La imposibilidad de la memoria está expuesta en esta obra del mexicano David Toscana: “La ciudad que el diablo se llevó va más allá del absurdo, hace cómplice al lector. No es la novela del novelista la que nos da el testimonio del presente, sino la Novela en sí.”
Los fantasmas de Varsovia
Bruno Ríos Martínez de Castro
University of Houston
En el espectro no hay Dasein
Jacques Derrida
Pues la belleza no es sino el comienzo de lo terrible.
Rainer Maria Rilke
Los espacios de Varsovia que se muestran en la novela de Toscana siempre están marcados por las cicatrices de la guerra, una ciudad que ya no puede definirse como tal y en la que los sujetos rondan como al azar, en una rutina que hace todo menos sentido. La ciudad es un cúmulo de escombros en donde la mundanidad de la cercanía, de lo que está a la mano como dice Heidegger en El ser y el tiempo se ha vuelto dispersa: “En esta capital desmenuzada no existían las líneas rectas. Había que improvisar un zigzagueo entre vestigios, zanjas y tumultos” (Toscana 153). Para poder leer este espacio, si fuera algo determinado y con un orden en el que los sujetos que lo habitan hacen uso del lugar, habría que hacer un salto topológico. Como lo explica José Ramón Ruisánchez en su Historias que regresan, la topología se diferencia de una lectura cartográfica en el sentido de que “el yo observador ocupa inevitablemente el interior del territorio descrito. Con esta inclusión se elimina la posibilidad de un afuera neutro y neutralizador desde donde sería posible contemplar un contenido invariable” (13). Sin embargo, en Varsovia la lectura topológica se va al extremo, la variación se exponencia tanto en lo colectivo como en lo individual debido a que no hay, ni siquiera una cartografía presente.
Aquí, en las ruinas, los límites de Varsovia no gozan ya de una articulación directa, no es posible entenderla como Varsovia en sí. La diferenciación que hizo Michel De Certeau entre lugar y espacio, que podría resumirse en que un lugar es un orden, que está definido y que mantiene las cosas en su lugar, y un espacio es un lugar practicado, que se finca en la experiencia (15), se anula. Lo que tenemos entonces en la novela no es ya un espacio per se, sino un sitio. Éste lo entiendo como un estado liminal del espacio, una articulación de una topología que se encuentra bajo un yugo – en este caso un yugo histórico por el asedio soviético pero también cartográfico, como un gran campo de concentración – en donde las individualidades y el común son imposibles. Este sitio discute directamente con su definición en The memory of place de Dylan Trigg, en el que se diferencia del lugar con respecto a su función: “Further, unlike “place”, “site” suggest a location between other places, a liminal space at once incomplete and in transition (as in “grave site”)” (259). Lo que propongo es que, en comparación con lo anterior, el entremedio no está relacionado solamente con su función dentro de la experiencia, como lo asevera Trigg, sino entre un mundo asequible por medio de la experiencia y un sitio que funciona solamente de manera velar, que se impone sobre los que lo habitan y hace imposible su aprehensión. ¿Qué queda de la experiencia de un espacio cuando hay ya solo “ser” pero no “ahí”? Lo que quedan son, utilizando las propuestas de Spinoza, los afectos.
Para poder leer este entremedio son sumamente útiles las propuestas fenomenológicas de la filosofía de Heidegger, en especial el esfuerzo por emplazar al sujeto cuando define el Dasein, y, en especial, la filosofía de Spinoza al definir los afectos y los cuerpos como parte del conatus, esta potencia que permite construir el común. Heidegger, por un lado, busca entender el ser como una presencia en el mundo, en un mundo específico: “el “ser ahí” es siempre ya, por obra de su forma primaria, “ahí fuera”, cabe entes que hacen frente dentro del mundo en cada caso ya descubierto (…) cabe el objeto el “ser ahí” es “ahí dentro” en el sentido bien comprendido, es decir, él mismo es quien, como “ser en el mundo”, conoce” (Heidegger 75). Esta presencia, como bien lo señala Negri leyendo a Heidegger, no es solamente el carácter del ser, sino la proyección del presente, de la autenticidad y el nuevo arraigo del ser (Negri 59). La presencia del sujeto en un espacio es un emplazamiento: un ahí que es indispensable. Sin embargo, para poder entender qué sucede con el ser al momento de que ya no está el ahí, la propuesta de Spinoza es útil. El común, una “naturaleza para todos los hombres, para todos los cuerpos con un infinito número de facetas” (Deleuze 122), se basa en los afectos, en esa capacidad que tienen los cuerpos para afectar y ser afectados: en las emociones. Creo firmemente que Varsovia, como la vemos en La ciudad que el diablo se llevó, está entre medio de estas dos maneras de describir al ser y su espacio. Cuando un espacio que ha dejado de existir deja huérfano al sujeto de su mundo, lo que quedan son los cuerpos con sus afectos dirigidos hacia su pasado, a lo que ha dejado de ser y no volverá a ser nunca.
Hay una intención dentro de la novela por reconstruir el espacio. Esta intención se da a través del personaje del novelista y el narrador. En un gesto de metanovela, con un personaje que no tiene nombre, el narrador le pide al personaje que reconstruya a través de su novela a Varsovia:
Escribe unas líneas y haz sonar en tus palabras el llanto y el viento, la risa y el tiempo y el amor. Cántale a Varsovia, amigo mío, la ciudad que el diablo se llevó. Al valor de sus hombres, que de nada nos sirvió. Pon aquí y allá unas líneas igual que versos a esos seres perversos de fusil en mano y alma en ceros. Canta a aquella ciudad que se llamaba Varsovia para que nadie la olvide y canta también a esta otra con otra gente, sin sabor, sin valor y sin historia que vino a robarse el bello nombre de Varsovia (97).
Estos son los vestigios de lo que queda de la ciudad, los afectos que tienen los personajes con lo que ahora son pilas de escombros. La imposibilidad del proyecto de novela que el novelista trata de recuperar, la memoria colectiva de la ciudad, se funda en que la novela se ha perdido con la guerra, y durante toda la trama el personaje se empeña en recuperarla o reescribirla. Lo que importa de este hecho es la indeterminación: la Varsovia de antes no puede recuperarse porque sus cuerpos ya no están. Lo que quedan son sus cadáveres: “Claro que la guerra aceleró las cosas, pero nuestra ciudad tenía en tiempos de paz alrededor de cincuenta difuntos diarios; eso nos da cerca de cien mil durante el periodo en que nos ocuparon los nazis, así que habrá que descontarlos de las estadísticas finales” (Toscana 9). Se busca renarrar un común, una historia que no es la oficial, volver a mostrar el desastre de la guerra. Los capítulos cortos y la naturaleza fragmentaria de la obra no nos dan una historia lineal, nos dan una historia que es metáfora de su espacio, puros escombros. Los habitantes de Vasovia nos hacen cómplices de su imposibilidad, nos dan un atisbo de lo que pasó mediante el absurdo, entendido como la falta de un sentido común, lo que sale del curso funcional de las cosas. En este espacio siempre hay una retrospectiva, y cuando se narra desde el presente, lo absurdo de las acciones se justifica con su contexto. La ciudad en ruinas es el único espacio posible para el sin sentido: “Antes de la guerra, si soplaba un viento propicio, Ludwik alcanzaba a escuchar el llanto de las judías. Sonaba distinto al de las mujeres de Powazki. Tenía un volumen y un tono más alto. Expresaban un dolor hondo y milenario. Con la guerra se escucharon otras cosas. Metralla, gritos, pistoletazos; nunca lloriqueos. Maquinaria pesada que rechinaba mientras hacía fosas profundas” (Toscana 228). La guerra marca a los sujetos, los desarticula, les impide reconstruir, como al novelista, su propia memoria, su propio pasado.
Al respecto, cabe referirse a la discusión que hace Beatriz Sarlo en Tiempo pasado sobre el testimonio y la narración como formas de apropiación del recuerdo. Sarlo, buscando definir cómo la recuperación del pasado opera en el presente, asevera que “precisamente porque el tiempo del pasado es ineliminable, un perseguidor que esclaviza o libera, su irrupción en el presente es comprensible en la medida en que se lo organice mediante los procedimientos de la narración y, por ellos, de una ideología que ponga de manifiesto un continuum significativo e interpretable de tiempo” (Sarlo 13). La necesidad de la narración es imprescindible al momento de pensar el pasado, de recuperarlo y darle orden, de construir una experiencia colectiva de la memoria, una pluralidad de historias que desafían la historia impuesta: “el lenguaje libera lo mudo de la experiencia, la redime de su inmediatez o de su olvido y la convierte en lo comunicable, es decir, lo común” (29). No es gratuito que La ciudad que el diablo se llevó se base en el testimonio del presente de un cúmulo de personajes. Pero este grupo se ve imposibilitado en recuperar su memoria, y por ende, de narrarla. Lo que un barbero con una pata de palo, Ludwik el sepulturero de la ciudad, Kazimierz el hombre que desea ser conserje o maestro de astronomía, Feliks el comerciante, el novelista en busca de su novela perdida y el padre Eugeniusz que resucita a los muertos y que se autoproclama santo tienen en común, es que están vivos, que se encuentran sitiados en las ruinas de lo que antes fue Varsovia: “Tenemos un grupo. Nos emborrachamos para celebrar que estamos vivos. Suena mejor que ir a la iglesia. ¿Dónde se reúnen?” (Toscana 102).
La construcción de lo común que discute Sarlo dialoga directamente con el conatus de Spinoza. Con base en el funcionamiento de los affectus/cupiditas, Negri asevera que el común como lo entiende Spinoza: “determines the constituent motor of the onthological process” (Negri, Spinoza: A Sociology of the Affects 94). ¿Qué hace entonces que la construcción de lo común sea siempre interrumpida en la novela por lo absurdo, por la imposición del sinsentido? Por un lado, la desarticulación del espacio en la que ya he abundado, pero por otro, las características esenciales de los personajes. Si los sujetos, tanto como el espacio, se encuentran también desconstruidos, indeterminados, entonces, por ende, su inventiva para recuperar su pasado, renarrar su historia desde la topología se vuelve imposible.
El novelista es la clave para entender la imposibilidad de la memoria en la novela. Después de su búsqueda infructífera por un manuscrito perdido, decide reescribir, renarrar. Para ello utiliza una máquina de escribir que se encontraba en las posesiones de Feliks, y que Kazimierz le facilita. Sin embargo, poco después se da cuenta de que es imposible escribir, ya que lo que tiene entre manos es nada más y nada menos que una máquina Enigma: “Se trataba de una Enigma. Desconocía esa marca que, a juzgar por el teclado, venía de Alemania. No sería la primera ocasión en que un polaco debiera teclear un texto para señalar a mano tildes, vírgula, puntos y barras. La máquina tenía al lado derecho un mecanismo de rotores que le daban un aire de caja registradora” (98). Lo que hace la Enigma es codificar los mensajes, los encripta. Al momento de querer teclear el inicio de la novela ya conocido por el lector, la máquina escupe otra cosa: “Los pasos se fueron alejando. El olor a pólvora embriagaba. Por la angosta abertura de la puerta entraba un rayo de luz y salía un hilo de sangre; tan brillante que debía ser de sol, tan púrpura que debía ser de ella” (114). En lugar de mostrar en la página la descripción inicial de la entrada a Varsovia, la máquina escribe otra cosa, codifica el horror de su contexto. El novelista representa, entonces, la imposibilidad de la memoria, la imposición de la Historia con mayúscula sobre el testimonio.
La ciudad que el diablo se llevó va más allá del absurdo, hace cómplice al lector. No es la novela del novelista la que nos da el testimonio del presente, sino la Novela en sí. Hay pues una imposición de la historia en el sitio, un yugo que somete a la memoria: “la historia era una ola que todo lo arrasaba a su paso. Arrasó con él. Con su familia. Pronto despacharía al capitán Bojarski. Igual que el universo, la historia no tenía principio ni final, acaso momentos en los que se desviaba, aceleraba, se precipitaba o enloquecía” (184). En la voz del narrador, mientras el grupo se aleja sobre el Vístula, vemos el entremedio de Varsovia, sin principio ni final. No hay memoria, porque no hay vicarios de la memoria. El novelista abandona finalmente su búsqueda por narrar la historia de Varsovia, la instrucción que recibe desde el principio: “Luego de millones y millones de asesinatos, con bala con gases con fuego con hambre con rabia con lágrimas, ¿a quién le iba a importar una mujer imaginada que flota sin vida en las aguas también imaginadas del Vístula a su paso por una ciudad inexistente que lleva el nombre de Varsovia?” (147).
Al final, el espacio fantasmático es el sitio en donde habitan los personajes imposibilitados de su memoria. Es, meramente, poético. Los espectros, sin ahí, son el común, pero sin su sentido. El sitio los obliga al absurdo. La novela, en su propuesta renarrativa, problematiza al fin a Heidegger. La única manera en la que Heidegger pudo emplazar a su sujeto es con la muerte: el fin del ser y el tiempo ahí. Es la unión entre esencia y presencia, la “posibilidad de una imposibilidad”. Pero es precisamente por eso que el espectro se escapa del emplazamiento, del ahí. Sin el Dasein, ya sólo queda esencia y no presencia: los cuerpos atados, como si estuvieran en una jaula, a sus propios afectos. Toscana al fin y al cabo no sustituye Monterrey por Varsovia: Monterrey también está lleno de cadáveres.
Bibliografía
Deleuze, Gilles. Spinoza: Pratical Philosophy. Trad. Robert Hurley. San Francisco: City Lights Books, 1988.
Heidegger, Martin. El ser y el tiempo. México: Fondo de Cultura Económica, 2010.
Negri, Antonio. «Potency and Ontology: Heidegger or Spinoza.» Negri, Antonio. Spinoza for our time: politics and posmodernity. New York: Columbia University Press, 2013. 55-68.
Negri, Antonio. «Spinoza: A Sociology of the Affects.» Negri, Antonio. Spinoza for our time: politics and posmodernity. New York: Columbia University Press, 2013. 83-98.
Ruisánchez Serra, José Ramón. Historias que regresan. Topología y renarración en la segunda mitad del siglo XX mexicano. México: Fondo de Cultura Económica, 2012.
Sarlo, Beatriz. Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2005.
Toscana, David. La ciudad que el diablo se llevó. Madrid: Alfaguara, 2013.
Trigg, Dylan. The memory of place: A phenomenology of the uncanny. Athens, Ohio: Ohio University Press, 212.