A propósito del libro recientemente aparecido en el Fondo de Cultura Económica de Colombia, el poeta Díaz Granados es presentado por el mexicano Alí Calderón.
El laberinto, de José Luis Díaz-Granados
Alí Calderón
Los nacidos en los años cuarenta, aquellos que comenzaron a publicar poesía durante los sesenta y principios de los setenta, componen una o quizá dos generaciones de poetas que son determinantes para entender la poesía hispanoamericana de nuestro tiempo, la de finales del siglo XX y principios del XXI. En esta generación coexisten al menos tres momentos estéticos o lenguajes literarios más o menos nítidos: el coloquialismo, el neobarroco y lo que podríamos llamar “búsquedas personales”. El coloquialismo, predominante en la época, había aparecido en español con la “Epístola a Madame Lugones” de Rubén Darío y, a través de “la otra vanguardia”, la de lengua inglesa, llamada así por José Emilio Pacheco, vía Salomón de la Selva, Pedro Henríquez Ureña y Salvador Novo introdujeron en nuestra tradición una nueva consigna estilística: escribir como se habla. El marxismo, por un lado, con su vuelta al realismo y la evolución conversacional de la poesía en Occidente hicieron de esta forma de escribir un discurso canónico. El exteriorismo de Cardenal, la Antipoesía de Parra, los trabajos de Efraín Huerta y Jaime Sabines, entre otros, son ejemplo claro de la preeminencia del coloquialismo.
Este realismo coloquial, el prosaísmo, la poesía de tono conversacional, la poesía que sí se entiende, son marbetes que identifican el credo que profesaban y en el que se formaron los jóvenes poetas de principios de los años sesenta en Hispanoamérica (Antonio Cisneros, Hildebrando Pérez Grande, Omar Lara, Gioconda Belli, Waldo Leyva, etc.). La discursividad de Neruda es imitada y Roberto Fernández Retamar, desde Casa de las Américas, hace del coloquialismo el gran paradigma de nuestra tradición. Son los años en que Octavio Paz pensaba que “todos somos, de alguna manera, marxistas”. Pero, como es natural, las formas se desgastan y un estilo canónico da muestras de su agotamiento. Esto sucedió durante los años setenta en que aparece, como correlato quizá de la poesía del lenguaje en Estados Unidos, el neobarroco. Impulsado José Kozer, Jacobo Sefamí, Néstor Perlonguer, entre otros, esta manera de entender la poesía trató de quebrantar los límites y las expectativas del género y puso énfasis –quizá esto sea lo esencial del movimiento– en la materialidad del lenguaje.
La riqueza de la poesía hispanoamericana radica, esencialmente, en su pluralidad, en la gran variedad de lenguajes literarios que la nutren. Esto se advierte con precisión, según creo, entre los poetas colombianos nacidos en los años cuarenta. Encontramos ahí a autores tan dispares como Jotamario Arbeláez (1940), Miguel Méndez Camacho (1942), María Mercedes Carranza (1945), Raúl Gómez Jatin (1945), Juan Manuel Roca (1946) o Darío Jaramillo (1947). Este año, el Fondo de Cultura Económica ha publicado El laberinto. Antología poética 1968-2008 de un autor singular, José Luis Díaz-Granados (Santa Marta, 1946).
José Luis Díaz-Granados se ha distinguido en su quehacer por una doble pasión: la literatura y la militancia de izquierdas. Es una suerte de polígrafo: escribe poesía, ensayo, narrativa y hace periodismo. Como ensayista ha encontrado un tono equilibrado entre la erudición y el anecdotario, un tono muy atractivo para los escritores jóvenes en formación. Como poeta, su trabajo es de innegable raigambre coloquial pero su discurso se profundiza y logra lo literario a través de un depurado manejo de la voz media y la meditación poética. Este tono se acompaña, además, del empleo meticuloso de la música insinuada de la silva: endecasílabos, alejandrinos perfectos, heptasílabos. Es así que en la obra de José Luis Díaz Granados nos podemos encontrar con fragmentos como el siguiente:
Mi historia es una casa que envejece
con sus recintos intactos. Mi historia
es un cuerpo que habita entre estupores
y una boca que incendia las palabras
cuando bebe el amor. Mi historia debe ser
un banquete,
una fiesta perpetua
donde conviven el duende y el disturbio.
En otros momentos, la poesía de Díaz-Granados se vuelve intensamente rítmica y casi barroca cuando juega con el neologismo y su fuerza innovadora, fuerza que causa el extrañamiento:
Entretanto yo atisbo bonaeréo canto
chiflo diciembro emerjo fantaseo
garcho huelo imagino jodo kirio
locomoto llovizno malbarato
nicaraguo ñequeo oberturo
pajéome quitopesares repentizo
sartrocamío tiro unjo veintinuevo
walquirio xifoido yugulo zarzamoro.
Hay un poema en el libro que me parece particularmente interesante. Se trata de “Espía”, en donde encontramos el tema central de la meditación poética: el yo. El texto revisita el tópico del doppelganger, del doble, del ominoso desdoblamiento de uno mismo.
Hay alguien espiando a través de mis cortinas,
por el cerrojo de mi angosta puerta,
detrás de la ventana, detrás del árbol viejo,
sobre el techo, bajo las tablas de mi alcoba
hay alguien que me espía, que devora mis lápices
pero también mis sueños, hay alguien que me quiere
y no me quiere; alguien espiando muerde mi desdicha.
Hace mucho tiempo he venido sintiendo esa presencia
y ya me he ido acostumbrando a su pesada sombra.
Me acompaña a la mesa, me prepara los tintos,
bebe a mi lado, duerme, se desvela,
y desde ahora conoce todos mis secretos.
Alguien que me espía está escribiendo estas líneas.
El poema se juega en el intersticio entre la mismidad y la otredad, terreno de lo ominoso, terreno de la duda, exacto terreno de la poesía lírica que se pregunta por el yo y su naturaleza.
Leer a José Luis Díaz Granados es emprender un viaje que inicia en el coloquialismo, busca la textura suave del significante -a la manera de Jorge Gaitán Durán- y halla su natural expresión en el tono meditativo que linda casi con la microhistoria, con la crónica de lo cotidiano. Es, en ese sentido, una obra que tiende puentes y dialoga con autores latinoamericanos como Omar Lara, Marco Antonio Campos, Eduardo Langagne e incluso Jorge Boccanera. El laberinto, de José Luis Díaz-Granados es un libro que interpela porque pone frente a nosotros la realidad de una palabra: anagnórisis. (El laberinto. Antología poética, 1968-2008, José Luis Díaz-Granados. Fondo de Cultura Económica, 2014, 164 pp.).
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Alí Calderón (D.F., 1982) es poeta y crítico literario. Maestro en Literatura Mexicana. En 2007 recibió el Premio Latinoamericano de Poesía Benemérito de América. Fue merecedor, en 2004, del Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde. Es autor de los poemarios Imago prima, Ser en el mundo y De naufragios y rescates; del libro de ensayos La generación de los cincuenta y coordinador de la antología La luz que va dando nombre 1965-1985. Veinte años de la poesía última en México. Fue recientemente antologado en Poesía ante la incertidumbre, editado por Visor.