Santiago Espinosa concentra su mirada en el objeto estético para colocarlo en la perspectiva del lector-espectador y preguntarse con nosotros ¿cómo la cosa reclama su lugar en los significados?.
#5. Sin título (2003)
Luis Fernando Peláez
Hierro y resina 48 x 32 x 20 cm.
Museo de Arte Moderno de Bogotá
Santiago Espinosa
El arte contemporáneo quiere habitar en el mundo social, reclamar su estatuto de “cosa”. Salirse de sus marcos protectores en un acto que aspira a establecer entre nosotros y la obra, más que la visualización de una ideología personal, una manera distinta de relacionarnos con los otros y con la memoria.
Puestos en el suelo, los materiales buscan cambiar nuestro transcurso autómata, incomodándonos. Se han liberado de una belleza que consuela en las paredes, mirándonos sin vernos desde la distancia, de mundos resguardados que nos tientan, obligándonos al rol del detective cómplice. En nuestros tiempos, la obra casi siempre ocurre en el acto estético, no en la unidad cerrada de sus búsquedas. Su hazaña nunca se cierra del todo, es un despliegue de lecturas que necesitan de espectador y crítico para ser posibles.
Con este regreso hacia las cosas -tal es su precio-, en muchos casos se pierde el misterio de lo poético en aras de la cercanía y los conceptos. Ocurre el sacrificio de una persona, su conjunto de afirmaciones y renuncias, para que en su lugar se abra el camino de una comunidad distinta.
Pero esto no es así con Luís Fernando Peláez. Si este antioqueño se sale de los marcos lo hace para dejarnos sus huellas, el arte es su manera de estar solo. Fundar en los objetos ahí dejados la posibilidad de una nueva poesía, como si entre las cosas encontráramos la carta que ha olvidado un náufrago, los brillos de otro idioma en el estanque.
Rilke, el escritor viajero, buscó para sus palabras la cristalización de la escultura, hablaba en su ensayo sobre Rodin de unos poemas-cosas. Peláez, del otro lado del tiempo, parecería tomar esta máxima de una manera muy propia. Desde la soledad de su estudio, buscando un silencio anterior a lo visual, quisiera poblar nuestros salones con sus cosas-poemas.
Vemos sus maletas donde el viaje se trasluce. Cada cosa que toca se convierte en un crisol de la memoria. Las estaciones perdidas de una infancia, pintadas sobre el cuero o al relente de las lluvias. Por ellas asistimos a los últimos vestigios de alguno que se fue, o nunca regresó. Se hace visible lo invisible y presente lo pasajero. “…He narrado el viento; sólo un poco de viento”, dice el poeta Aurelio Arturo. Peláez es quien escoge este epígrafe para El Río, una de sus últimas exposiciones.
Brújulas extraviadas, viajeros, baúles encantados donde la música se ha marchado. Peláez ha esculpido el transcurso. La soledad de las cosas cuando de ellas nos alejamos. Vidrios esmerilados en los que ocurre la lluvia, como si vislumbráramos nuestros asuntos a la vuelta de los viajes, el tiempo. Una ciudad sumergida que de algún modo fue la nuestra.
En sus manos, bajo quién sabe qué música, sueñan las maletas y respira la madera, la resina se convierte en un vaho fantasmal, y un rostro se despide a través de ellos. Como arrastrados por sus canoas -otro de aquellos objetos que lo identifican-, lleva este artista sus extraños vocablos hacia otra habitación, siempre en la movilidad, siempre en lo pasajero, y estas piezas que apreciamos en el museo sólo serían una antesala del camino.
Esta obra, que no tiene título -carta que se convierte en casa cuando llueve; el negro impecable que hacia al fondo la sostiene, como agua de memorias- es una pieza de la serie titulada Fugas. Hizo parte de la exposición que hiciera el artista en el Museo de Arte Moderno junto a Hugo Zapata, en el 2007, bajo la curaduría de María Elvira Ardila. Desde su inquieto mutismo, entre lo abstracto y la cosa misma, parece decirnos que somos nosotros los espectros, errando a través de las ciudades como animales de paso. Que hay un desván profundo donde han quedado estas cosas, llámese alma o juguetes abandonados.
Este es un artista que vive en el mundo y transforma los objetos que tiene a la mano, tal como los quería Gadamer en su rabiosa oposición a los románticos. Quisiéramos acércanos para tocar sus reflejos, jugar con ellas. Pero no, no lo hacemos. Hay un silencio que nos pide distancia. Un aire de despojos que reclama intimidad, como si asistiéramos con ellas a un santuario personal.
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