Para su compatriota María Helena Giraldo González, en la obra de este poeta residente de Ibagué, Tolima, se conjugan el hombre y sus sombras, los ojos del mundo que miran desde la bestia, desde las salamandra y el viento. Una muestra de su poesía y una nota crítica.
POEMAS DE GABRIEL ARTURO CASTRO
Confluencia
El hechicero, provisto de sus manos cuajadas de luz tibia, tomó la luna que asalta la copa del árbol; leve, frágil, transparente; sostuvo su paño de ortigas y la escondió tras la confluencia sombreada de los montes, allí donde encaman y duermen los jabalíes.
*
Las campanas de la vieja noche forman un círculo.
Dentro de él un largo crujir de fantasma,
el no apaleado,
ángel desleído que sufre por el espesor de su piel,
suerte en blanco de quien pierde su nombre
y está por fuera del tiempo y de la brújula.
La noche disfrazada pierde su encanto,
su humo, su hedor de úlcera tibia.
La noche tiene su común perfume y un irregular parpadeo de ojos hundidos, la respiración pesada de los durmientes.
La noche afila los dientes y saliva. El mar al revés y el cristal resistente nos hablan de una orilla escoriada, su espacio roto y un viejo fondo de sueño.
Tras la ventana y el ojo del mundo oculta su rostro.
Selva en flor,
la atmósfera se atraviesa de animales de sombra densa,
piel milenaria, un trueno detrás de la cabeza.
Imaginarios,
confiados,
los animales son anteriores al rumor
y convenientes en su cantidad regresan a su antiguo círculo.
*
Recuerdo cómo mover mi mano antigua,
mi puño de aceite que alza al hombre,
al buitre y al corazón viejo.
Todas las noches invento fechas vivas,
sumo claridades
y planto un hueso en la tierra.
El cincel perfecciona la esclava imagen,
la desteñida, embalsamada por la distancia.
El mundo retoma su antigua forma,
presencia invisible e íntima, la apariencia exacta.
Desde una estación de conjeturas la imaginación siempre regresa.
Línea imaginaria
El carruaje entre dos filas de árboles
ya no aviva el paso hacia el mañana.
La piedra y un trozo de asta calcinada
al caballo le hicieron perder su aplomo,
su vertical cordura, su símbolo discreto,
su línea imaginaria.
Nada hizo el golpe de la vara gruesa,
ni la espuela asegurada del talón.
¿Cómo podré disimular la rotura de la rueda,
de su diente y de su espiga?
¿Los ángeles y los hombres sostendrán
el círculo y el eje?
Sueño vegetal
Al habitar la negrura de un bosque olvidado,
horizonte que apaga el color,
nuestro sueño vegetal se marcha tras la pesadez infantil
y el ensueño duro. Inútil la voz bajo el frío cielo,
ociosas las huellas de los reyes de madera dura,
el recuerdo sumergido de las lavanderas nocturnas,
tardío el ser que ponía fuego en el pequeño farol.
Pies de caza
Al repetir tres veces la palabra fruto,
las sílabas de su nombre,
el pie rompe la almendra, ataca el olivo,
sea su punta, talón o zapato de madera.
De pronto se advierte un olor vivo y subido,
olor que dejan los pies de caza.
Señal de inutilidad:
los talones cortan la cáscara,
derraman su fragante aceite
sin sesgar la semilla madura y descubierta.
El fruto se quedará atrás del pie que lo sigue.
Esfinge
Desde antes de la salida del sol
soñamos con los crisoles, calderos, manojos de plantas secas
y los colores ásperos y quemados de la cerámica,
del oro viejo.
Únicamente el Dios destituido
-esfinge ciega en el banquete del tiempo-
nos ofrecía las uvas más altas que se puedan alcanzar,
universo pequeño para nuestra pesadez y hundimiento,
mundo interior contra la tropa ágil,
el destrozo que asedia y corre,
la desolación que masca satisfecha su ajo,
su olor a resina o hierba amarga,
su cercana fetidez de jaula.
Somos sobrevivientes de una lengua muerta.
Vieja querella
Herodes sale con su lanza por la noche.
¿Cuándo podremos decir que la matanza de niños reposa lejos
y que el espanto del Bautista, su piedad y su corazón roto,
jamás volverán a visitar nuestro rostro, tu frente enferma,
mis ojos, tu canción de cuna, tu vieja querella?
Rey o monarca de siempre, el apagador de velas,
el del capuchón de ángel negro, el que perpetúa la noche,
es a ti a quien le agrada oír los lamentos que la humanidad exhala.
Tú extiendes la mano para agobiar mis labios,
sorbes mi sangre y mi llaga, la herida de mi débil brazo,
mi espalda que exhibe las letras y la cicatriz.
El cielo nos envía sables, puños apretados, arabescos de orín.
Mi alma estrecha es una sepultura en una callada tierra.
El poderoso habla la lengua soberana
y nosotros perdemos la lengua del hombre.
Herodes sale con su lanza por la noche.
Patria ilimitada
Basta una palabra donde podamos reconocer la patria, un suelo de pizarra, el trigo y la hostia, la mano paterna y la nueva infancia; una palabra infinita, fija y entreabierta, antigua y sólida que espante las migas del pecho, el lenguaje del paria, la guerra sorda contra las cosas, la letra cortesana, la letra que duerme, la gripe y la edad de hierro.
Cuando la sangre se altera, la palabra prepara su úlcera. Una palabra acecha al creador del cielo gris.
Paisaje
La tarde fabrica una soledad, cien ventanas se cierran, los garzones vuelven a la oscura arca. La vestimenta de la tierra a esta hora es de rojo infierno, se cubre con sábanas y cruces, torrentes de fuego, retratos y quejas colman el paisaje: hombres clavados con astillas, atados a un mástil un arpón los ronda, camisas raídas por la punta de un garfio, cercos de zarzas y la voz de la muerte, igual al puñal, al golpe del garrote, a la fría lágrima de un cordero. Triste paisaje de incendios y huidas, mercedarios cercenan la mano de quien ara, la mano del que escribe.
No importa la contienda y la ventaja, con los ojos blandos y oyendo los gritos del apaleado, hemos aireado las desvaídas sombras y ellas han subido al corazón que invoca, al espíritu que segrega sílabas para la mudanza del tiempo y de los hombres de apetito y lengua espesa.
El alba severa se le devolverá al enemigo.
Esta noche mis palabras repasarán sus hoces sobre él.
El poeta y sus sombras
Una mirada a la poética de Gabriel Arturo Castro
María Helena Giraldo González
En el mundo poético de Gabriel Arturo se conjugan el hombre y sus sombras, los ojos del mundo que miran desde la bestia, desde las salamandra y el viento; corrientes del alma que lo gobiernan y asisten. De su pluma brotan imágenes, como la vendedora de gorgojos, ajos y lirios; y qué decir “del vuelo de las aves rojas” en las que, tal vez, encuentre ese paraíso que jamás busca, un paraíso supuesto, que está más allá, y al que jamás se accede.
Él es como su poema, un “hacedor de lluvia”; que empapa la tierra reseca con su canto y corta el cordón umbilical de las cosas que nombra en su alfabeto de tigre, de buey, de ciervo; en su existencia sin rostros viaja en la eternidad de un segundo, retornando anciano, pero sabio, retornando niño, pero audaz en sus metáforas. Y vuelve a elevarse en su caballo alado, mutando de piel y de tiempo. Recorre las calles empedradas de los paraísos que crea, volviendo distinto de sus viajes, porque la verdadera creación no es a mediatintas.
El demiurgo se hunde en el crisol del fuego, fundiéndose en ese hombre en paralelo que es hablado en un idioma extranjero, el de las coordenadas del inconsciente, siendo poseído por la fiebre de un guerrero antiguo que no teme a la tempestad que lo gobierna, mora en las fronteras del sueño, se resiste a habitar en la cordura de manera permanente. No teme a su propia letra, es un insurrecto, prefiere “su boca rasgada de lobo negro”.
“En mi boca rasgada de lobo negro,
Calca el aire de las trompetas de guerra
Esa multitud de cábalas que pregonan
El celo de las bestias”
Su ojo deambula por la morada de los dioses y los animales del bosque. Y esto lo podemos ver en su libro El pequeño mito del bosque, un poemario reposado, un observador en tercera persona que describe ese universo complejo del que sus ojos se alimentan:
“El hombre del bosque cortó la sombra del viejo árbol,
Aquel espeso ramaje que sostenía la embriaguez de
los pájaros de diablos y lunas, y al mono aullador fi-
jando su voz ebria sobre la copa o la corteza”
Pero Gabriel Arturo también es río y pájaro; reloj y tiempo; un pez que nada en los abismos. Sí, para escribir es necesario recorrer el camino que emprendieron al infierno Ulises y Eneas. Hablar con los ancestros, habitar sus gritos, su soledad, los laberintos del viento y al náufrago que apenas respira. Saber de sus dioses tutelares que se esconden en su dedo meñique, y luego, salir de allí intacto y traducir esas emociones profundas en textos poéticos, intimistas, como lo vemos en su libro De alquimia y soledad:
“Antes de penetrar en los infiernos
Vago un siglo por los dominios de la balsa
La carne se hace cañón, deleite de habladores
Y tropa de carneros” “Cuando el viento baila su contradanza”
Ese atemporal refugio en el que se es asaltado por el otro que es uno mismo, el doble, esa alteridad que se impone como el trueno que rasga la tarde o el filo de la navaja que se hunde en el viento, en las hierbas, en la espalda.
Tal vez, la escritura sea eso o algo más; un diluvio de palabras que acorrala como el verdugo, como una fiera hambrienta que gusta de la luna. El aire se hace pesado, y la brevedad impetuosa anima ese contrasentido que navega hacia una; se vuelve a los recuerdos para contarlos en presente, mientras alguien mueve las fichas del ábaco en un lapso eterno, que no es más que un segundo, que se impone como indicio de lo que fue. Se mira al que mueve el ábaco y el asombro nos sacude. El otro que ríe es uno mismo en otro tiempo que no tiene registro en el tiempo cotidiano, histórico, es el tiempo del mito que se actualiza en la mano asaltada por la noche, por “las trompetas de guerra”. ¿Cómo salir viva de una misma cuando se entra a una escena distinta que es la misma escena?
En Los versos de Job, su mirada está atenta, a esos otros, que son él mismo:
Mi ojo inspecciona una ciudad en ruinas
Donde se incuban las pestes
Y se limpian los huesos que perforan
La dolorosa materia de los sueños”
“Aquellos de pupila agazapada
Nos siguen con su ojo grande
El ojo arrogante que adora la caída
La oscuridad de la letra,
El agujero profundo.
Dios es para ellos un ojo resplandeciente,
De obsesiva luz,
Artificial e implacable,
No la forma y saber de un iris antiguo,
La eternidad en el ojo del hombre”
Entenderlo en su poesía es posible si nos detenemos en su simbolismo, “su voz ebria” no es solo vuelo de pájaro, él es el guardián de los bosques, el hermano de la fiera. Una vuelve sobre sus pasos, sobre las figuras poéticas y tiene que seguir volviendo porque los acentos cambian con cada lectura. Su poesía bordea los abismos y el vacío es una de las formas como lo nombra. Una cree dilucidar el surrealismo de la noche que lo atraviesa y puede salir engañada.
Su poesía exige más de una sola lectura, es un panal de abejas que pueden lacerar el cuerpo, hacerlo sangrar, hasta volver el corazón un pentagrama de minúsculos signos. Él mismo, un espejo que tiene varios planos y ninguno es, porque él perpetúa el encuentro con la naturaleza viva del pez, del agua, del águila que levanta el vuelo. Su poesía es una espiral que no se olvida de la noche, ni de la luna. También es la caída salpicada de preguntas no inocentes; un juego de palabras, cuyo habitante es “un ángel desleído” al borde del abismo, un ángel furtivo, entre la luz y la oscuridad, que “pierde su nombre” en la noche aciaga:
“Ángel desleído que sufre por el espesor de su piel,
Suerte en blanco de quien pierde su nombre,
Y está por fuera del tiempo y de su brújula.
La noche disfrazada pierde su encanto,
Su humo, su hedor de úlcera tibia”
Otras veces, Gabriel Arturo es un torrencial del alma observando desde su cuerpo de leopardo los declives de la carne. Y en ese ir muriendo, también va naciendo como luciérnaga que ilumina la extensa levedad de cualquier animal del bosque, y esa levedad, cercana a la ausencia, puede ser un migrar o emigrar de uno mismo; desdibujarse en la frontera tácita entre la roca inasible del inconsciente hecha lirismo, real que adviene sin ser advertido.
Abandonar los rugidos de lobos oscuros, que aúllan y lo asaltan, y fugarse a esa otra escena, la de la conciencia, más reflexiva, la de la intertextualidad, la de indagar los caminos que emprenden otros creadores, sus intuiciones, es su otra faceta, tempestuosa ola que agita sus mares.
Gabriel Arturo, también transita por el espacio discursivo del ensayo. En su libro Extravíos, conjetura, sigue indicios, contextualiza los fonemas, las palabras, las atraviesa con un escrúpulo meticuloso, para extraer la savia que recorre las venas de cualquier otro poeta o escritor; se sumerge en el reloj del tiempo, en la épica que rescata y exalta el valor de las tribus primitivas, o las novelas y textos de otros autores, siendo testigo de los símbolos que descifra, interroga, exalta; pero al mismo tiempo, el lector desde otro espejo, entra al juego, observa la escena, interpela con su silencio o crea una versión propia.
En ese juego de azar nadie sale igual, cada quien escenifica el acto, y puede suceder que alguien cambie la escena, el escenario, o lo abandone llevando entre los dientes una imagen hecha de fuego o ceniza.
La poesía y el ensayo, universos que se complementan, intimidad y reflexión en torno a la palabra. El poeta se sumerge a ciegas, un ciego que tantea con su báculo la oscura piedra. El ser hace posible la lírica, el poeta está imbricado en su esencia, en la incertidumbre que se torna metáfora, es la búsqueda misma. Dejarse hablar por el inconsciente, es recrear el universo mítico que pervive en un ritmo personal, una metafísica de la naturaleza a la que se vuelve, un oráculo del que no podemos escapar, una fatalidad que buscamos. El primitivo que todavía somos, sueña, su obsesión nos persigue.
El ensayista se arropa con la razón y como buzo entra a la escena y se sumerge en ese mundo submarino, hecho de deseo o miseria, y decodifica los símbolos sagrados de la áurea siembra del demiurgo en el vacío.
La obra de Gabriel Arturo, se mueve entre la producción discursiva y la discontinuidad del inconsciente con sus códigos secretos e indescifrables. Por eso, su poesía es de sentimientos, evoca emociones, nos pone en contacto con algo que las palabras no alcanzan a definir. Y aunque el ensayo, su otra pasión, pertenece al territorio del pensamiento y la reflexión, no renuncia a la poética, implícita en su escritura.
Su espíritu creador, penetra el laberinto intrincado de los avernos y los paraísos, abriendo la compuerta secreta del asombro o el pasadizo que conduce a la esfera de la lógica, de la disertación, de la semiótica. Por eso, el escritor siempre es un amanuense del inconsciente como diría Borges.
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