Marco Antonio Campos es visto como el hermano mayor, como guía o conductor, como maestro en este libro de ensayos, que representa la acuciosa lectura de un experto o de un curioso insaciable en diversos ámbitos de la cultura.
Indicaciones, de Marco Antonio Campos*
Carmen Villoro**
Qué agradables son esos viajes en coche en los que uno sigue las indicaciones de un buen guía. No las típicas recomendaciones del turismo comercial, sino esas sugerencias vividas por un amigo sensible y hedonista que ya recorrió la ruta visitada. El retablo de una iglesia en un pueblo apartado, la fonda familiar en donde un guiso le ha dado una discreta gloria, el hostal en donde la amabilidad de los anfitriones se convierte en valor agregado, el camino de terracería que lleva a ese pequeño caserío enclavado en la montaña, o al lago escondido adentro de un volcán. Esos son los mejores viajes, vividos con sencillez, sin prisas, con flexibilidad en el calendario, con una actitud de apertura a la sorpresa. Esas travesías sin meta ni certezas, sólo acompañadas por la voz del viajero que estuvo en esas tierras. “¡Ah!”, decimos, cuando encontramos el paisaje, la obra de arte o el detalle urbano que se convierte en señal de la mirada del otro, el amigo que generosamente la comparte.
Así se lee este libro Indicaciones, de Marco Antonio Campos. En breves ensayos y crónicas nos va revelando los señuelos del camino disfrutado. “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”, dice el poema de Machado que, para la gente de mi generación, lleva adherida para siempre la melodía y la voz de Juan Manuel Serrat, a quien debo el despertar de mi interés por la poesía española y que los jóvenes de los años setenta cantábamos por default en cada reunión en la que hubiera una guitarra. Y sí, tenemos coincidencias generacionales, pero Marco Antonio es un poquito más viejo que yo y sobre todo, mucho más leído y escribido, y es por eso que sigo sus consejos como si fuera un hermano mayor. Pero en realidad no son consejos, las de Marco son pequeñas transmisiones de experiencia cargadas de afecto y de sentido. En sus textos nos habla de lo que para él es entrañable. Su viaje tiene tres estaciones: la literatura (particularmente la poesía), la pintura y el cine.
Nos habla de los libros como de esos barcos con los que se llega a otros parajes donde otras vidas suceden; objetos bellos que proporcionan deleite y conocimiento y por los que el autor de estas reflexiones siente una pasión como la que sintieron Montaigne, Quevedo, Borges y tantos otros. Campos nos cuenta: “(…) en mi primera juventud fueron deslumbramientos y revelaciones libros de Platón, Nietzsche, Bertrand Russell, Stendhal, Hermann Hesse, Giovanni Papini, Albert Camus, Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Octavio Paz, Paul Valéry, Dante, los poetas del Dolce Stil Nuovo, Giacomo Leopardi, Pablo Neruda, César Vallejo, T.S. Eliot, Giuseppe Ungaretti, Federico García Lorca…” Y lo cuenta como si estuviera enumerando a sus amigos de la cuadra o de la prepa, con esa naturalidad.
Una de las angustias del vertiginoso siglo XX fue, y lo sigue siendo en el siglo XXI, ya un poco amainada por la familiaridad con las nuevas tecnologías, la desaparición del libro como objeto. Ray Bradbury la aborda en su novela Fahrenheit 451, en el cuento “Casa Usher II” y en el que lleva por título “Los desterrados”. Todo esto nos lo cuenta Marco Antonio Campos de manera detallada y deleitosa y también nos recuerda al mayor custodio de las bibliotecas, el más amoroso, Jorge Luis Borges y “El poema de los dones”, ese soneto maravilloso. En ello muestra nuestro autor su identificación profunda con esos escritores, su gratitud con esos objetos llenos de sustancia y de profundidad: “Los libros, no la familia escindida ni la escuela estéril, me dieron una perspectiva estética y el sentido ético de la vida”, nos confiesa, no sin cierto dolor.
En el ensayo “Leer poesía”, Marco Antonio Campos se contesta algunas preguntas sobre este amor misterioso que un día llega y se instala en la sangre para siempre. Ha habido poetas que lo abrazan todo, como Walt Whitman o Neruda, poetas que aportan un afluente pequeño al océano de imágenes y metáforas escritas, pero todos hacen, según Campos, “una gran labor de trasformación: a una forma que existe en el mundo él (el poeta) la convierte en una forma verbalmente armoniosa”. Al final de este ensayo, las palabras de Marco Antonio se asientan con la gravedad que les otorga la sabiduría de que están hechas. Así son los ensayos de este autor, va conversando y describiendo y, de pronto, su discurso pasa por los filtros invisibles del alma y adquiere una textura que toca el corazón. Dice: “El poeta debe siempre vigilar el lenguaje: purificarlo o iluminarlo. Yo he visto a la poesía como un cuaderno abierto para la aventura y la libertad. Aspirar a la limpidez de la nieve y a las enseñanzas del camino. Aprender a oír el idioma de los pájaros y los llamados del viento. Sin esperarlo, o no del todo conscientemente, la poesía me dio todo. Me ha acompañado siempre: en numerosas y variadas rutas, en esperas de estaciones de trenes o autobuses, en migraciones y regresos, en momentos sombríos o iluminados, de cara a la tierra y frente al sol. Como decía Hölderlin ´El hombre es un dios cuando sueña / y un mendigo cuando piensa.´ Eso quería decir. Quería decir que la poesía, a fin de cuentas, no sólo da las bellezas del instante, sino que parsimoniosa, casi imperceptiblemente, va modelando el corazón y el alma de un hombre. Y la poesía es todavía una de las pocas cosas grandes que otorgan sentido a un mundo condenado.”
A lo largo del libro, el autor dialoga con algunos de los poetas que le han hablado al oído a lo largo de este viaje y con ello nos invita a visitarlos. Ahí están Fernando Pessoa, Montale, Eliot, Emile Nelligan, Gaston Miron y Gatien Lapointe (quebequenses desconocidos para mí), Ungaretti y Emilio Coco, Alí Chumacero y Rosario Castellanos, Blanca Varela, Alejandra Pizarnik, Jaime Sabines y Eduardo Lizalde; Víctor Sandoval y Juan Gelman: Gabriel Zaid, José Emilio Pacheco, Juan Manuel Roca, Armando Romero, Piedad Bonnett, Elva Macías, Evodio Escalante, Luis García Montero, Samuel Noyola, Borges y Neruda, entre otros. Más lejanos o más cercanos en época, geografía o estilo, a todos les encuentra Marco Antonio Campos el valor de su singularidad poética. Por razones de interés y cariño, en este rico catálogo de sensibilidades, me detengo en el ensayo dedicado a la poesía de Hugo Gutiérrez Vega. Aquí, Marco Antonio resalta el carácter conversacional de la poesía de su amigo y maestro y señala las dualidades que conformaron su luminosa personalidad y, por lo tanto, su poesía: “el poeta libresco y el poeta desparpajado”. El que “da saltos chaplinescos y pone cara de niño regañado a lo Stan Laurel” y “el hombre de formas, que ha ejercido la diplomacia”; “la dualidad del poeta que, por una parte, ve los hechos y las cosas del mundo con asombro y el deslumbramiento de un niño, y por la otra, el poeta que observa con tristeza y desencanto el paso de los años en los objetos, en los elementos de la naturaleza, en la personas y en él mismo”. Y está “la dualidad del poeta emblemáticamente sedentario y la del poeta numerosamente viajero”. A la manera de Hermenegildo Bustos, retratista del que también escribe en este libro, Marco Antonio Campos nos transmite mucho de la esencia humana y personal de sus poetas, narradores y ensayistas (que también los hay en este libro, aunque en menor cantidad que los poetas, pero aquí están Alfonso Reyes, José Revueltas, Sergio Ramírez, Taibo II y Emmanuel Carballo).
Inevitablemente y porque así lo desea Campos, con sus anécdotas, recuentos análisis y reflexiones, nos va compartiendo lo que ha sido su mundo, sus amores y sus desamores, sus filias y también sus fobias y disgustos. De los pintores reseñados en este libro nos queda la impresión de que Marco Antonio Campos hace un rescate de figuras que han estado lejos de los reflectores, como el anticuario que descubre una pieza valiosa en el sótano de una casa vieja y le quita el polvo para mostrarla con un nuevo fulgor. Y el cine, esa su gran pasión desde que era niño. Ahí va la lista: “Rossellini y Fellini, Antonioni y Visconti, Pasolini y el Bertolucci de La estrategia de la araña y El conformista (…), Griffith, el padre de todos, Josef Von Sternberg, Orson Welles, Luis Buñuel, Ingmar Bergman, Akira Kurosawa, Elia Kazan, Alain Resnais, Francois Truffaut, Jean-Luc Godard, Costa-Gavras, Stanley Kubrick, Joseph Losey, André Wajda, Milos Forman, Michael Cacoyannis, Glauber Rocha, Luis Aristaráin, Emilio Fernández, Arturo Ripstein…” Pero todo empezó con el gusto por las películas de Jorge Negrete y Pedro Infante. Marco Antonio sí las vio todas en los cines de la Ciudad de México de los años cincuenta. Apreció la voz de Negrete, la simpatía de Pedro Infante y la belleza de mujeres como Ana Berta Lepe, Lilia Prado, Silvia Pinal, Christiane Martel, Rosario Granados, Carmelita González, Elsa y Alma Rosa Aguirre. Del cine extranjero le gustaban Gina Lollobrigida, Carrol Baker, Claudia Cardinale y Natalie Wood. No sin cierta nostalgia nos comparte un deseo: “Acaso, si hay otra vida o exista un regreso por esta tierra, podré filmar esas cintas que no pude hacer y que creí que podía hacer en el decurso de esta vida que se me ha ido en el aire con la velocidad de los pájaros.”
Y sí, el tiempo pasa pero la literatura permanece. Las experiencias y las emociones que Marco Antonio ha vertido en estas páginas siguen palpitando al interior del libro. Su mirada atenta ha arrojado una luz cálida, tenue, amable, a los objetos y sus palabras; ha quitado envolturas a piezas familiares y ajenas mostrando un nuevo ángulo, una veta distinta, un retoño desapercibido en la cultura de su generación. Y se nos ha mostrado él, con generosidad y gracia, con esa manera suya discreta y aguda, fina, honesta y noble como su poesía. Gracias por el paseo.
*Reseña del libro Indicaciones, Maro Antonio Campos, Editorial La Otra, Colección Clepsidra, Ciudad de México, 2014.
** Carmen Villoro nació en México D.F. en 1958. Vive en Guadalajara desde el año 1985. Ha publicado varios libros de poesía y prosa poética, entre ellos: El tiempo alguna vez, El habitante, Jugo de Naranja, Obra negra, Espiga antes del viento y La algarabía de la palabra escrita. Fue directora de la revista de cultura Tragaluz. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de CONACULTA. Pertenece al consejo de la Cátedra Hugo Gutiérrez Vega de la Universidad de Guadalajara. Ha sido maestra e impartido talleres de poesía durante 30 años y ha fungido como jurado en certámenes, becas y apoyos para creadores en diversos estados de la República Mexicana. Actualmente es consejera del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Jalisco. www.carmenvilloro.com.