“Valeria se estremeció ante el impacto que la despojaba de la vida mientras sus ojos buscaban, entre los destellos intermitentes de la agonía, el rostro, la mirada, la identidad de su victimario.” Relato de la ganadora duranguense del premio Nellie Campobello de novela, 2009.
ADIÓS A VALERIA
Zita Barragán
Fidel ajustó la mira y oprimió el gatillo. El fulgor de mil estrellas se alojó en su retina mientras el corazón le palpitaba en las sienes, al hacer realidad la escena que había representado con vehemencia en el foro de sus rencores: la bala, solitaria y precisa, se incrustó en el blanco. Valeria se estremeció ante el impacto que la despojaba de la vida mientras sus ojos buscaban, entre los destellos intermitentes de la agonía, el rostro, la mirada, la identidad de su victimario.
Fidel planeó el crimen acicateado por el despecho: no bastaron quince años de unión, la costumbre y el sentimiento implícito –porque en casa no se requiere expresar el amor, sino asumirlo–, para convencerla de la condición inocua de la infidelidad masculina, de la naturaleza inaplacable del hombre.
El inicio del drama se gestó la noche en que Valeria, entrada en sospechas por cortesía de la mujer de un amigo, dio lectura a los mensajes de texto del teléfono móvil de Fidel, mientras éste roncaba bajo un letargo tequilero que le impidió percatarse de que era profanada la sagrada sede de sus secretos. Entonces Valeria se convirtió en un fardo de plomo, una molestia constante: el epítome de la incomprensión. Vociferaba arengas crípticas y pasaba noches enteras rumiando entre dientes, entre sueños, reclamos incomprensibles.
Para asombro del infiel, algunas semanas más tarde las agitadas aguas se aplacaron y Valeria se mostró conforme. Sus embates cesaron y la pacífica rutina se manifestó de regreso: el confort del hogar, la esposa competente en el servicio y los deberes.
Muy pronto Fidel se percató de un cambio notable en ella: volvió a cantar bajo la regadera, a utilizar el maquillaje que profundizaba la mirada de sus ojos oscuros y a encaramarse en zapatillas de tacones mayúsculos. Portó de nuevo las faldas ceñidas y los accesorios de un guardarropa que Fidel no conocía, o en el cual no reparó, empecinado en centrar su atención en la vestimenta y los atributos de otras mujeres.
Ante la ineptitud de Valeria en las artes del engaño, el hombre ubicó el sitio exacto de la ignominia: Motel La Cascada, en pleno Barrio Callejas, el área turbia de la ciudad. Oculto entre las sombras pudo comprobar, con sus propios odios, la traición de su mujer.
Así, fraguó el crimen, el pago justo a la afrenta y se introdujo, a diario y a hurtadillas, en el lugar preciso para ejecutar su venganza: el edificio en ruinas del antiguo Hotel Lazo, justo frente a La Cascada. Entre escombros y deshechos planeó cada movimiento e ideó una coartada, útil en caso de que algún investigador sagaz intentara profundizar en lo ocurrido: una bala perdida habría matado a su mujer mientras él, ¡qué pena!, se encontraba en casa de una antigua amiga celebrando la llegada del año nuevo. Nadie indagaría entre los despojos del Lazo a sabiendas de que, a raíz del incendio que lo destruyó por completo, en los últimos tiempos los únicos huéspedes del lugar eran algunos centenares de ratas famélicas.
La tarde previa a la muerte de su esposa, Fidel estuvo próximo al arrepentimiento. Quizás sería mejor adoptar una actitud similar a la de ella: continuar el camino, pretender que la vida seguía igual; la aparente normalidad de su rutina, aunada al encanto de Valeria, integraban una cotidianidad perfecta. No obstante, predominaron los enconos y las imaginarias escenas lúbricas que lesionaban su orgullo, al suponerse desfavorecido al turno de las clásicas comparaciones. A pesar de su convencimiento no pudo evitar que una sensación, a punto de constituirse en sufrimiento físico, surgiera desde el fondo de sus entrañas. Un ascendente impulso de vómito lo obligó a respirar profundo, en un rechazo enérgico a cualquier indicio de flaqueza.
Al anochecer se dirigió al Barrio Callejas. En las aceras iluminadas por los multicolores restos del alumbrado navideño, persistía el aire de fiesta. La multitud, abrigada hasta los dientes, deambulaba con despreocupación, entre el ruidoso pregón de las ventas y el repetido panorama de carteles alusivos al año nuevo. Se ajustó la bufanda gris. El viento invernal atizaba sus dolencias. Profirió una maldición: Valeria no merecía tales angustias.
El edificio en ruinas se alzaba como una sombra permisiva, con su contorno perfilado en el marco del paisaje nocturno. Su fría calidez abrigó los sobresaltos del asesino que, agazapado y trémulo, se dispuso a esperar el momento crucial. Temblaban sus manos, le faltaba el aliento. Comprendió que no era simple el acto de matar, así fuese obligado por las circunstancias. Contuvo la respiración, tal vez así cesara aquel dolor persistente. Las once. La hora.
Al arribar al sitio de sus encuentros furtivos los amantes no imaginaron que la muerte había llegado primero, y que no habría de marcharse con las manos vacías. Bajo la luz de neón que destacaba las cinco letras de la fachada, entablaron una acción lúdica que exacerbó la furia de Fidel. Ajustó la mira y oprimió el gatillo, en tanto un eco sonoro trepidaba en su cerebro. Valeria se estremeció: el impacto, el estruendo, el estupor.
El rostro del asesino se contrajo. Cayó de espaldas sobre el lecho de antiguas pavesas, mientras la bala astillaba el firmamento para ingresar en los dominios de la noche. La mirada de Fidel no alcanzó a advertir la ruta del proyectil perdido, ni a alojar el fulgor de los astros que no volverían a brillar para sus ojos.