“No creo que haya ‘modelos’ del proceso creativo. Soy escéptico con las “Artes poéticas”, por lo menos en su función ejemplar”, manifiesta el autor uruguayo-brasileiro para rematar con la obligación del Estado de apoyar a sus artistas para la creación de grandes obras.
Los procesos creativos
Alfredo Fressia
No creo que haya “modelos” del proceso creativo. Soy escéptico con las “Artes poéticas”, por lo menos en su función ejemplar. Cuando no son meramente normativas (de una estética y una época), son un instrumento, una llave, sin duda importante, para leer mejor una obra, pero no sirven como modelo de una gestación.
Aun practicando esa mirada crítica que debe suceder a la escritura intuitiva, un trabajo a veces arduo, que además lleva su tiempo, nunca logré creer en “Filosofías de la Composición”. Siempre leí la de Poe con cierta mala fe (mía, no de Poe), como una tentativa de explicar lo inexplicable, ulterior además al momento oscuro de la creación, un esfuerzo vano y en cierto sentido destituido de autoridad porque la razón se impone allí un papel de escrutar, catalogar y procesar el lado irracional de la creación.
En cambio, me resulta instigador que un pilar de la poesía de la segunda mitad del siglo XX, el brasileño João Cabral de Melo Neto haya, por así decirlo, radicalizado la Filosofía de Poe. En la última entrevista que concedió, cuando ya estaba en ese proceso depresivo que sin duda colaboró para precipitar su muerte, cuando decía que “el Valium es el paraíso”, logra sin embargo hablar del tema con pasión: “Para mí, la poesía es una construcción, como una casa. Eso lo aprendí con Le Corbusier. La poesía es una composición. Cuando digo composición, quiero decir una cosa construida, proyectada, de fuera hacia dentro.(…) Yo sólo entiendo lo poético en ese sentido. Haré una poesía de tal extensión, con tales y tales elementos, cosas que voy colocando como si fueran ladrillos. Es por eso que puedo pasar años haciendo un poema: porque existe un plan”. (Cadernos de Literatura Brasileira, marzo de 1996).
Lo cito porque coincido con su opinión. La idea de plan, de paciencia constructiva, no se opone a la frecuente experiencia de contemplar un “clic” en el momento de la creación, aun sin saber hacia dónde va. Se trata más bien de las dos etapas que mencioné. A Cabral le gustaba insistir en la etapa crítica. Elude decir de dónde surgen los “ladrillos” de su construcción, y prefiere ver el objeto creado “de fuera hacia dentro”. Tampoco dice si el “plan” está regido por la inteligencia o por la intuición, y uno puede pensar, revisando su obra, que intervienen ambas. Pero también es cierto que se puede admitir la tipología de poetas que el mismo Cabral había realizado en 1952 (Poesia e composição) y que iba desde los Inspirados hasta los Constructivos.
En ese caso, me inscribiría entrañable, vocacionalmente entre los primeros. Hay poemas inspirados e “imperfectos” que extraen una parte de belleza de su misma imperfección. Y si es cierto que se puede demorar mucho tiempo construyendo un texto, también lo es que hay poemas que se edifican durante el sueño, poemas que existen a su modo, aunque generalmente estén condenados a nacer muertos. (En toda mi vida logré rescatar sólo uno, breve, “La última cena”, que después tuvo algún éxito crítico. Llegué a anotarlo, medio dormido, y volví al sueño. Al despertar, el poema estaba allí, completo, creo que retoqué alguna coma, pero el título y hasta el verseo eran exactos. Y quien lo lee se enfrenta a un enigma, pero no a un texto surrealista). Cabral, prudente, prefiere eludir el tema onírico como una de las fuentes posibles y legítimas de la poesía.
Finalmente, abordaré en este testimonio de procesos creativos un tema de apariencia pedestre, pero que me preocupó siempre, sin duda debido a mi origen social proletario y a otras marginaciones que pautaron mi vida. No entraré en cambio en los territorios de la tradicionalmente llamada “necesidad expresiva”. Ciertamente ella existe, pasa a veces por la indignación, recoge gamas variadas de sentimientos e intuiciones. Es un hecho, y no niego que contenga en sí un misterio, como existe también una parte de enigma en su contrapartida, la capacidad de comunicación de un poema.
Pero en el momento de la creación, el yo no puede estar alterado por esa gama de emociones. Hablé de indignación. De hecho se escribe muchas veces desde ella. Pero en el instante de escribir, no puedo estarlo, no puedo sentir su manifestación sicosomática. Necesito “fingirla”, como lo dice con precisión la consabida primera estrofa del poema “Autopsicografía” de Pessoa: “El poeta es un fingidor./ Finge tan completamente/ Que llega a fingir que es dolor/ El dolor que de veras siente”. Y para ello hay que llenar las condiciones materiales mínimas —simplemente para poder escribir—, condiciones que permitan el “ocio” (griego, dicen, para decir universal). Parece pedestre, y no lo es.
Un lugar común, con su parte de verdad, como suele ocurrir con los lugares comunes, afirma que si alguien tiene algo para decir, lo dirá, aun sin esas condiciones materiales, en la miseria por ejemplo. La parte de verdad es que efectivamente, lo dirá. Pero lo dirá de un modo precario, o mal, o escamoteadamente. El arte, la creación exige ocio. Son pocos quienes lo reconocen y lo tematizan —Olga Orozco lo hacía, con aquella elegancia, tan suya—, tal vez porque las culpas que suelen rodear al ocio no creativo hayan acabado por internarse en los propios artistas. Es necesario insistir en esto para que un prejuicio romántico no acabe autorizando la indiferencia social frente a la situación del artista (o de muchos de ellos).
Una sociedad que no cercene el derecho a la creación (y en definitiva, a la palabra) debe promover y aun subsidiar a los artistas. De hecho esto ocurre en algunos países desarrollados. En Latinoamérica –y puedo hablar sobre todo de Sudamérica- las políticas culturales, cuando existen, parecen desconocer frecuentemente las necesidades materiales. Cada artista se las arregla como puede. Si no tiene dinero (como es mi caso), queda inapelablemente condenado a extenuarse dando clases durante horas al hilo (como fue mi caso hasta la jubilación), o realizar el trabajo que sea, sin tener acceso a ese ocio que es una condición inevitable de la creación.
Sin pretender hacer una sociología de la creación, el resultado es lo que se suele ver: un oscurecimiento de la calidad, una timidez en la experimentación, y, aunque también obedezca a otros motivos, una tendencia del arte, la poesía en el caso, a producirse y consumirse sólo en ciertos sectores sociales (casi diría, en ciertos barrios urbanos), y un excesivo esfuerzo por parte de los artistas para encontrar ese ocio (¿alguna noche? ¿el fin de semana?) sin el mínimo auxilio objetivo. Durante mucho tiempo, pensé que yo escribía de noche (cuando podía escribir) a causa del silencio o de algún motivo de confusa estirpe romántica. Cuando hace pocos años pude reducir considerablemente las horas de trabajo, el “no creativo”, comprendí que se escribe a cualquier hora, o a la hora que uno elija, desde que se disponga de la libertad que suscita lo que llamo de ocio creativo (y que ya es una forma de escritura). No se crea bajo presión, y la noche era una metáfora pobre de ese espacio libre del ocio. Valga como testimonio, pero también como un alerta.