Un recorrido por 22 países y 41 poetas de América Latina es la aventura que el brasileño Martins propone a sus lectores para entender la presencia del surrealismo y “los efectos de esa influencia en las generaciones posteriores”.
FLORIANO MARTINS | La vida imaginaria del surrealismo (*)
[traducción de Gladys Mendía] 1. | Transcribo palabras de Isidore Ducasse: “No estamos contentos con la vida que tenemos. Queremos vivir en el pensamiento de los demás una vida imaginaria. Nos esforzamos por parecer tal como somos”. Hay un estado de inconformidad permanente, de revuelta sagrada que completa el alma del creador, sin la que no se puede hablar en poesía. Confirma lo que antes incluso de la redacción del primer manifiesto del Surrealismo, escribieron André Breton y Philippe Soupault: “La inmensa sonrisa de la tierra no nos es suficiente; necesitamos los mayores desiertos, las ciudades sin suburbios y los mares muertos”. El paisaje era múltiple y la voracidad por devorarlo iría a definir la extensión mágica que este movimiento ocuparía entre nosotros. Todo viaje es marcado, en esencia, por el apetito. El viaje como una degustación de lo desconocido. Lo que hace que su territorio ni sea siempre visible. Para ser exacto, el gran viaje es un salto a lo inexistente. El surrealismo se sumergió en el interior de la imagen para revelar sus misterios, el espectáculo de su belleza o lo revolucionario de sus previsiones, o sea, para atender al llamado de sus conexiones innumerables entre sí y la relación amorosa con los demás polos de la existencia humana a ser visitados. Los mundos subterráneos son una fuente inagotable de portales dispuestos a la iluminación. Los años 1920 son magnéticos. Al reunir en un gran salón el carácter sugestivo de combate y subversión, dieron amplia visión al comportamiento del hombre con respecto a todo lo que le inquieta: el maquillaje político, los dirigismos estéticos, la caza religiosa, demás agonías de un siglo que se debilitaba al no comprender a qué vino. Todos los vicios estaban por un hilo. El surrealismo surge como la única intervención quirúrgica posible. En este sentido, Artaud acierta en el blanco: “Lo que es del dominio de la imagen la razón no puede reducir y debe permanecer en la imagen, salvo que se arriesgue su desaparición”. Pero la imagen surrealista era de una osadía hasta entonces impensable. Su idea de dominio envolvía también los territorios de la razón. Era urgente librarse de sus deformidades, de esta forma los viajes asumen perspectiva de visiones formuladas por un sentido muy singular de desorden. Viajar hacia fuera del mundo y hacia adentro del hombre.
El surrealismo se vuelve entonces un movimiento conquistador de las distancias insondables, no solo de aquellas inmersas en el alma humana, sino también la geografía tangible: era urgente salir de las galerías y de los cafés parisinos; cruzar los velos que daban acceso a otras salas. Obviamente, en consecuencia, vendría una pasión candente entre inquietud y desconocimiento. El primer pasaporte fue expedido en forma de revistas. París era entonces un gran imán, lo que hizo que su primer viaje fuera hacia sí misma. Y cuando allí se encuentra, de inmediato surgen chispas de una inquietud que René Char tan bien sintetiza en una de sus máximas: “Harás del alma que no existe un hombre mejor que ella”. El Surrealismo jamás dejó de hacer esto. No se trata de redecorar el abismo o armonizar un cúmulo de dudas. No se trata de reinventar, sino más bien de reventar. El Surrealismo es un truco de libertad contrario a la dinámica usual de la liberación limitada a un plano sociológico. El Surrealismo es una lujuria provechosa.
La fatalidad del viaje es que ella no se agota en sus vertientes, no se limita a sus mapas impresos, ni tampoco niega los límites bosquejados ajenos a toda confirmación. Los viajes del Surrealismo son ante todo la confirmación de una inquietud. Pensemos en Japón, en Brasil o en Haití, lugares cuanto menos curiosos donde el Surrealismo se expresa a través de vísceras bien singulares. Exceptuando los seguidores ortodoxos del movimiento, lo que encontramos en estos países es de una riqueza de imagen y visión de un espíritu comprendido para estar allí, en aquella vertiente de exploración de sí mismo. Otra opción valiosa dice sobre Australia, Portugal y Canadá, donde la fuerza psíquica evocada por el Surrealismo teje un laberinto que no requiere sino la entrega, ajeno a cualquier influencia específica.
Bretón en los años 1950 observó que la influencia del Surrealismo producía obras tanto surrealistas en su esencia como también aquellas marcadas por su espíritu. Artaud fue un viajero audaz, al defender que quería llevar su espíritu siempre a otro lugar. Decía buscar “la multiplicación, la finura, el ojo intelectual en el delirio, no la arriesgada profecía”. El otro lugar siempre fue una meta del Surrealismo, punto discordante donde las extrañezas se identifican; tierra en que asimilamos las disonancias como parte de nuestra vida. No fue solo la limitación de un escenario pautado por los disturbios que nos llevaron a la segunda guerra mundial. Incluso que Paul Éluard haya observado que en la guerra, los muertos son conducidos a una consagración, o sea, que de algún modo se vuelven Dios. La guerra no es el agotamiento de Dios, sino el agotamiento de la poesía. No importa donde Dios quiera actuar después de la guerra. Las religiones se acostumbraron a actuar en un territorio convenientemente deforestado, viendo allí la oportunidad de sus diezmos y refranes. Cuando René Crevel dice creer en un dios de los encuentros, evidente que su idea se distingue de aquella crítica seca que hacía Luis Buñuel al decir que “el Dios creado por el hombre es un espíritu del mal”. Lo que vuelve ambas observaciones un punto interesante de discusión no cobra contradicción en lo que dice respecto a la adhesión al movimiento.
El Surrealismo se identifica con la condición de absorción de la poesía con respecto al mundo que lo rodea. No en vano es propuesto por poetas. Ahora nos aproximamos al 2024 y esta fecha tiene menos que ver con el centenario de publicación del Primer Manifiesto del Surrealismo que con una referencia a su actuación en distintos países y en distintas configuraciones. La revolución de orden moral (Salvador Dalí), la nueva especie de magia (Antonin Artaud), la perspectiva de una explosión que recree el mundo (César Moro) —esa tríada, actuando sola, ya nos llevaría a otro juego, menos intelectual y esencialmente dotado de percepción. El Surrealismo es ese otro juego, ya no regido por una disputa de aliento.
Los surrealistas nos propusieron una mesa inagotable de reflexiones, los temas proliferan como en pocos momentos. René Crevel sugirió que el estilo era un “arte de ordenar los restos”; Man Ray decía que la estética deforma la belleza; ya en 1960, Joyce Mansour llamaba la atención para la limitación moral del escándalo, que todas las formas de violencia acabarían causando algún impacto delante del perenne rechazo a los motivos sexuales —los argumentos de la censura y la reglamentación de lo pornográfico son monedas fallidas delante de la hipocresía referente al tema; André Masson posicionaba su jaque mate: “Es preciso tener una idea física de la revolución”. Este caudal de consideraciones poseía como denominador común un principio de desmoralización, incluso sabiendo del riesgo de convertirse en una nueva moral. Inevitablemente algunos surrealistas se volvieron (o se descubrieron) moralizantes. La moral no se desconoce, ella es parte inseparable del hombre. Sin embargo su rechazo es la mejor salud de una pureza que insiste en burlar el destino, una especie de beso en la boca de múltiples labios, o la vertiente lúdica, la felicidad de un descubrimiento de otro mundo en cada mundo que tocamos. Breton cierra este párrafo con una máxima fascinante: “La moral es la gran conciliadora”.
2. | Bajo todos los aspectos este es un libro de viajes. Al recorrer 22 países alrededor del mundo descubrimos una conciliación de vértigos, la amplitud visionaria del arte en un dado momento que está más allá de la medida cronológica de una convención lineal histórica. Las propias revelaciones delante de lo desconocido y de lo misterioso se muestran singulares, aunque apunten a una misma dirección. René Magritte definió como nadie esa dirección, llamándola semejanza. Todo artista busca crear la imagen de la semejanza. Esto es lo que lo aproxima al mundo y no lo que lo aleja. Esta es la gran osadía del arte. Los viajes aquí referidos lo son más en el sentido de una aventura del espíritu que propiamente a su cartografía. Su transcurso impresiona por el carácter incluyente, itinerario de aproximaciones insólitas también en lo que dice respecto a la singularidad con que se afirman las voces surrealistas en varios puntos de la esfera-mundo. Estaban en lo cierto los surrealistas que redactaron y firmaron una declaración colectiva en 1931 que comenzaba afirmando la necesidad de “destruir la religión por todos los medios”. Pero ¿qué religión pretendían entonces destruir? Claramente apuntaban en la dirección de Roma, sin embargo el Surrealismo penetró otras esferas religiosas, exploró las actuaciones de lo religioso en distintas tradiciones, fue sorprendido en especial por la centella anímica del Caribe… Y el crédito mayor siempre estuvo en la inagotable evocación de asociaciones de todo orden, la imaginación fantasiosa, la capacidad de convertir el mundo recibido por los sentidos en una vertiente visionaria que alimenta la propia razón de ser. Todo el viaje es extensión de ese sentimiento: mar interior mundo afuera. En nuestro caso, con pasaje abierto para el mundo posible de sus lectores. Hace poco tiempo, en un homenaje en el que fue agraciado Ludwig Zeller en su país de origen, Chile, más que defender una necesidad transcendente del Surrealismo, le dio importancia vital en nuestro tiempo. Si en los años 1920 las deformidades del mundo se encontraban regidas por un contexto industrial aun no del todo asimilado, ahora nos vemos delante de un embrujo indiscriminado por los trucos de la tecnología. Un buen momento para recordar algunas lecciones del pasado. Un buen momento para redefinir los planos del viaje.
3. | En una entrevista a Daniel Oster (Le Quotidien de Paris, 1975), comentó Roland Barthes que “el grupo surrealista fue, él mismo, un espacio textual”, no sin antes destacar lo que consideraba (“tal vez”) había de mejor en los surrealistas: “concebir que la escritura no terminaba en lo escrito, pero podía transmigrar a conductas, actos, prácticas, resumiendo, a lo privado, a lo cotidiano, a lo obrado”. Transformar la propia vida en una forma de escritura, dura disciplina. Desnos y Artaud, Joyce Mansour y Ghérasim Luca, cuatro poetas que confirman esa transmigración referida por Barthes. Igualmente el griego Elytes y el holandés Lucebert. El viaje de esa textura existencial fue decisivo en la construcción de un lenguaje surrealista, aunque haya habido un destaque mayor —favorable o no— apuntado en la dirección del onirismo o, principalmente, de la escritura automática.
Es verdad que la extensión de los efectos del automatismo encendió intensa pasión, y no en menor grado una equivalente discordia. La discusión sobre ser o no ser posible, de hecho, una escritura automática, estuvo siempre manchada por un temor: la pérdida de control sobre la creación. El propio Barthes, en la misma entrevista, afirmaba que “no se puede escribir sin imaginario”, lo que le justifica la desconfianza en las posibilidades del automatismo. Este mecanismo de creación, sin embargo, no descarta el imaginario, pero sí lo enriquece con un chorro involuntario, con profusión espléndida de signos potencializados en lo íntimo del poeta.
Otro aspecto —el viaje del onirismo —tiene por escenario un mundo ilógico, repleto de incoherencias, según el plano racional de la vigilia. El sueño no puede dar acceso a ningún cuerpo: esta es su inquieta imposibilidad. Se afirma en una paradoja angustiante. Su realidad, sin embargo tangible, no deja de ser influyente en otro margen. El exceso propuesto por Rimbaud puede haber sido retórico —y en esta trampa pueden haber caído muchos surrealistas—, sin embargo, Artaud se encuentra en la otra punta de esa sutil ecuación, en la misma proporción en que su obsesión no radicaba en aspectos aislados, como el sueño o el automatismo. Como el código eficaz de un argumento no radica en su cantidad de acceso, se elimina aquí las sospechas renitentes de que el surrealismo tenga, como afirma Barthes, “fallado el cuerpo”. Inclusive, extraño que haya dicho que de los surrealistas “sobra demasiada literatura”. Entiendo, sí, que su óptica reporte apenas la formación grupal originaria del surrealismo. Sin embargo difícilmente la argumentación de Barthes se mantendría delante de la obra de surrealistas como Aimé Césaire, César Moro, Cruzeiro Seixas, Ludwig Zeller, Enrique Molina, Radovan Ivsic.
¿Tales nombres acaso componen un segundo linaje surrealista? ¿Qué importa? ¿Había algún plan secreto de mantener el Surrealismo encadenado a un momento de la historia? Las transmigraciones propuestas por el Surrealismo son limitadas, viajan por tierras (así asimiladas) antípodas como el sueño y la vigilia, lo público y lo privado, lo simbólico y lo imaginario. Más que fijar una idea normativa, lo que buscó el Surrealismo fue la falla, aquel punto neurálgico en que el mundo (de alguien) puede ser rehecho por la comprensión de un vicio (un vicio de lenguaje, que sea). Incluso que concluyamos que el surrealismo haya propuesto una imposibilidad, su efecto es hoy largamente perceptible, incluyendo ahí los desgastes y reticencias que, sí, norman la sociedad de consumo en que nos convertimos.
Los viajes del Surrealismo aquí evocados tienen por base dos aguas: la profunda extensión de nuestra ignorancia y el superficial concepto de la creación como un atributo de moda. Reuní 41 poetas de 22 países como una cartografía que homenajea la singularidad con que el surrealismo penetró en el tejido cultural de las regiones más distantes en el mundo. Más que situar la influencia del Surrealismo en buena parte de los poetas aquí presentes, sería pertinente buscar los efectos de esa influencia en las generaciones posteriores. ¿De qué forma el surrealismo de Andreas Empeirikos, Kitasono Katue o Max Harris alteró el entendimiento de la poesía en países como Grecia, Japón y Australia? Siendo este libro publicado en Brasil, ¿cómo nos entendemos a partir de sus páginas con la presencia allí de surrealistas en zonas tan debidamente íntimas nuestras, como la de la vecindad geográfica (Argentina, Perú) o la similitud lingüística (Portugal)? Sin embargo, imaginemos este libro como una nueva cartografía espiritual, donde debe sostener el espacio pleno de convivencia el instinto y no el intelecto.
Delante de esto, propongo aquí un riesgo, por mi parte, el de poner en las manos de los lectores un libro sin mayores informaciones acerca de su contenido. Evidentemente, es un riesgo menor, considerando que la consulta de los 41 poetas aquí incluidos puede ser fácilmente encontrada en los mecanismos de búsqueda virtual. Pido a los lectores que resistan a esa curiosidad, en un primer momento, que disfruten la lectura de esa trama mágica de sentidos. Que emprendan un verdadero viaje por las entrañas del Surrealismo. Olviden el manual. Sin Kama Sutra o diario de a bordo. Sin chaleco salvavidas. Puro y simple viaje. Buena fortuna. Abraxas.
(*). Prólogo del libro Viagens do Surrealismo, antología poética del surrealismo internacional, organizada por Floriano Martins para las Ediciones Nephelibata (Brasil). Este libro trata de incluir poemas de los siguientes autores: Hans Arp, Yvan Goll, Paul Éluard, Antonin Artaud, Tristan Tzara, André Breton, Georges Bataille, Louis Aragon, Philippe Soupault, Raúl Bopp, Benjamin Péret, Robert Desnos, Jacques Prévert, Luis Buñuel, Murilo Mendes, Andreas Empeirikos, Kitasono Katue, Malcolm de Chazal, César Moro, Vladimir Holan, Georges Schehadé, René Char, Gunnar Ekelöf, René Daumal, Enrique Molina, Nikos Engonopoulos, Magloire Saint-Aude, Aimé Césaire, Enrique Gómez-Correa, Gellu Naum, David Gascoyne, Artur do Cruzeiro Seixas, Paul Celan, Max Harris, Radovan Ivsic, Mário Cesariny de Vasconcelos, Lucebert, Ludwig Zeller, Philip Lamantia, Joyce Mansour, Paul-Marie Lapointe. Las traducciones al portugués se encuentran firmadas por Allan Vidigal, Contador Borges, Eclair Antonio Almeida Filho, Floriano Martins, Márcio Simões, Milene Moraes y Viviane de Santana Paulo.
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Floriano Martins (Brasil, 1957). Poeta, ensayista, traductor y editor. Dirige Agulha Revista de Cultura y ARC Ediciones. Autor de Un poco más de surrealismo no hará ningún daño a la realidad (México: UACM, 2014). Contacto: arcflorianomartins@gmail.com.
Gladys Mendía (Venezuela, 1975) Poeta, editora y traductora. Dirige la revista literaria neoamericana Los Poetas del 5, desde el año 2004: www.lp5.cl. Contacto: mendia.gladys@gmail.com.