La poeta María Baranda nos aproxima en un juego de paradojas al dominio literario del crítico Armando González Torres, para invitarnos como lectores a salvar al buitre, que es una forma de salvar la escritura.
Salvar al buitre. Armando González Torres
María Baranda
En este libro el buitre no es el buitre. El buitre no está en la foto. La foto es un pretexto, el pretexto deviene escritura, la escritura es una forma de casa, la casa es la infancia, la infancia es la del autor. Y a la infancia hay que matarla o enterrarla, no salvarla. Quizás sólo si se acerca un buitre. O que el buitre sea la misma infancia, cualquiera de las dos es un buen planteamiento para un libro. Un libro magnífico, como el buitre y como la infancia, con todo y madre y niño y montones de palabras. Pero el buitre es la escritura y a la escritura hay que salvarla. ¿De qué? Del mismo buitre, de la misma escritura.
Armando González Torres ha escrito un libro pleno en tonalidades, más allá del aforismo. Ya en otro libro Teoría de la afrenta nos mostraba todo el horror de la condición humana. Con sus monstruos y apariciones, con sus tajos de sombra y de miedo, de olvido y memoria. Ahí el autor nos proponía alejarnos del ser para mirar a fondo, para dejarnos ver a flor de ojo ese algo que nunca importa. En este libro, en cambio, el autor desnuda la condición humana. Se acerca no a la ausencia, sino a la mera presencia de quiénes somos. Este libro nos proporciona el ámbito de la inteligencia al filo del abismo:
“Me susurró: no has perdido nada, sólo por un instante, en una especie de juicio final, se nos concederá saber a detalle qué hicimos de nosotros.”
La mirada del escritor se encuentra con su propia demanda: develar lo que intuye o, en el mejor de los caso, lo que sabe. Sabe que la concentración en un mismo punto sólo funciona si se olvida. Olvida de dónde parte y hacia dónde se dirige. Su escritura es una devoción, un fijarse en el más allá de lo que permanece para establecer nuevo límites que van siempre a la deriva:
“Ella y yo terminamos detestándonos y, sin embargo, estamos condenados a recordarnos en todos los cuerpos en que pretendemos olvidarnos.”
Pareciera no haber escape posible, como en la aventura nietzscheana en que el hombre se juega su ser frente a lo divino, en el caso de este libro, sucede frente a la escritura misma.
La soledad de la conciencia de Armando es entrañable, nos lleva a ese lugar primigenio donde uno cree poder existir y, por lo tanto, exigir.
Exigir despojarnos, desplegarnos, en un ir muy lejos de cualquier contestación, porque partir significa regresar, aunque sea bajo la forma del olvido. Olvidar para seguir vivos, para estar en nuevos recorridos.
El libro comienza con la petición de un tercero por un recuerdo de infancia. De ahí que a lo largo de esta primera parte, todo esté tensionado entre esa búsqueda y el olvido. Y, como dice el autor: “En cada olvido imaginemos que hay un dato de dicha, de heroísmo perdido”.
El planteamiento es interesante ya que le da dimensión a lo intangible. De ahí que se sucedan una serie de imágenes en donde, al margen de la idea central de búsqueda de un recuerdo, se produce un olvido, un vacío. Y sin vacío no hay escritura posible. El autor aborda con inteligencia un tema ante el cual no se rinde a ciegas, no pierde, si no que pareciera establecer una conversación consigo mismo en donde los hallazgos son muchos ya que Armando González Torres sabe que en la infancia hay que hundirse cada vez más y más como si fuera un secreto, y porque “algún día, entre excrecencias, encontraremos nuestro recuerdo más antiguo, puro y luminoso.”
Sin embargo, en la siguiente parte del libro “Recuerdo de los barrios tristes”, se deja de lado el olvido y brotan las evocaciones insistentemente en un sitio en el cual la tristeza enmarca cada acontecimiento. El autor cede ante la tragedia de esos barrios tristes en donde “la luz es escasa y la sombra irrespirable” y establece sus coordenadas en la narración de un entorno sostenido, no por la resistencia del pensamiento, sino por la fascinación del afuera para poder articular circunstancias y situaciones donde se padece. Padece de recuerdos. La trampa quizás, fue tratar de mantener un afuera para decir y sostener el discurso en una tonalidad dada de antemano: lo triste.
Cosquillas, la siguiente sección, es absolutamente entrañable. Aquí no hay apología al horror o percepción de un conflicto establecido de antemano. Todo fluye como “el río de la noche, en donde somos niños navegando perseguidos por un cazador.” Armando contacta directamente con la experiencia y, a su vez, con la inteligencia. Hay nostalgia, apenas, pero se nutre más de la ironía: “Cada vez que quiero asomarme a evocar literariamente mi infancia, el niño que fui me recibe a pedradas.” Hay futuro que promete la risa y el asombro, “Leer como niños” sentencia el autor. Todo está puesto en el conocimiento de los anhelos más profundos: “nadie me alcanzará”, “podré volar”. Se expone la vida con todas sus fisuras, texturas y posibilidades. Hay juego. Y premisas como “correr desbocadamente y sin miedo.”
En la última parte, Literatura y adolescencia, el recorrido de voz del autor es más serio y solemne, más en el punto álgido del quehacer literario. Y sí, porque toda vocación se define en esa etapa de la vida. Si la infancia, como decía Rousseau es el lugar donde luminosamente sabemos a qué nos dedicaremos el resto de nuestra vida, es en la adolescencia donde se derrumba la eternidad, los sentidos se desbaratan y quedamos, a merced de nuestros descubrimientos y exploraciones, listos para definir vocaciones. O no. Sin embargo, en este libro, pareciera que el autor llega a puerto con la lectura y establece la ficción y sus personajes, ya sean autores o no, como punto de referencia para definir su propio orden, sin remordimientos ni resistencias, sin escatimar el sentido del acecho a ideas únicas o brillantes y sin trazar imágenes ciegas que levanten equívocos o fracasos. Su escritura se despliega en la obsesión del pensamiento y traza, no un laberinto de palabras, sino una cartografía de diversos planos en donde el ser se desarrolla a través de la lectura y el asombro.
Éste es un libro de madurez, me atrevo a decir, y como tal, muestra un sitio nuevo e imprescindible entre los ya varios textos escritos por Armando González Torres. Acompañémoslo a salvar al buitre, que no es más que la propia salvación en su escritura.
Armando González Torres. (México, D.F., 1964) Poeta y ensayista. Estudió en El Colegio de México. Publica en diversas revistas y suplementos del país y del extranjero. Ha ganado diversos premios nacionales como el “Gilberto Owen” de poesía, el “Alfonso Reyes” y “José Revueltas” de ensayo.
Es autor, entre otros, de cinco libros de poesía, de los ensayos ¡Que se mueran los intelectuales! y Las guerras culturales de Octavio Paz (recién reeditado por el COLMEX) y de los libros de aforismos Sobreperdonar y Salvar al buitre.