La poeta argentina manifiesta su gratitud por el sonido vibrante de la realidad tecnológica que la vuelve a la realidad cotidiana, que la pone con los pies sobre la tierra luego de hundirse en el ensimismamiento de la creación poética y literaria.
El sonido de la felicidad
Cecilia Romana
Hace poco en una entrevista que le hicieron al músico ruso Anton Zaslavski, entre las respuestas que dio sobre su formación y sus inclinaciones –algo estrambóticas para quien se crió entre músicos y estudió piano clásico incluso antes de aprender a leer o escribir en su propio idioma–, a la pregunta de qué sonido era el que más le atraía dijo: este, y señaló su teléfono celular que estaba dado vuelta sobre la mesa. Después, con la boca entreabierta imitó una vibración insistente y acompasada. Es un sonido que no puedo dejar de oír. Día y noche, no puedo resistirme a oírlo.
La voz de Saslavski sonaba sincera. Esos ojos redondos, sorprendidos ante todo –siempre–, de repente se tornaban serenos: comprendían en profundidad una verdad diaria, inevitable.
El sonido que proviene de un teléfono celular no es cualquier sonido. A pesar de que pareciera estar en todos lados; pese a que cualquiera puede oírlo en su cartera, en su mochila, en su casa, es el sonido que indica una llamada, lo que dice con urgencia: alguien te busca, te necesita, quiere hablarte. Alguien está pensando en vos.
Comprendo la obsesión de Saslavski. Quizás sea generacional, aunque él y yo no pertenezcamos, estrictamente hablando, a la misma generación.
Pongo mi celular al lado de la computadora y trabajo. Metida de lleno en mi mundo de correcciones y edición, el temblar del plástico contra la madera de la mesa es una señal inequívoca, divina, que me saca y no de lo que estoy haciendo; un sonido que me hace pensar que no estoy tan encerrada en las sílabas, en contarlas y ver que vayan unas con otras, en si pega el final con el nudo, etcétera. El sonido del celular es como el beso de buenas noches de mi mamá cuando tenía seis años y pensaba que no iba a venir nadie a verme antes de que me durmiera; es como mi hermano regalándome ese libro por el que tanto nos habíamos peleado, las Vidas paralelas de Plutarco; o mi papá llorando disimulado cuando me escuchó leer un texto sobre él en ese auditorio repleto de gente.
Una toma breve muestra a Saslavski componiendo. Tiene las manos sobre el teclado de su piano, el lápiz en la boca, los pies aprietan los pedales de uno en uno. Está concentrado, no sonríe, hasta que de pronto mira al costado: su celular. Nosotros no llegamos a escucharlo, pero debe estar vibrando. ¿El músico espera que alguien lo llame? ¿Necesita que alguien lo llame? No lo sabemos. Es famoso, rico, exitoso, sin embargo, un estímulo externo le ilumina la cara igual que a mí. Es un sonido acompasado y opaco. El sonido de la necesidad.
A veces, por voluntad propia, me olvido el teléfono en un cajón o al lado del lavarropas. Salgo a caminar. Tal vez vaya a la casa de mis padres, la casa donde me crié. Mientras mi pequeña hija esté conmigo no hay por qué tener miedo de la incomunicación, del riesgo que eso significaría para una madre como yo. Allá, entre las cosas de mi infancia, no necesito que nadie me busque, que nadie quiera estar conmigo. Quizás tenga que ver con que en esa casa suelen oírse otros sonidos que me gustan demasiado, como el del motor del agua, o los ladridos de los perros, las voces de mis sobrinos, la risa de mi hija que juega con sus primos. Quizás, porque en el aire está la voz de mi mamá que conversa con alguno de mis hermanos o conmigo, la de mi papá que se sienta en la mesa y habla de libros, quizás por la televisión que se escucha de fondo puesta en cualquier canal que nadie está viendo. En esa zona idílica de mi niñez y mi adolescencia, no necesito la llamada de nadie.
¿Seré dos personas diferentes? ¿Una mientras trabajo, o en la calle? ¿Otra en esa casa en donde se juntan todos los que quiero?
Puede ser. O quizás hubiese sido atinado que a Saslavski lo filmaran también en su casa de infancia, en Rusia o Alemania, donde vivió de chico, con sus hermanos, sus padres, su familia.
De cualquier manera y fuera de perspectivas que no van a llevarme a ninguna solución, se me hace difícil imaginar la vida sin esa vibración que por momentos me levanta de la nada y me devuelve a la realidad; la que me dice que crecí, que soy una mujer adulta que trabaja y dejó de depender económicamente de sus padres hace rato.
Ahora dependo de un teléfono para saber que existe un mundo afuera, un mundo que por momentos me llama, me busca y me quiere, para volver a pensar en el beso de mi mamá a los seis años, el libro de mi hermano, el llanto de mi papá.
Ahora soy como Anton Saslavki, aunque no sepa tocar el piano y menos que menos componer una canción.
Él yo sonreímos. Cuando sentimos que nos buscan, él y yo somos felices. Un sonido inhumano nos hace pensar que estamos vivos por alguna razón, nos hace dependientes, día y noche, de algo parecido a la felicidad.
Cecilia Romana (Buenos Aires, 1975). Licenciada en Artes y Cencias del Teatro. Es poeta (premio Jaime Sabines en 2006).