El colombiano Pablo Montoya fue el destinatario del prestigiado Premio Rómulo Gallegos por su novela «Tríptico de la infamia». El autor ha escrito también una veintena de libros de diversos géneros: poesía, ensayo, narrativa.
El también polifacético escritor y artista antioqueño, Samuel Vásquez, comparte con La Otra este ensayo sobre el ganador de este premio que se otorga en Venezuela.
La memoria como una
forma de la imaginación
Toda imparcialidad es principio de sentencia,
actividad de jueces.
Toda parcialidad es embrión de pasión,
actividad amorosa
Libros se escriben todos los días en todas partes, pero ¿cada cuánto asistimos a la misteriosa aparición de un poeta? Porque la poesía no es producto de la disciplina, ni de las buenas costumbres, ni de las altruistas intenciones, ni de las promociones editoriales, ni de los talleres literarios, ni de la altanería alcohólica.
La poesía es la inocencia lograda a través del conocimiento, es la sabiduría merecida por la andadura hacia el olvido, es la originalidad extractada de la realidad, es la imaginación alcanzada por el sendero de la memoria. Y, ante todo, la poesía pertenece a la categoría del milagro.
Lo que estoy haciendo aquí, ahora, es celebrar en público, sin falsos pudores, sin falsos impedimentos éticos, más que la publicación de un libro, la manifestación umbría y milagrosa de un poeta. Pero no oficio como juez -¡qué horror!-, mejor reclamo las piedras que como profeta merezco: con ellas apuntalo mis cimientos.
Todo esto suena gratuito si ustedes no han leído lo que está escribiendo hoy Pablo Montoya. Como muestra de su fronda, éste maduro fruto de su libro inédito Viajeros:
MOISÉS
¿No sufrí la humillación, el destierro, la agonía de saberme de ninguna parte? Pudiendo espantarme con el paso de mis horas, y olvidar tu designio, obedecí. Me alejé del hogar. Dejé de ser amante. Abandoné a mis hijos para conducir un pueblo. Dijiste: tira el báculo, envilece las aguas y lo hice. Dijiste: avisa el castigo de los primogénitos y lo avisé. Crucé ese mar delirante. Con una multitud insensata erré durante cuarenta años. Quizá ese tiempo no sea nada para tu conciencia infinita, pero fue la esencia de mi tiempo. La arena del desierto no sólo carcomió mi cuerpo, también secó los rasgos de la ilusión. Si fui soberbio fue para no sucumbir a un derrumbe propio que me pareció ineludible. Si tuve excesos, ellos apenas mostraron una frágil imagen de los tuyos. Pero ahora dices que la tierra ansiada no la pisarán mis pies. Y ordenas mi retiro, como si yo fuera una cosa desgastada e inútil.
UN CRUZADO
Fui uno en ese viaje santo y también fui todos. Salí de Clermont, de Toulouse, de Legia, de Lorena. Perseguí la redención tocando lo execrable. Mi caballo desbastó, mi espada degolló, mi boca profirió denuestos en las jornadas del saqueo y estuvo atada al responso en la angustiada noche. Por los caseríos de Hungría, como un viento arrasador, se extendió mi mirada hambrienta de eternidad. Sobre el mar que rodea a Constantinopla pasó, confundida en la multitud, mi conciencia de perecimiento. Busqué al Creador encerrado en el delirio. Pero en Maara y Antioquía Él se escondió entre la sangre y la epidemia. Su rastro fue inagarrable en los despojos que siguieron hasta que Jerusalén fue liberada. La ciudad nos perteneció ese día de 1099, y el humo de los incendios hizo una inmensa cruz en el firmamento. Entre los gritos de espanto, mis manos se mancharon de horror, pero aspiré por fin el hálito implacable de Dios.
MAGALLANES
La tierra por fin será redondeada. Lo difícil ha quedado atrás. El hambre, la sed del Pacífico, la incertidumbre en el paso donde no existe nadie. Pero la tripulación vacila combatir ahora. Les repito que en esta insignificante isla mil paganos no pueden contra una sola de nuestras armaduras. Ni siquiera el rey Manuel pudo detenerme. Ni la derrota y el olvido padecidos entre los infieles de Malaca. Ni la traición de los amotinados en la bahía de San Julián. Ni siquiera mi sórdida tendencia a desaparecer, para que hoy la rebeldía de un monarca indio venga a impedir mi propósito. Los convenza y somos cuarenta los que bajamos en esta playa surcada de corales. Se inicia, entonces, una batalla que no tiene nada de siniestra. Una hora acaso y la insurgencia será borrada. Los indios gritan. Son bestias que corretean, acosadas. Nuestras armas empiezan a imponerse. Uno tras otro van cayendo. De pronto, siento que de cada uno que matamos surgen cinco, diez, cien, mil flechas, piedras, fango endurecido. El cansancio se cierne sobre mí como un golpe seco. Otro ramalazo de dolor se establece en una de mis piernas. La rabia me crece. Arremeto en vano. Ordeno una retirada, muchos la hacen en desorden. Pigafetta está a mi lado, y el agua es como una mancha de aceite que en vez de unirnos nos separa. Una lanza fustiga mi rostro. Hundo mi espada en el infame y algo me paraliza el brazo. Por un momento, detenida, veo una marea de miradas salvajes lanzarse sobre mí. El mar, insoportablemente azul, se me clava en todo el cuerpo. La luz del día se despedaza entre mis manos. Me tasajean la otra pierna. Me desmorono. El mundo comienza a oscurecerse, y no lo creo.
Aquí la información exhaustiva, la erudición histórica confiere época y paisaje al poema, y no demanda ser el documento que demuestre nada; le otorga credibilidad a la fábula, y no presume ser el testimonio que confirme ninguna verdad histórica: su autenticidad es poética. Y su verdad es poética: “Lo está contando bien, luego es verdad”, decía Mario Palomeque en la soledad infinita de Dipurdú de los Indios, en la lluviosa selva del Chocó.
Aquí se investiga para figurar, para pintar, no para reproducir el dato escueto, la cita precisa; no se utiliza el carbono 14, se aplica el carboncillo.
Aquí, el poema es puente generoso entre la memoria y la imaginación. Por el contrario la Historia, con su presunción científica y su arrogancia de juez inapelable, da relevancia a la coherencia de los sucesos, pero suprime al hombre y a sus gestos; da voz al tiempo, pero calla al individuo y suprime su ritmo; da luz a los acontecimientos de gran tamaño, pero sume en la oscuridad los deseos humanos y los felices momentos. Aquí se hace preciso recordar que la poesía es una contrahistoria que siente y que presiente, que agrega deseo a la palabra.
Mientras la Historia es el territorio de la prueba, la poesía es el país de la huella. Huella que nos permite soñar. Y sólo a un sueño debemos fidelidad.
Pablo sueña ser Moisés e increpa a Jehová. Sueña ser cruzado y ve, a través de la sangre santa, el fulgor de Dios. Sueña ser pirata y siente en su hombro el brazo de la muerte. Sueña ser Magallanes…
No es como dice Marcel Schwob, que la continencia es lo que explica la excesiva curiosidad de Newton, no. Lo que motiva su enorme curiosidad es su capacidad para soñar. Cuando la corona inglesa nombra a Newton presidente de la Real Academia de Ciencias, le asigna una cuantiosa subvención. Y ¿qué hace un genio como Newton con tantísimo dinero? Organiza una expedición a Suiza para ir en busca de los dragones, porque Newton cree en los dragones, sueña con los dragones. Y es que «el hombre que sueña no puede envejecer».
Pablo Montoya sabe mejor que muchos que el talento se desarrolla en privado, en la soledad. Y sabe que el desierto se burla de todas las rutas, de todos los itinerarios, de todas las citas, pero no puede gambetear ningún encuentro.
¿Cómo no agradecer al poeta que sueña para nosotros?
Samuel Vásquez, Medellín 1998