Silvia Tomasa Rivera escribe sobre esta poeta, publicada por la Universidad Popular Autónoma de Veracruz, y nos alerta de su capacidad para encontrar el centro de la luz.
(Cortesía de Benjamín Anaya y Leticia Luna de La Cuadrilla de la Langosta)
Silvia Tomasa Rivera
Desde sus primeros libros, Estrella del Valle dejó en claro que poseía el talento que caracteriza a los poetas que dejan huella en el corazón de sus lectores. Una huella de conciencia que se eleva a la altura del pensamiento de esta poeta que observa la periferia sin perder de vista el horizonte.
La selva afuera es un título muy apropiado para este volumen, con una visión interior que trasciende, busca en el exterior lo que adentro ya no tiene cabida. «Mas la noche es el guardián de los antiguos temores». Amanece y Estrella tiene un poema entre las manos, uno más que atesora la comunión de ideas imantadas a lo largo del libro, unos versos que en verdad vuelan alto. «Frida revolotea en mi mente como un árbol caído,/como robando el sueño de todos los mortales». «Para nombrar el árbol hay que tener madera de poeta» dice Luis Armenta Malpica, Estrella sabe de eso y lo confirma.
Es indudable que para esta singular creadora, la selva está afuera, y como una gacela se lanza a la caza de imágenes que nadie ve, la selva de concreto, la otra selva. «Ayer me dijeron que habitas bajo un árbol,/con la piel de cordero». El cazador protegido esperando a su víctima; Estrella se pone en guardia, usa la piel de tigre y se defiende, trae como escudo el legado del verso, la fuerza de un pensamiento lúcido que aunado al trazo de su línea poética, conforma un trabajo sólido. La trascendencia no es una virtud, es algo que se logra con el quehacer constante, en poesía puede llamarse entrega total. El miedo y el deseo, el amor y el duelo, todo se transmuta en una historia plagada de versos. Es Estrella del Valle quien la escribe, la misma que un día dijo: «No tengo alas para planear mi vuelo», y se fue a California, en un vuelo directo México-Los Ángeles. No hay pérdida, hay pasión en la voz y experiencia. Es la lucha eterna de los días de esta poeta veracruzana que dice —como si fuera poco— «Consígase un país más o menos salvaje y conquístelo». La conquista puede ser el triunfo en un país propio o ajeno, el propio es —en este caso— el país de las letras; el ajeno se doma como fiera salvaje.
Hay una tercera instancia en esta búsqueda, si no fuera así, todo estaría resuelto desde el principio, desde que la vida toma forma en los cuerpos, algo como un viento que se detiene a contemplar los hechos, una pausa en la idea, para que de este modo, el poeta pueda tomar ventaja de todo lo vivido.
El miedo cabalga, es un jinete que seduce, precisamente porque no lleva a ninguna parte, no hay puerto, igual que el deseo es un sentimiento profundamente humano que vive a perpetuidad. Dice Drummond de Andrade: «Nacemos en la oscuridad/nuestro destino está incompleto». Esa es la otra instancia, y en eso estriba la búsqueda eterna del poema.
Estrella del Valle y La selva afuera son un solo camino que lleva en las letras el vuelo poderoso del águila; desde esa altura se desprende el poema por un vacío colmado de emociones hasta el centro de la luz.
El cordero
Vivo en la calle Cuatro entre la esquina Oriente y los Jardines
Centrales. Soy todo lo creado, el mismo ritual de la
inocencia, todas las historias en que las horas danzan, naves
que se santiguan al escuchar mi nombre; soy la vid y la
sangre. Soy el cordero, y este es el jardín donde descanso;
allá una jacaranda, más adelante el ruido de la tarde es la
alabanza borrando el murmullo de la hierba cuando crece.
Aquí sólo el jazmín perfuma los entornos; aquí la niebla
ahoga los sentidos; aquí vivo, en este pedestal de barro.
La selva afuera
Un fragmento de sol
Esta noche soy una sombra
en la oscuridad de la casa,
un rayo de luz muerto a la aurora
y usted está aquí y aquí no hay nadie.
Las palabras muerden el sigilo
zarpan a los ojos,
la infancia se repite en cada lágrima.
Esta noche, la luna de agosto
es una guillotina en el patíbulo,
la negacion del otro,
nuestro infierno,
porque a su boca descienden las estrellas,
responden al mutismo de su cuerpo
como un fragmento de sol hecho recuerdo.
Dispongo de mi sangre para hablarte,
un discurso de vocablos para asirte,
para crucificar a lo innombrable,
digamos, por ejemplo:
la niña de jeans en tu selva profunda,
el lecho escondido en el armario
o aquella ventana con la pluma entre manos.
Un tósigo polar cierra esta noche,
la indiscreción del eco en las palabras,
la sangre que golpea el sitio de la llaga,
su ubicación precisa en este espacio;
abierto está el sigilo
y, digamos, no hay forma de exponer
que la propia mudez nos hace cómplices.
Poema de las 17:15
Si fuera miércoles y pudiera
imantar la tristeza, poner nuestro incendio
en un sepulcro, sin escuchar afuera
el llanto satisfecho de los gatos,
sin llenarme de voces que se agolpan
y ensordecen el alma como bálsamo.
Si el reloj marcara las cinco de la tarde,
sumergida en esa cama mortecina,
quieta, como una niña pasmada del espanto
y pudiera decir cuánto de ti se funde hoy,
se mezcla hoy en este cuerpo que es el tuyo.
La sangre punza el corazón con el silencio.
Otra vez, la tarde se desliza sin un dios.
El duelo es más largo que el olvido.
Mi juventud es polvo,
mi belleza,
el devenir de los años, su agonía.
Ahora abriré las puertas del traspatio,
que la sangre escampe las heridas,
que amanezca diciembre con su frío
y nos llene de abrazos.
Saldré a tiznar las calles con mi aliento.
¿Sabes que no es cuando te marchas que me dueles?
Sino en las largas jornadas de silencio,
el ritual onanista del domingo,
la espera, los espacios, el eco del inmueble.
En mi templo, no hay ventana ni pórtico
que devuelva intacta la ceniza.
Y en un poema cambia el universo del amor
Efraín Huerta
Busco la soledad ante el espejo,
busco advertir entre mis manos
acaso el embate de las horas,
la intrascendencia del tumulto,
el espanto de reconocer mi cuerpo
virgen, cuando descubro que un poema,
por ventura mi fuga anónima,
me convierte en juglar purísimo,
cómplice súbdita en tu reino.
Memorial de Dehesa
Extrañamente hermosa
eres ahora tu propio fantasma
José Carlos Becerra
El espejo sabe llamarla hermosa, tarda y aburrida orquídea matutina.
Una sucesión de arrugas se esconde en la costumbre,
como un tósigo subterráneo que carcome a la caja de cristal
donde se encuentra, se asfixia, en este muladar que es el fastidio
y procura lavar la memoria dactilar de aquellos nombres a
los cuales es inmune, en su ritual los bautiza de fantasmas. El
primero es tanto como el último; el gozo, la lúbrica secreta del
espanto, el juego etéreo del amor, todo es menos que el encono
y la tristeza de plegar la imagen del espejo. Ahora, ¿cuál de las
dos saldrá bifurcada hacia la calle? ¿Quién añade en su deleite
otro pliegue a la figura? El vértigo de saberse contemplada la
circunda; como fruta jugosa en banquete de los dioses, debe
continuar con el tormento de ser bella.
La habitación de los dioses
Si el templo es la cúspide del cielo, ¿dónde ascender los peldaños
y dejar de ser hombre? En tu elicio, ¿qué nombre antiguo
asignas a mi cuerpo? Yo, la ordenación de la manzana,
la innombrable Diosa, hablo porque soy juglar del eco y el
relámpago, en mi poder doy nombre a esta viscosidad que nos
bautiza: la arcilla que desgarra, el muérdago que abres. Mi casa
es sucesión de gotas del lenguaje; se detiene en tu cuerpo para
sentir que la penetras, que la llenas de luz, que compartes tu
convulsión de pez. Como yegua nocturna te cabalgo en la noche
más larga del otoño. En tu sueño nos hemos anegado de
súbito al letargo, la noche es mi baluarte. Nada impide que
duermas en mi nido. La casa se llenó de cantos.
Canto de la hermana Gorgona
Un líquido de sueños, un abismo,
un caminar desnuda en tu conciencia,
una luz que poseo en las tinieblas,
un pabilo de amores como espuma,
se tuercen, se entremezclan, son de redes,
de un tósigo perdido en la memoria,
la oquedad onanista perturbada,
el despertar sintiendo que envejezco,
nos flagela, lastima la tristeza.
Descubre que yo soy su antagonista.
En el templo de Apolo me persigue
porque arrojo las culpas al espejo,
porque multiplicando la tortura
no hay nada más oculto que el espanto,
la densa visión que reconozco
son bestias más veladas que Teseo.
Manus strupare
La mano es una isla sin puntos cardinales,
cuerpo que nos lame las heridas y el delirio.
¿Será un secreto ritual de la vigilia
poseer la concha que despoja de su savia?
Algo de mí se hunde en este ultraje,
algún abismo devora la entrepierna.
Caracolas y peces fecundan la nostalgia,
cubren recebo el festín que la flagela.
Las manos, evocación de lo perdido,
hermosa ínsula perversa y solitaria
complaciente, retorna mi placer anónimo;
ante su asombro me disfruto tan completa
sin dios para ofrendar mi dicha oculta.