“Diario de los seres anónimos” es un libro del colombiano Omar Ortiz Forero, del cual presentamos aquí varios de esos poemas en los que hace visibles a figuras del Valle del Cauca, en Colombia.
AGAPITO PORRAS
Las perversas habladurías,
afirman que por cada doce hijos que engendro
me regalo un viaje por el mundo.
Es cierto.
Así, en Venecia,
huyendo de una madame asesina,
di con mis huesos en el Canal,
donde me rescató un gondolero
que silbaba blues y boleros.
En Roma,
me negué a besar la túnica papal
siendo vapuleado por los guardas suizos.
Y, en París,
me uní a una tropa de cazadores de nubes,
que más tarde haría celebre un escritor argentino.
ALFONSO PARRA
El día de mi nacimiento,
padre buscó en el libro un nombre.
–Serás luchador y guerrero-, dijo,
y desde las aguas bautismales conocí
mi vocación de librero.
Seguí los pasos de Marcial,
en una ciudad que como los vampiros
no refleja su imagen.
A semejanza de Dios, cumplo mi itinerario del olvido.
Igual que los libros
relegados a los agujeros de la memoria.
Puedo asegurar
que no estaré en ningún epígrafe
cuando muera.
CARLOS A. JIMENEZ
Me llaman poeta,
igual podrían decirme el loco, el extranjero.
Todos los nombres no son más que acertijos.
Hice de este parque mi hogar.
Es un libro abierto,
donde nunca muere su autor.
Por lo mismo abomino de las bibliotecas,
santuarios de autores muertos.
Mi libro mira al cielo,
sus páginas se ofrecen a los delirios del viento
y a la voracidad de los pájaros.
EMMA PERDOMO
No, no hablo con los gatos
como el señor Murakami suele hacerlo.
Interminables chismografías felinas se establecen
en su patio de tierra.
Pero de niña me acunaron en plumas de paujil
y entiendo el lenguaje de las aves.
Me despiertan con sus cuitas,
con sus trinos sobre los embelecos del jazmín,
o sus observaciones a la mala voluntad de la violeta,
a la que no bajan de intrigante y marrullera.
Los gatos lo saben.
Desde su hipócrita ensueño
acechan mi entendimiento alado.
Atentos por si equivoco un gorjeo
que les convide a una aérea y contundente cena.
GRACIELA ORTIZ
Soy la madre de Hernancito
al que unos bellacos despojaron de sus bienes
consumiéndolo en la melancolía.
Al ser difunta,
no pude evitar la truhanería.
Más ruego al cielo que los rufianes
(siempre jugaron con naipes marcados)
encuentren escarmiento,
y la carta de la torre se invierta
en sus dominios.
ISABELLA ZÚÑIGA
“Tengo los oídos en la punta de los pies”,
dice Isabella,
en tanto su pierna izquierda busca
la dirección de la estrella vespertina.
“Mis oídos y mis pies son la forma carnal
de mis alas”, afirma sin rubor.
“Unos y otros participan del milagro de la levedad
que me permite múltiples cabriolas
sin que mi cuerpo perciba el peso de una hoja”,
termina sonriendo,
y se aleja,
convirtiéndose en un interminable remolino blanco.
JAIME CORREA
De niño quise ser cantante,
me aprendía las tonadas que mi madre escuchaba
escondiendo su tristeza pegada al viejo aparato de radio.
Me gustaban esos raros acordes de furiosas trompetas.
El piano y los golpes de un bajo.
Soñaba con cantar para ella esas letras
que hablaban de infinitas tristezas,
de graves desconsuelos.
Mi deseo crecía a la sombra de los mangos.
Hasta que oí la risa de la muchacha,
su burla franca en la mirada.
En el rio ahogue la última estrofa,
estrellando mis lágrimas contra la arena gris
de los viejos bluseros.
JOSÉ DAVID LÓPEZ
Esta mañana repartí los periódicos en el mercado
como todos los sábados.
Don Alcides, tenía listos los panes de maíz y las galletas.
Como siempre, quedamos en que pronto iría a conocer a sus nietos.
Charlas de viejo.
Podrían ser las gallinas o el gato, inclusive el nuevo molino,
o una tarde de solaz en el parque,
lo que nos alienta a buscar encontrarnos.
Pero los afanes del uno en su panadería,
y mis recorridos de voceador de triunfos o tragedias,
no dan espacio para evocar los años que la tierra nos brinda,
antes de que nos cubra.
Para mí ya es un hecho,
y desde aquí me despido,
de Alcides y de todos.
Mi bicicleta, con sus alas quebradas,
yace junto a mi tumba.
RAFAEL PÉREZ
Un sueño común nos cobijaba en Escambray.
Derrotamos a los alzados,
mientras sembrábamos palabras, repartiendo potajes y café y poemas.
La Patria era el alfabeto, la imaginación,
la tierra, y la defensa de los barbudos:
Fidel, esta es tu casa.
Todos a una. Como ángeles festivos,
atizando el fuego y la ternura de los niños.
Leyendo en los ojos de la abuela los versos futuros.
Nadie intuía el infierno.
La madre y el padre devorando a sus hijos.
Los odios de los esbirros. El siniestro silencio.
El llanto en las repisas, donde residen las quimeras marchitas.
Aquí estoy,
ya no agradecido, más bien apaleado,
como un perro.
TIO INDALECIO
Desde que logré que Ignacio me devolviera las tierras
que pretendía usurpar con su ejercito
de leguleyos y cagatintas,
gané fama de docto jurisperito.
En verdad,
mis reclamos fueron categóricos,
diáfana mi argumentación,
nutrido el respaldo de artículos e incisos,
cuidadosa la escogencia de fundamentos doctrinarios
sabídos de memoria.
Cargado de hermenéutica pude demostrar las falacias y lo arbitrario
de las pretensiones rapaces de mi hermano.
Vale anotar,
que la pistola nueve milímetros puesta sobre su escritorio,
ayudó un poco.