarreglado y de mirada intensa y desquiciada se me acercó y me dijo, "no, no compre esos libros" y me llevó con él a una mesa donde tenía expuestos los suyos. ¿Me espiaba porque tal vez vendía él su biblioteca o la de su familia, llena de libros colombianos cuya posición en la estantería conocía?
Era Leopoldo María Panero (1948-2014), poeta que falleció en la isla donde se internó de manera voluntaria hace años en un establecimiento siquiátrico. Allí se sentía protegido de la civilización de los "normales", adultos con quien peleaba desde su adolescencia, excrecencias del viejo franquismo y probablemente mucho más peligrosos que los hermanos de Antonin Artaud.
Establecí con él un dialogo donde se refirió a que María Mercedes Carranza fue novia de su hermano y me contó otras historias íntimas de su relación con Colombia, conocida a través de su "cuñada". Y al final me convenció de comprarle su libro "Así se fundó Carnaby Street", que me dedicó con letra caótica de vampiro, al mismo tiempo que apuraba un cigarrillo sin filtro.
Hijo del viejo poeta y prohombre franquista Leopoldo Panero y hermano del poeta Juan Luis, Leopoldo María perteneció a una familia autoritaria afín al viejo caudillo, con la que estuvo relacionado el poeta colombiano Eduardo Carranza en sus tiempos de diplomático laureanista y que ha sido descrita en El desencanto, de Jaime Chávarri, documental de culto porque mostró la decadencia de una época, el fin de un largo episodio nacional español.
De esa familia bien con muchos secretos en los escaparates falangistas salió este muchacho frágil golpeado por años de drogadicción y sufrimiento y lucha sin tregua con el mundo repugnante donde nació. Gran poeta elogiado por la crítica, al final seguía siendo el mismo muchacho destruido tal vez por una familia y un país rancio oloroso a franquismo contra los que se rebeló.
"Asi se fundó Carnaby Street" está otra vez en mis manos y su autor ha muerto este 5 de marzo en ese hospital de Las Palmas de Gran Canaria donde se sintió seguro, mientras se convertia en un poeta clásico en vida. Muchos de sus textos impresionan porque son los de un poeta que sabe perderse por las encrucijadas y las cavernas más secretas, al otro lado de los acantilados y los precipicios llenos de líquen y musgo.
Su contemporáneo, el exquisito dandy Perre Gimferrer (1948), lo sabía, y aunque es lo más opuesto al maldito, lamenta y teme hoy tal vez su pérdida desde su altísima torre de marfil catalana. Y desde los manicomios y las torres de marfil del mundo, quienes leímos algunos de sus poemas y lo conocimos por fortuna en la esquina del tiempo, también lo despedimos porque fue un santo atormentado que habitó la poesía.