El joven poeta y crítico de arte, Santiago Espinosa, se aproxima al cuadro “Figura” (1968) del pintor colombiano para abrir el diafragma de la luz y recordar con Juan Manuel Roca que su color tiene sordina, que moja sus pinceles en la niebla.
Figura (1968)
Antonio Samudio
Óleo sobre yute 151.5 x 101 cm.
Museo de Arte Moderno de Bogotá
Santiago Espinosa
La vemos asomarse desde el centro del cuadro, como aquello que ocurre a la espalda de alguien. Parece una muchacha que ha nacido viuda. Una que no ha escuchado las últimas noticias. Y desde allí nos mira sin saber que nos inquieta. Samudio ha pintado la dignidad sin pretensiones, en este y en todos sus cuadros. Su fondo es la soledad de un hombre sorprendido por sus criaturas, tan parecidas a un secreto y al pintor mismo.
Maderas o lienzos. Grabados al buril o en este caso yute: poco importan los materiales para lograr aquel lugar de apariciones. Este artista encuentra en cualquier objeto un silencio personal, suyo, y desde allí es que pinta sus figuras tras la pátina del color, en los bordes que separan la ternura del absurdo. Quisiéramos reírnos de ellas pero no nos atrevemos, no, no podríamos hacerlo. Samudio, como decía Eisenstein que lo hacía Chaplin, nos mira con los ojos de los niños para lo que no existe sarcasmo ni crueldad, bien o mal, sólo el despliegue de las formas que aún no han probado lo profundo.
Niñas arcaicas. Muchachas de la ciudad y de ninguna ciudad. Vista de cerca, tímida y rotunda, inocente y antigua en el mejor de los sentidos, esta Figura es tan cálida como la hija del vecino que nunca sale, ocupado en lidiar con sus intimidades. Tan propia e inaccesible como una cabeza de la Isla de Pascua, las mismas que pintaba Samudio algunos años antes. Sólo que en este caso esas cabezas han perdido su gravedad aterradora, se ha despojado del vértigo para entrar en las regiones de un desván imaginado, pintado en el reverso de un cuaderno o al interior de las servilletas.
Esa manera de ser siempre niño, siempre Samudio, asomándose en las ventanas o al lado de las habitaciones, acompañándonos. Sus ojos curiosos desde detrás de las tapias, como si desnudáramos nuestro cuerpo frente a una presencia tierna y no del todo humana. Un ser sin malicias, librado de culpabilidades para ser sólo mirada.
Una expresión personal… Amistades inquietantes de un color en el que siempre llueve, nunca amanece del todo, como la habitación presentida al otro lado del teléfono. Lo que buscó Botero en lo colectivo podría lograrlo Samudio en las grafías de lo privado, evitando los riesgos de traslaciones o exotismos. Antes que América y sus anécdotas, le preocupan los diarios de las personas que mira. Como si opusiéramos a la serenidad monumental de Piero de la Francesca, a su distancia, la gracia sin miramientos de un Duccio de Siena. A la humanidad con “H” mayúscula una aldea vecinal y austera, despreocupada de la imagen que otros tienen sobre ella. Todo lo que perdió la plástica tras la inflación de los egos y la “ilustración” de los escolares.
Pero ante todo un color, brumoso y sencillo como la luz de Bogotá. Una opacidad que ya es emblema, y que parece revelar una paleta que antes del lienzo o la tela prepara sus matices con morosidad y con fuego. En tiempos donde las Academias guardan sus caballetes para salir a la aspereza del mundo, perdiendo el sosiego de los marcos, Colombia tendría en este pintor discreto uno de sus más grandes coloristas. O como lo afirma el poeta Juan Manuel Roca sin ocultar su admiración:
“Existen pocos coloristas en Colombia como Samudio. Es algo que no todo el mundo sabe, por la sencilla razón de que en un país tropical y estridente casi siempre se piensa que el color sólo tiene que ver con el estallido, con el exceso, con las combinaciones carnavalescas, con el hecho de que en un cuadro existan colores que parecen verse la cara por primera vez. El color de Samudio tiene sordina, como en los músicos que hablan al oído con secretos o en los mismos que hablan sin palabras. Es el color de quien moja su pincel en la niebla, de quien sabe leer tras su grisáceo cortinaje unas formas ocultas visitadas en la penumbra”.
Y ella allá, absorta en sí misma, única Figura de su misa; ausente de la velocidad que nos consuela o perturba. Siendo entre las paredes discretamente, como el que abre las puertas sin despertar a los que duermen o viven dentro. Le han dicho de todo y la han comparado con todo, lo sospechamos. Poco importa porque así mismo nos perdona. Si el mundo acabara de repente ella perduraría allá, mirándonos sin vernos desde su deslizante mutismo. Tiene la resistencia de lo que no quiere crecer y sin embargo acompaña, de ídolos sordos a nuestra fiesta violenta. Tiene razón Santiago Mutis cuando dice que a estos cuadros habría que acercárseles “en puntas de pies”, para no pervertirlos.