Como una primicia de su obra, Paredes ofrece al lector de La Otra el prólogo de este libro “Las voces del relato”, que aparecerá muy pronto con el sello de la editorial Cátedra.
Las voces del relato
Alberto Paredes
A la memoria de mis padres, este libro,
renovándose, como la vida que me dieron.
A mi hermana Chela, por sus cuidados
permanentes.
Narrar es un arte; un arte hecho con recursos. Se trata de la operación de fingir con palabras, inventar seres imaginarios dentro de un mundo propio al que podemos asomarnos a nuestro antojo, pero en el que no podemos transitar con el peso de nuestros pasos humanos. “Todas las familias felices se parecen; cada familia desdichada lo es a su manera”: Nos dicen los traductores que exactamente así se inaugura el universo novelesco en todas las lenguas humanas llamado Ana Karénina. Se denominan técnicas narrativas los recursos y trucos por los que el escritor nos convence de que Ana Arkadievna, casada con Alexei Alexandrovich Karenin existe, sufre y se debate, es decir vive y palpita tanto como cualquiera de nosotros. Recíbela lector, muy pronto saldrá del tren que proveniente de San Petersburgo está llegando a la estación central de Moscú: “En efecto, a lo lejos silbaba la locomotora. Transcurridos unos minutos se estremeció el andén y entró, despidiendo nubes de humo que descendían a causa de la helada, con el movimiento lento de la biela de la rueda central. El maquinista, cubierto de escarcha y muy arropado, saludaba a derecha e izquierda; tras del ténder, que entraba aún más despacio y hacía temblar el andén, apareció el vagón de equipaje, en el cual venía un perro aullando y, por fin, estremeciéndose ante la parada, llegaron los coches de los pasajeros. (1)
Ana va al encuentro de su hermano, el carismático príncipe Stepan Arkadievich Oblonsky, “Stiva”, para sus numerosos conocidos de la mejor sociedad zarista. Y Ana se conduce como si perforara la niebla con “sus brillantes ojos grises” que manifiestan la soberbia complejidad de su carácter (compuesto de alegría, belleza, brío, todo ello a una edad que oscila entre la juventud y la madurez: es como si ella fuera un oporto en el momento exacto en que maduración y frescura ofrecen su mejor combinación y regalan un bouquet que nos herirá por tan sensual). Pero Ana no ha necesitado pagar su billete con rublos verdaderos, pues a diferencia de usted o yo no está hecha de sangre conformada por hemoglobina ni respira oxígeno ni necesita el agua que en términos químicamente ideales es H20; no, ella está exenta, al igual que el resto de sus amistades y parientes, de las necesidades mundanas y corporales a las que nosotros pagamos diario tributo, querido lector. Y sin embargo ya Vronsky se ha aturdido al cruzar repentinamente la mirada con aquella dama sin par; y ella también se ha desconcertado a merced de ese tropezón de miradas maliciosamente planeado por Tolstoy. Conforme el tren San Petersburgo-Moscú se detiene, el autor pone en marcha su maquinaria de vidas de papel; la biela central de la locomotora lentifica su giro y ese diminuendo paradójica y precisamente acelera la ingeniería verbal; todo ha empezado, la gloria, el delirio, el paraíso e infierno terrenales del romance entre la Karénina y el galante hombre de mundo que es el joven conde Alexey Kirilovich Vronsky, “hombre moreno, no muy alto, de complexión fuerte y hermoso, rostro extremadamente sereno y grave”. Lo hemos visto con los ojos de la imaginación; o dicho con más escrúpulo, lo hemos visto con los ojos que leen palabras.
¿Puede estudiarse el conjunto de trucos por los que alguien (Lev Tolstoy en este caso), se ha sacado a Ana y a todo su mundo de la manga, emanándolos de puño y letra? “Logos” es estudio o tratado, por lo que se llama narratología la disciplina de examinar los procedimientos que hacen surgir mundos convincentes y vívidos conforme se les narra. Un paréntesis personal. Escribí una versión previa de este libro a los 23 años; era el momento en que, egresando de la licenciatura en letras, sentía que abrazaba de por vida el estudio de la literatura con tal ardor y vocación como Vronsky a Ana; pero cualquier persona está familiarizada con la experiencia de permitir que sus impulsos ocupen su vida y lleguen a conducirla; existe la pasión de leer historias y de habitar los mundos imaginarios consumados por los novelistas, eso nos hermana a todos los lectores; en efecto todos los lectores nos parecemos, aunque cada quien sea feliz a su manera conforme vuelve las páginas de su libro amado. Es por eso que volver a Las voces del relato, en aras de volverlo más útil y sutil, es un gran placer.
Podemos imaginar las dimensiones del acto narrativo preguntándonos qué tipos de seres humanos cuentan historias; ¿en qué profesiones y oficios se cuentan historias? Pronto descubrimos hasta dónde nuestro mundo personal, familiar, colectivo y global está hecho por relatos y penetrado de palabras. Claro que esto va mucho más allá de los horizontes literarios (los cuales de por sí son inabarcables).
Los periódicos, por ejemplo. Del más parco y frío boletín de prensa al editorial más polémico y la crónica más detallada, todos los partícipes del ámbito de comunicación social que son los diarios sabemos que en todo lo volcado en letras de imprenta y líneas ágata, alguien ha tomado un conjunto de decisiones sobre qué contar, qué omitir, los matices de importancia en la nota, sugerir o no sugerir interpretaciones y consecuencias, etc. Pues tanto el reportero como su jefe de redacción y el transcriptor de boletines oficiales, así como el lector consuetudinario, saben que no enfrentan los hechos directamente ni merced a las palabras como supuesta “ventana transparente” sino que el periódico que sostiene es el resultado de un conjunto de opciones que afectaron en grados incontrolables el suceso referido; y el estilo también “cuenta”: cuando se opta por adjetivos lapidarios e incisivos, por ampliar descriptivamente ciertos ángulos del hecho, así como también las consecuencias de ser parco, de sintetizar y de procurar un tono aséptico y neutro, en pos del ideal informativo… Palabras en mano, ese reportero o miembro de la mesa de redacción o columnista o editorialista sabe que está armado del conjunto de lentes que coloran con muy diversas tonalidades la “misma” noticia que, como el lector sabe, es otra según quién la cuente y en qué órgano informativo.
Por su parte y potencializados por la imagen, los noticieros televisivos o a través de las redes sociales electrónicas, no prescinden del acto verbal y ejercen un control lingüístico similar al de la prensa escrita. Las imágenes visuales tomadas “en el lugar de los hechos” ciertamente son elocuentes y el televidente las exige, pero esa secuencia fílmica tiene banda sonora: las palabras del reportero conduciendo lo que aparece en pantalla. También interviene la “edición” de las declaraciones de las personas involucradas; edición: qué sale al aire y qué queda mutilado en la versión final.
Uno de los puntos clave en el cine, la radio, los programas televisivos y los videos de diversa índole (educativos, publicitarios, propagandísticos, etc.) es el oficio –discreto y decisivo– del guionista. Es la persona que concibe el relato y lo pone en palabras e indicaciones técnicas y convencionales propias de su medio específico. El guionista puede ser el mismo director del largometraje de ficción o documental, pongamos por caso, o puede ser un esforzado trabajador que se constriñe a hacer guiones o libretos uno tras otro y que vive de eso sin que el público que mira o escucha sus historias retenga su nombre cuando aparece fugazmente en la lista de créditos; el guión también puede surgir del conjunto de trabajadores escénicos y su director y productor, a manera de un taller de expresión o de un producto colectivo. En todos los casos enumerados, esa película o radionovela o cápsula informativa o escena de humor, y el anuncio publicitario o político, en todos ellos, constatamos la presencia vertebral de una historia escrita con palabras.
Los historiadores son otra parcela del mismo continente. Su profesión indagatoria tiene modalidades, escollos y responsabilidades peculiares, ¿pero no los habita también el incesante oficio de relatar el suceso histórico que nos sigue importando y afectando? Algún historiador podrá proponerse ser un analista de los grandes fenómenos colectivos, otro hará microhistoria buscando dar voz a las migajas de cotidianidad de los grupos sociales, otro se sentirá más a gusto rescatando y editando materiales de archivo y fondos reservados, alguno más podrá tomar el camino de volver a desplegar, con su información, mentalidad y preparación, el gran fresco de cada una de las convulsiones mayores de la humanidad… lo mismo da: también ellos fabrican, como Sherezada, Ulises y Penélope, el tapiz de palabras que cobran vida y nos atrapan, pues creemos que algo nuestro se contiene ahí, entre los hilos de su cuento tramado.
Una película del incomparable Alfred Hitchcock se llama Spellbound (1945). Es la historia de alguien que ha perdido su identidad pues no puede recordar quién es. La médula de su conflicto es su incapacidad de hablar de sí mismo. Salvador Dalí mismo contribuyó con una secuencia, para dar toda la vividez angustiante a la historia del impostor “Dr. Anthony Edwardes”, quien después se llama “John Brown” (“Juan Oscuro” o “Juan Opaco” serían buenas adaptaciones del nombre), para que finalmente el personaje se reconozca como John Ballantyne cuando cae al fondo de sí en un típico vértigo hitchcockiano. Es la vieja historia del inocente-culpable perseguido; Gregory Peck ejecuta una actuación inolvidable, acompañado de la intensa Ingrid Bergman como la Dra. Constance Petersen, más un elenco de sueño que actúa con exactitud de relojería. El protagonista está atado de palabras en un nudo ciego donde el yo se asfixia porque al no poder contarse no consolida su ser. Esta es una de las raras veces en que los traductores de los títulos de películas comerciales tuvieron un gran acierto: Cuéntame tu vida, se llama en español, con un dejo de oportuna cursilería. ¿No somos quienes somos en la medida que contamos nuestra vida? ¿No se consuman nuestras peripecias biográficas en la perspectiva que de ellas alcanzamos y transmitimos? Esa perspectiva es una visión hecha de palabras. Elegimos nuestros interlocutores íntimos y somos ante ellos porque les mostramos y confiamos nuestra vida; es decir el atado de historias que desde la cuna vamos tejiendo con el corazón y sus accidentes. Y aquí no hay astucia de Penélope que a hurtadillas deshaga la trama a medianoche. Fausto, gracias al pacto con Mefistófeles logró ser más joven, o joven de nuevo, y joven de otra manera de lo que naturalmente había sido; pero no logró ser otro.
En nuestros días, el paradigma profesional del interlocutor a la vez ajeno e íntimo, sobrio y receptivo, es el psicoanalista; no hace mucho era (y sigue siendo para vastos contingentes) el sacerdote confesor. Psicoanálisis o confesión religiosa: el duro ejercicio de conocerse a uno mismo porque nos decimos ante alguien que escucha. ¿Pero no hacemos algo semejante con todas las personas que adoptamos en nuestro seno? Cada que nos enamoramos o cada que alguien se vuelve nuestro amigo verdadero, estamos ante la deliciosa y un tanto narcisista obligación de contarle nuestra vida… y de escuchar con los oídos más atentos el relato de quién es esa persona.
Este libro es una guía técnica y una reflexión metodológica sobre el acto de narrar. Escuchar y comprender las voces (o personas) narrativas nos ayuda a habitar conscientemente toda suerte de relatos, pero también nuestro mundo pues hablar y contar es humano. Sabemos que cuando el relato verbal esplende y obtiene su máxima riqueza expresiva se llama literatura. Es un cuento, una novela, un diario, un libro de memorias. El lector observará que el centro efectivo de este libro son las formas narrativas del siglo XX y de este joven siglo XXI. En ellas se manifiestan con singular fuerza y complejidad las voces del relato. Son el arquetipo del mundo narrativo. El resto de hacedores de fábulas o cuentos (sucedidos o imaginarios) sigue el gran modelo de la literatura. Así, este libro quiere abarcar globalmente bajo sus consideraciones todas las formas de relatos estrictamente verbales (historia, periodismo) y las que de una u otra manera son escenificadas (guión de cine, argumento teatral, etc.). He aquí un manual para abrir los ojos dentro del laberinto de voces que cuentan sin cesar.
Me ha sido necesario fundamentar mi clasificación de personas narrativas en fuentes bibliográficas de orígenes diversos y dispersos. Fui, como se dice, a los clásicos. A los clásicos modernos de la narratología. Al iniciar mis labores descubrí que las tres escuelas teóricas señeras (formalismo ruso de principios del siglo XX, la llamada nueva crítica inglesa, los estructuralismos franceses) abordaron unos u otros narradores dejando casillas vacías. Seguramente porque la mayor parte de esos estudiosos se entregó de lleno a sus intereses más candentes y no les importó, en realidad, trazar un panorama didáctico general. Además, es frecuente que una misma entidad reciba diversos nombres según qué teórico o qué corriente esté entrando en acción. Mi trabajo, pues, es el de crear un panorama homogéneo y una taxonomía uniforme, dando unidad al terreno y demarcando cada variante narrativa. Por lo cual es forzoso que yo también teorice y no sólo compendie: a cada paso que doy en la elaboración de este mapa de narradores, expongo los argumentos intelectuales. Me he topado con dos extrañas y gratas sorpresas. No imaginaba que se iban a recortar frente a mis ojos, por el mero hecho de pretender una taxonomía sobre un fenómeno tan viejo como la Biblia y Las mil y una noches, dos criaturas innominadas. Permitidme, lector amigo, colega estudioso bien quisto, ser su padrino; he bautizado esas dos voces narrativas claras y distintas, presentes en relatos de gran importancia cultural, pero inadvertidas por los teóricos, falsa tercera persona y segunda persona aparente. Invito al lector que escuche y discuta conmigo.
Concluyo esta nota prologal con lo que dije en 1993 a propósito de la primera reedición del presente libro. Cuando en 1987 concluí la primera versión (aún reconocible, pero diferente y mucho menos desarrollada que la actual), un generoso amigo me hizo notar que se encarna aquí un diario de lectura de nuestra generación (aquellos que nacimos como lectores en las décadas sesenta y setenta del siglo pasado). Pues en efecto me ha parecido necesario brindar largos ejemplos de cada modalidad narrativa. ¿A qué escritores acudí? Marcado por mi tiempo y fiel a mis dioses librescos, invoqué varias de las grandes plumas latinoamericanas que con el paso de estas décadas se han confirmado como nuestros clásicos modernos. Mucho Borges y otro tanto de Onetti, García Márquez, Vargas Llosa, Bianco y otros más; amén de un cuento completo de Rulfo –citado en dos tiempos entrecortados– y la poderosa voz de Alonso de Ercilla para mostrar el narrador épico (¡y en verso, en gran verso!). Para el tercer capítulo necesariamente he ampliado el panorama, apelando a algunas obras esenciales de la narrativa occidental en su conjunto.
Decía que la primera aparición de este libro es fruto de lo que escribí a los 23 años. Nunca lo he abandonado pues continúo creyendo en su utilidad. Lo he afinado y madurado lo mejor posible para que sea un instrumento eficiente y dúctil en aras de la comprensión del misterio humano que es contar historias. Agradezco a Germán Dehesa haberme instigado a llevarlo a cabo. Como él me dijo “si el manual de narratología que necesitas consultar, con la laboriosa taxonomía desarrollada y ejemplificada, no existe, no te queda otro remedio que escribirlo tú mismo” –y así tomó forma la primera versión, bajo la guía del profesor Dehesa. Es un placer, ahora que promedio la cincuentena, volver a él. Como lo es depositar aquí el nombre de alguien que conocí más tarde en la misma Facultad de la UNAM, alguien que siendo un maestro, nos hicimos amigos: Antonio Alatorre. Gracias Antonio, como siempre, por darme la única lección que cuenta: saber leer, hacerlo como parte de aquello que nutre de sentido nuestra vida hecha de libros y de discretas aventuras. La literatura –buscar sus esplendores, entretelas y geometrías– es un retorno incesante. Una cita que se interrumpe y recompone. En fin, a vuestras manos he venido –dice Garcilaso, y aquí estamos, tú y yo, lectores de historias.
Pues ya el conde Tolstoy ha ingeniado que Kitty Scherbatskaia sea el medio, la víctima por la que vemos el flechazo entre la Karénina y el mundano conde Vronsky. Tolstoy hace algo genial: Kitty es la hermosa muchacha, hermana menor de Dolly, la esposa de Oblonsky, que estrena sus 18 años esta noche de baile invernal, rodeada de la mejor sociedad moscovita; suponemos todos –esa sociedad entera, sus padres, el noble e inseguro Konstantin Dimitrich Liovin, quien es el pretendiente desdeñado, y también nosotros lectores: o sea todos damos por hecho– que esta noche Vronsky hará visible que pretende entablar relaciones formales con Kitty. Pero el romance, dice el escritor, será entre Ana y él, Kitty descubrirá en este baile que no será nunca la esposa de Vronsky. Constatemos la estatura del autor, narrándonos la velada desde los ojos y emociones de Kitty. Ésta es joven e inexperta pero nada tonta y muy perceptiva. Leamos su pensamiento: “No, no es la admiración general lo que la embriaga (a Ana), sino la de uno solo. ¿Será posible que sea la de él? Cada vez que Vronsky le hablaba, los ojos de Ana brillaban alegres. Y una sonrisa de felicidad asomaba a sus labios rojos. Parecía esforzarse en no mostrar aquellos indicios de alegría, que se manifestaban a su pesar. Pero ¿qué le pasa?, pensó Kitty, mirando horrorizada a Vronsky.”
No me digas lector que es de mala fe o algo así como “romper el hechizo”, decir que todo esto, todo lo sucedido en el baile es… cuento; no hay nada así… no en nuestro mundo. Pues las grandes historias no son fruto de magos ni de médiums que traigan a nuestro planeta seres de otros mundos; no hay hechiceros con poderes sobrenaturales, sólo hay prestidigitadores e ilusionistas. Algunos de ellos, magistrales. Estudiémoslos. No sólo nos arrobemos por los destinos del mundo de personajes (que no de personas) sino que volemos con los ojos abiertos. El conde Tolstoy empuña la pluma, todo es un universo de palabras que extrae de su tintero, conteniendo el mismo tipo de tinta que usted o yo podríamos comprar.
Se apaga el eco de las últimas notas de la frenética mazurca final. Lo que indica que el baile ha terminado y que es la hora de cenar con toda la pompa. Kitty, Vronsky y Ana están aturdidos; no comprenden lo que también nosotros paladeamos atónitos. El verdadero director del baile no se llama Egarushka Korsunsky, pues en realidad se trata de un libro, no hay damas y caballeros rusos danzando con galanura sino un prodigioso vals de palabras. El director de la coreografía de tinta es el conde Tolstoy, quien remata el capítulo (no, no se trata de una noche astronómica sino de un capítulo de novela) con un balde de tinta helada; Tolstoy insiste en mantenernos a raya de la mente y del interior bullente de la Karénina, pero la resalta; está desconcertada, brilla en toda su feminidad; se mueve apresuradamente, cuidando la compostura y las maneras refinadas. “Desde luego hay algo extraño, diabólico y encantador en ella”, musita Kitty. “Ana no quería quedarse a cenar, pero el dueño de la casa insistió.” Se resiste a pasar al gran comedor, arroja una última mirada a Vronsky, al tiempo que anuncia en voz alta su repentino deseo de no sólo partir ipso facto de la fiesta sino de abandonar Moscú no bien amanezca, “el irresistible brillo de sus ojos y su sonrisa lo abrasaron (a Vronsky, a quién más) cuando le hablaba”, mientras literalmente huye del baile. Es entonces que el escritor pone punto final al capítulo con un párrafo mínimo magistralmente anticlimático: “Ana Karénina se fue sin haberse quedado a cenar.”
París, Pachuca y Coyoacán; 2011-2013.
1. Cito por la traducción de Irene y Laura Andresco para Aguilar Ediciones, Madrid, 1956; aunque me permito pequeños ajustes sintácticos, guiándome por otras traducciones.