En ocasión de sus 70 años de vida y de la aparición de su más reciente libro Luna Mojada, publicada en México por La Otra, publicamos esta carta del también nicaragüense el poeta Edwin Illescas a su compatriota.
CARTA DE EDWIN YLLESCAS A FRANCISCO DE ASIS FERNANDEZ
Querido Francisco:
He leído y releído tus últimos poemas. Los he gozado. Me han dado alegría. Han enriquecido mi forma de ver la vida personal o la visión que pueda tener sobre mi propia vida que, al fin y al cabo, no me parece ni tan mía ni tan personal. Creo que igualmente enriquecerán la vida particular de cualquier lector. Entiendo que la clave de su autenticidad (de su autorizada, genuina y legítima calidad) es precisamente la capacidad de evocarnos en tu propia evocación. Desde sus primeras publicaciones en el suplemento cultural de El Nuevo Diario, me ha llamado la atención esa “otra” forma tuya de evocar. Obviamente, va más allá de recordar o traer a la memoria. Agrega al sentido original de la palabra evocar, otros que ésta nunca sospechó. La trasmuta en un signo hecho de júbilo + admiración + fundación + memoria. La transforma en lo que vos llamas “pasión de la memoria”. En tus nuevos poemas, la vida personal del adulto se trasmuta en signo de un mundo de purezas e impurezas. De esplendores y obscuridades. De brasas y carbones. De hastíos y pavorreales “que se mueren en la tarde”. De sombras y luces reducidas a la ceniza intrascendente del hombre. Mundo derruido que, paradójicamente, es recuperado por tu poesía para darle su vida eterna. La vida eterna del poema. Por eso mismo, se trata de una escritura que encierra y trasciende el mundo que la origina. Y puede que a poco y hasta muchos no les interese lo que dice el poema. Puede que prefieran la maravillosa levedad de la forma o el lenguaje. Y hasta puede que piensen: una cosa no es posible sin la otra. Ningún mundo es posible sin un lenguaje que lo trasmita. En estos nuevos poemas tuyos hay ambas cosas. El mundo borroso que me parece entrever se sustenta en un lenguaje espontáneo, directo, desenfadado, vivo que sólo vive en vos. Siendo un lenguaje diferente al de tus otros libros, extrañamente, es el mismo lenguaje en otra entonación. Sólo lo mismo personal tiene la capacidad de ser diferente. Lo diferente proviene de la misma voz personal. La voz personal y su lenguaje no es una máscara; ni se quita ni se pone. Metamorfosis, se muda, se trasmuta. En un momento de su oficio el poeta adquiere un lenguaje que encierra infinitos lenguajes. Y cada libro saca de allí su nuevo lenguaje. Incluso, dos poemas de un libro cualquiera, poseen un lenguaje distinto pero igual en su origen y distinto en su propósito. Esto, posiblemente, ocasionará perplejidad en el lector ya acostumbrado a oír las otras entonaciones de tu estructura poética; sin embargo, cuando lean tu obra como un corpus total, esa impresión desaparecerá. Estas nuevas tonalidades lo llevarán al único centro de tu lenguaje. Comprenderán que toda voz es polifonía. Pluralidad. Diversidad. Incluso, disparidad. Insistir más sobre tal asunto me parece inoportuno.
Lo habitual durante el siglo recién pasado fue ir del poema a la novela. De la poesía a la narrativa. Las habilidades y los mundos de la poesía han enriquecido a la novela. El oscuro universo de la poesía (entre más diáfana más oscura, entre más fácil más difícil) ha iluminado el camino de swann, el mundo de guermantes, la sombra de las muchachas en flor. Toda fugitiva proviene de un poema. Sin poesía no haya Maga ni Talita Oliver. Es la poesía en manos del novelista la que posibilita al lector que ido se queda boquiabierto ante tres rosas amarillas, o se aquerencia con la alcohólica y sofisticada Holly; ya no se diga con Nora y Jenny que tenían otras virtudes. Salvo el tratamiento de la escritura, yo no veo ninguna diferencia en el fulgor de éstas mujeres y la Chavela Mora. Originarias de Granada, Nicaragua, Irma Prego y María Luisa Arana Lacayo son la misma mujer que con asombro y encanto miran y gozan los lectores de otras literaturas. Cuando la carretera Panamericana era sólo una trocha, en qué pensaba la “intrépida solitaria que manejaba su Studebaker desde Canadá hasta Granada hablando con sus muertos…”; “en la noche nebulosa de su vida” en qué pensaba esa mujer. Acaso volvía a las tardes de velero en el Támesis junto a los dorados jóvenes de su adolescencia. Me temo que sus pensamientos (todo lo que procede de ese mundo) trasciende el “ropero de lunas biseladas hasta el tope de cuentas” pagadas por su padre para cubrir “12 años de mala educación (…) en Inglaterra”. La atracción oscura o luminosa, el aura de santas endemoniadas, de Holly, Nora y Jenny, igual reluce en los ojos que yo le conocí a la June Beer, o tal vez, a la Melba Debayle. Perversa o candorosa, esa descocada capacidad de asombrar, es la misma que Juan Aburto y Carlos Martínez Rivas encontraron en la Eunice Odio y la tal Yadira en el barrio Amón de San José, Costa Rica. Chicas malas, mujeres fascinantes, fantasmas de la Ángela Carter, yo las veo asomadas a una ventana granadina. Faustino Arellano Mejía “una gran industrial amante de muchos amores” es todo un epítome de la caprichosa vida vivida en una ciudad “mosquita muerta”. Concluida una de las tantas lecturas de tus nuevos poemas, aún escuchó “el fervor religioso de los primeros paganos” católicos, apostólicos y romanos nicaragüenses. Los veo arrodillados en “una alfombra mágica” ante un altar de pezones rosa, entonando bulerías al ritmo de la panderetera faraónica de Carmen Anaya y sus gitanas. Hay otros muchachos, pero no me gusta hablar del garañón católico en la literatura. Los ulises y los héctor me dan sueño. Adoro a las casandras y a las helenas. Tengo la cabeza atiborrada de mujeres. En cualquiera de sus versiones, sólo me interesa la mujer-mujer.
La mujer como molusco como celeste carne de la mujer, prácticamente, desapareció de la literatura nicaragüense con la muerte de Rubén. Él la trajo y él se la llevó. Incluso, cuando Joaquín Pasos murió en el 47 ó en el 48, su intuición de esta vieja-nueva mujer, ya daba la impresión de estar matizada por una cierta visión católico matrimonial de la mujer. En el 58 cuando don Salomón (que mucho y muy bien sabía de estas cosas) se fue entre las manos de Fernando Silva, en París, ya era demasiado tarde para retornar a la mujer-molusco de Darío. José Coronel Urtecho la había convertido en una galería de jóvenes rubicundas, amanzanadas, y vaporosas muchachas de eterna juventud. Pablo, les agregó, en 1928-1935 les había agregado el marianismo. Algo así como el lado oscuro y libidinoso de Claudel. Toda mujer fue canción de pájaro y señora. Desapareció la mujer y llegó el marianismo. El terco apostólico y romano Cabrales que más adelante sufriría el ácido corrosivo de la celeste carne ―profundo dariano― tampoco reconoció y, mucho menos, aceptó esa herencia, aunque la insinúa en “El arco tenso”. Después, desde antes llegó la poesía talámica. La teología católica borró el delito capital, o el cuerpo del delito. Casi toda la literatura nicaragüense (salvo rarezas, CMR, EMS, LAC) se quedó sin mujer, sin celeste carne de la mujer. Sin nada que, en alguna forma, recordará las connotaciones profundas del molusco animal. No es accidental que (al final de los años 60) casi toda la literatura nacional estuviera surcada por muchachas mil veces abocetadas como simples muchachas epigramáticas. Muñequitas ajenas a su naturaleza, o condición humana. Y si posteriormente hubo alguna trasgresión en el canon literario nacional, inicialmente, ésta fue la mujer explorada por la mujer como escanciadora gozosa de nuevos vigores dispersos. La alegre delimitación entre la función reproductiva, y la abrumadora brumosa mancha de mariposas amarillas en las anfractuosidades del cuerpo. En fin, la negación del molusco como simple receptáculo machista en el más turbio y abismal sentido.
Extraído del Corán, y no de la Biblia, el velo impuesto por el escritor sobre la mujer sujeto del poema, cansaba y entristecía. A mí, aún me cansa y entristece porque fundamentalmente, es falso y, peor aún, inexistente, deformante y cegato. Ahora, quizás en los últimos diez o veinte años; no sé si de manera consciente, deliberada o simple cosa casual ―luego de la intuición reconocida en la Ana Ilce Gómez, y de la pasmosa audacia de la Gioconda Belli― comienza a resurgir en la literatura nicaragüense la mujer-mujer, incluso y especialmente, en y por encima del festejo corporal. Me parece percibir una mujer enfundada en su traje de luz y sombra; asida hasta las últimas consecuencias, únicamente, a la condición de su signo. A su esplendor y a su ceniza. La presencia de esa mujer-mujer se avista con toda nitidez en tus últimos poemas igual que se toca en otros poemas de Carola Brantome, o en La mujer que olvidó el amor, de Anastasio Lovo, eso por señalar dos contemporáneo en tu dirección. Nuestras adorables Luisiras siguen creciendo; pasan de la adolescencia candorosa a la plena pasmosa, deleitable madurez. Del raso tafetán, al intrigante medio luto; del luto entero, al transparente blanco Cartagena; del suculento, apetecible exterior, al marasmo de la complejidad interior. De nuevo asoman Herodías y Salomé. Del ombligo para abajo empieza la danza del molusco que ofrece la cabeza de los juanes.
Una vez en los viejos Chilaquiles de la Zona Rosa en Managua, decías vos: ―mire poeta yo no tengo culo de novelista. Diez hora frente a una máquina de escribir, más diez en la barra de un bar, me volverían más dundo de lo que ya soy―. Okey. Vos has encontrado en el poema tu forma de hacer novela. ¡Trasgresión mortal! ¡Escándalo en la familia! Eso para quien vea a simple vista. O para quien vea con el ojo que duerme. En tu escritura de ahora, poema y novela no son término antitéticos. Por lo demás, todos los elementos de la novela (la ciudad y su habitante amarrados por un sólo hilo) están en estos poemas tuyos dedicados a la reducción y ampliación de la novela. Desde de cualquiera de sus páginas, se puede avistar el cruce de calles y personajes que fundan esta nueva relación de un viejo mundo de caídas y ascensos. Cosas todas muy metidas en vos y la ciudad que vive dentro de vos: Granada. Nada de ciudad deshabitada. Por el contrario, el uno habitado por la otra, un total aquelarre esto es lo que veo en vos; pasos trotando en la memoria azuda por la vida.
En estos nuevos poemas vos has vislumbrado un nuevo-viejo imaginario para tu escritura. Personas verdaderas con una vida verdadera en un sitio verdadero que, extrañamente, sólo existen en la manera que existen en vos, y en definitiva, en tu escritura. Conducido por tu propia mano estás encontrando (porque estas cosas no se inventan) un nuevo espacio para la poesía: Granada y su gente. La vida de una gente en una ciudad. Una gente y una ciudad que posee una historia personal enterrada por el imperio de la necedad. Una historia y una gente, totalmente, ajenas a su tullida historia colonial y poscolonial. Gratuidad de la poesía, te estás topando con un nuevo Fulton County, con un nuevo Paterson. Imaginarios reales que, a su vez, son una nueva Troya. Una nueva Ítaca. Te estas topando con una nueva forma de la epopeya. Esto es lo que vos llamás “hacer novela en el poema”. Al fin y al cabo, la epopeya despojada de sus nombres griegos o latinos, es lo que hoy se llama novela. Crónica de nosotros en nuestro tiempo. No lo dudo, esa gente encontrará que su historia personal cruza la historia no oficial de una ciudad hundida en la lepra colonial. Tan desollada como su propia gente. Aun más, la ciudad y su habitante encontrarán que están hechos del imbatible necio polvo, de pasiones, odios, encuentros y desencuentros. De todas aquellas minucias que dan al hombre cotidiano su discreta categoría de ser humano. Aunque existen San Francisco del Río, o Juigalpa dos sitios en la América imaginaria de Nicaragua; aunque todo poema y todo poeta es un imaginario poético cerrado en sí mismo, vos estás sacando a luz, el primer espacio imaginario de la poesía y la novela nicaragüense con nombres y vida propia. Su condición de lugar existente dentro de latitudes y longitudes absolutamente precisas, habitado por gente común y corriente, no lo sustrae al encanto de lo real rebasando su realidad para readquirirla en el plano de la irrealidad. En estos poemas tuyos la Granada manida se encuentra con su verdadera realidad que, sólo puede ser, lo irreal (lo permanente) arrancado a su contingencia. Cuando te pongan en el cajón, al ratito nadie recordará quién fue la Chavela Mora, la María Luisa Arana, la Irma Prego, la Tina, o la Flor. Podrán hablar (eso siempre se puede) de sus adorables pantorrillas, de los Studebaker, de las lunas biseladas, de la alfombra persa machucada por los peregrinos católicos, y aun de la fabulosa vida que alumbran aquí y ahora, pero sólo estarán hablando de la mujer-mujer que vos rescates de la realidad para darle otra realidad. Su verdadera irrealidad. Su única existencia. Esas mujeres habrán resucitado para siempre en tu poesía, cosa que no ofrece la resurrección de los evangelios. El don de la vida eterna aquí en la tierra se manifestará según las florecillas de Francisco de Asís Fernández, un descocado del Siglo XX.
Mirá Chichí, este es un cuento viejo, un refrito. Cosa de nunca acabar. No existe la división de los famosos géneros literarios. Hay una simple razón, no existen los géneros literarios. Hay otra razón, no existe lo literario. Por eso y lo demás, sólo existe el acto de escribir. La persecución del signo. Sólo existe lo que vos estás escribiendo. Lo demás (porque aquí hay mucho que entender) es cosa que yo no entiendo muy bien. Tendrías que platicarlo directamente con Cervantes y Saavedra que tampoco lo entendía.
Creo que ya me ha tomado bastante tiempo escribir esta carta que no es ni carta ni ensayo ni tiene notas al calce, mucho menos, bibliografía. He demorado mucho en algunos aspectos a la vez que omití otros que demandan atención en tus nuevos poemas. Creo que me excedí y hasta me perdí en el asunto de la mujer; propiamente, en la cosa de la mujer en la literatura nicaragüense; igual veo que no he dicho mucha cosa “sabia” sobre el lenguaje; por ninguna parte asoma la explicación justa del habla como identidad personal; y no dudo que todo esto haya quedado más o menos incluso; ni siquiera esbozado, apenas señalado como le corresponde a un simple e-mail.
Yo no soy el mejor espiritista de nadie. Pero estos nuevos poemas tuyos enriquecen tu obra anterior, no una obra tuya en particular, como no sea tu particular obra. Irradian una luz que se trasmite como en las estrellas, de uno a otro libro. Iluminan el sendero del navegante. El pasado y el presente. Cada libro en la vida de un escritor ilumina su YO. Lo vuelve más su YO. Cada libro, cada espejo suyo le devuelve su YO en otro azogue. No creo en la poética, pero en esto la Epístola a los Pisones, tiene una parte de razón. La otra la tiene Pablo. Pensar en Horacio pero actuar según Picasso, quizás no sea una mala idea. Por lo demás, todo escritor escribe un sólo libro. Y nunca termina de escribirlo.
Saludes a la Gloria y la Glorita.
Abrazos,
Edwin.