Desde la perspectiva de su musicalidad profunda y novedosa, quizás nacida del rumor de las entrañas de la ciudad, Evodio nos coloca ante un Efraín Huerta exuberante y vital, como la Cuatlicue, nos dice el crítico literario de esta poesía.
LOS GRANDES POEMAS DE EFRAÍN HUERTA
Evodio Escalante


Lo primero que habría que decir, es que sorprende la “sordera” de Rafael Solana para advertir los valores musicales de la poesía de Huerta, en la que sólo encuentra, por lo que se ve, aspectos denotativos. Es cierto, no se trata en ella de una música convencional o de algún modo sutil, como la de los impresionistas, sino de una sonoridad áspera, ríspida, disonante por convicción, como podría suceder en las composiciones de Stravinsky o de Silvestre Revueltas. En lugar de una ignorancia de la musicalidad, lo que hay en Huerta es la exploración de un sentido armónico más acorde con la realidad agria y desafiante ante la que se enfrentaba. El mundo del poeta pedía otras sonoridades y otros ritmos. Lo que me impresiona de muchos de los poemas de Los hombres del alba, al revés de Solana, es justamente su profunda musicalidad: a menudo uno no sabe bien a bien cuál es el tema del poema, de qué asunto está hablando, pero lo que se impone en lo inmediato es el valor de sugerencia de un lenguaje que parece improvisarse en el momento mismo como un largo solo de saxofón. “La poesía enemiga”, uno de los poemas de este libro, podría servir de ejemplo. Lo que es asible de primera mano en el texto es el título; el cuerpo del poema, en cambio, propone una serie de sugerencias de sentido que sólo poco a poco en sucesivas relecturas empiezan a descifrarse.
Si bien no comparto el juicio estético de Solana, me doy cuenta que la comparación con Savonarola, que podría parecer exagerada, atina en muchos aspectos. Como Savonarola, Huerta es un “profeta desarmado” lleno de imprecaciones contra el mundo en que le ha tocado vivir. La corrupción, la estupidez ambiente, nuestra condición de “colonizados”, suscitan su cólera inflexible, y justifican que el poeta saque la espada y se dedique a dar estocadas a diestra y siniestra como si se tratara de alguien que ha perdido la razón. Pero no, digo mal, no ha perdido en absoluto la razón, al revés, su lucidez sin concesiones, la dureza de su mirada le permiten ver esa materia de escándalo que se ha vuelto cosa normal para la mayoría de todos nosotros, sumidos como estamos en las niebla del conformismo y la banalidad. Por lo demás, la pasión crítica de Huerta es también una forma de amor. Ama y odia a la ciudad, de la que él se apropió como ninguno en sus versos. Amarla y odiarla son las dos caras de una misma pulsión ardiente que puede lindar peligrosamente con la diatriba pero que la supera por la fuerza misma de su imprecación, quiero decir, por su innegable calidad literaria. Cuando Solana piensa que Huerta es el Savonarola de nuestra poesía, seguramente recuerda (entre otros) estos versos dirigidos ni más sin menos que contra sus pretendidos hermanos de raza:los poetas. Así, al declararle su odio irrevocable a la ciudad de México, Efraín Huerta no puede dejar de exclamar:
¡Por tus poetas, grandísima ciudad!, por ellos y su enfadosa categoría de descastados,
por sus flojas virtudes de ocho sonetos diarios,
por sus lamentos al crepúsculo y a la soledad interminable,
por sus retorcimientos histéricos de prometeos sin sexo
o estatuas del sollozo, por su ritmo de asnos en busca de una flauta.
Gracias a este temple crítico –propio de una generación que se formó en la agitada época de Lázaro Cárdenas –, y gracias también a sus convicciones socialistas de viejo cuño, habría que agregar, Huerta escribe algunas de las piezas imprescindibles de la historia reciente de nuestra poesía, entre las que se encuentran (para mi gusto) “Los ruidos del alba”, “La muchacha ebria”, “Declaración de odio”, “Avenida Juárez”, “Buenos días a Diana Cazadora”, “Barbas para desatar la lujuria”, “Manifiesto nalgaísta”, El Tajín, “Borrador para un testamento” y “Responso por un poeta descuartizado”.
Aunque pienso que El Tajín se escribió teniendo como telón de fondo el magnífico “Himno entre ruinas” de Octavio Paz y las no menos apreciables “Alturas de Macchu Picchu” de Pablo Neruda, textos que de algún modo exhiben acentos esperanzadores, el poema de Huerta contrasta y sorprende por su rigor y por lo que podríamos llamar un nihilismo sin concesiones. Dejando de lado su estalinismo militante, y como si lo enterrara, Huerta trama una obra maestra dura e implacable como el cristal de roca. “No hay origen”, observa el poeta, y con esto nos coloca como lectores al borde del abismo: “Sólo los anchos y labrados ojos / y las columnas rotas y las plumas agónicas.” Como premonición de la tragedia de Tlatelolco y de todo lo que habría de venir, incluida la actualidad atroz desde la que escribo esta nota, el profeta Huerta señala sin titubear:
No hay un imperio, no hay un reino.
Tan sólo el caminar sobre su propia sombra,
sobre el cadáver de uno mismo,
al tiempo que el tiempo se suspende
y una orquesta de fuego y aire herido
irrumpe en esta casa de los muertos
–y un ave solitaria y un puñal resucitan.
