Un cuento de elevada temperatura corporal “Tan amigos” tiene lugar en La Habana en tiempos del llamado “Periodo Especial”. Odette sorprende no sólo como poeta, también con sus historias sin concesiones.
Odette Alonso nació en Santiago de Cuba y reside en México desde 1992. Su cuaderno Insomnios en la noche del espejo obtuvo el Premio Internacional de Poesía “Nicolás Guillén” en 1999. Autora de doce poemarios, el más reciente Bailando a oscuras (Monterrey, 2015), de la novela Espejo de tres cuerpos (2009) y los libros de relatos Con la boca abierta (2006) y Hotel Pánico (2013). Sus dos décadas de quehacer poético fueron reunidas en Manuscrito hallado en alta mar (2011) y Bajo esa luna extraña (2011). Compiladora de la Antología de la poesía cubana del exilio (2011).
TAN AMIGOS
Ya estaba atardeciendo cuando tocaron a la puerta. Tres golpes de aldaba. Firmes. Me sorprendió ver a Waldo, el novio de Arlene, mi mejor amiga.
―Eh, ¿qué tú haces por aquí, muchacho?
Me eché a un lado para dejarlo pasar y cerré la puerta para que los vecinos no le fueran con el chisme a mi mamá como otras veces. Waldo es el tipo más bello de la facultad y el más bello que haya conocido, incluso en el cine. Con un cuerpón, un pecho, unos brazotes y, como si fuera poco, simpático y buena gente… Un asco.
―Dando una vuelta ―dijo, pero como mi cara era de “a mí no me engañas”, ensanchó esa sonrisa prodigiosa que tiene y completó―. Es que quiero hablar contigo una cosa ahí. Busca unos vasos, anda, que traje este roncito.
Y sacó del cartucho una botella de Bucanero. La abrió en lo que yo iba a la cocina y, cuando regresé, lo vi echándole el primer chorrito a los santos, detrás de la puerta.
―Para Elegguá ―me dijo―, que me va a tener que tirar tremendo cabo.
Puse los vasos sobre la mesita y él sirvió dos líneas en cada uno. Levantó el suyo y se lo echó al gaznate en un solo movimiento.
―Coñó, qué bueno está…
Yo había dado el primer trago y sentía que un fuego me bajaba por la garganta, incendiaba el estómago y me robaba el aire.
―Buenísimo ―afirmé.
Se hizo un silencio. Lo miraba desde el sofá y él sonreía, dueño del butacón. Con la camisa abierta y esos pelos asomándosele desde el pecho. Con la patilla larga, bien cortada, y la sombra de la barba. “¡Qué bueno está Waldo!”, pensé. Él se sirvió otro trago y lo vació como si fuera agua. Después, volvieron su mirada y su sonrisa.
―Chico, ¿qué te pasa? ¿Cuál es la miradera? Acaba de decirme a qué viniste.
―A hablar contigo.
―Pues empieza a hablar, que pa’ luego es tarde ―y me bebí lo que quedaba en el vaso con ese gesto de desagrado con el que se toma el ron.
―Es que no es fácil… ―se frotaba las manos inmensas y bajaba la vista, como apenado― Acabo de terminar con Arlene.
Arlene es mi amiga desde la secundaria. Qué digo mi amiga, mi hermana. Como vivimos cerca, siempre hemos andado juntas para arriba y para abajo. Mi mamá la quiere como a una hija y, en su casa, a mí me consideran de la familia. Nos convertimos en inseparables en el pre y entramos a la universidad a estudiar la misma carrera. Allí conocimos a Waldo, que se volvió el tercer inseparable. Incluso después de que se hicieron novios, seguí yendo con ellos a todas partes. Los malpensados dicen que somos un trío.
―¿Cómo que terminaste con Arlene? ¿Tú estás loco?
―‘Pérate, déjame terminar: esta noche, dentro de un rato, me voy en una balsa con mis primos.
Me quedé muda. Todavía me quedo muda cuando recuerdo ese momento. Pensé en lo que iba a sufrir Arlene cuando lo supiera, pensé en que ya no seríamos el trío inseparable, pensé en los tiburones comiéndoselo en medio del mar, pensé en que no lo veríamos nunca más aunque llegara vivo. Los ojos se me aguaron.
―¿Cómo va a ser, Waldo? ―fue lo único que pude decir antes de que saltara el par de lagrimones y a esos le siguieran otros dos y otros dos ríos y los mocos aflojándose…
―No te pongas así, todo va a salir bien. ¡Es que ya no aguanto esta mierda de país!
Me paré a buscar un pañuelo. Cuando regresé, estaba en el sofá. Me senté a su lado, me dejé abrazar y apoyé mi cara sobre su enorme y duro pecho. “¡Qué suerte tiene Arlene!… ¡Arlene!”, pensé asustada, como volviendo a la realidad.
―¿Se lo dijiste a Arlene?
―No. A ti es a la primera y a la única persona que se lo diré.
―¿Pero qué le dijiste entonces?
―Que estoy enamorado de otra.
―¿Y por qué le dices eso?
―Porque es verdad.
Levanté la cara y lo miré de frente.
―A ver, ¿rompiste con Arlene porque te vas o porque estás enamorado de alguien?
―Por las dos cosas. Porque me voy y porque antes de irme le diré a esa otra persona que la quiero. Porque en mis últimas horas en esta isla de porquería no quiero pegarle los tarros a ella ni que la otra se sienta traidora.
Se inclinó hacia delante y volvió a servir ron. Me dio uno de los vasos y vació el suyo de un solo movimiento, como las veces anteriores. Lo puso sobre la mesa con un golpe.
―¿Quién es la otra? ―pregunté con un hueco de terror en el estómago.
El vaso empezó a temblarme en la mano. Sentí que se me cerraba la garganta, que se me oprimía el pecho.
―Tú.
―No me jodas, Waldo… ¡No juegues con eso!
―No estoy jugando, me tienes loco desde hace mucho tiempo.
Quise zafarme de su abrazo y me aguantó. No debí dejarlo entrar. Mira que mi mamá me ha insistido en que no deje pasar a nadie cuando ella no está…
―¡Suéltame, coño! ―le grité y me paré del sofá.
Estaba de pie en el mínimo espacio que quedaba entre él y la mesita. Sus piernas me cerraban el paso. Me pegué a la pared.
―Te lo juro, Karina. Mientras más te conozco, más me gustas. Ven, siéntate aquí, no te voy a hacer nada.
Me senté en la otra punta del sofá. Temblaba por dentro. No sabía qué decir y no podía decir nada. El hombre más bello del mundo diciéndome que estaba enamorado de mí… El hombre más bello del mundo, que era el novio de mi mejor amiga, me estaba mirando con esos ojos color miel que derretían y diciéndome que se iba a echar al mar en unas horas a que se lo comieran los tiburones.
Waldo estiró la mano y le di la mía.
―No podía irme sin pedirte que me des un beso, uno solo, que si mañana me muero en el mar, ése será mi último consuelo.
No podía hablar, no podía responderle. Estaba muda, helada. Quité mi mano de entre las suyas y alcancé el vaso. Tomé lo que quedaba. Casi no sentí el ardor que se abría paso desde el esófago. Me eché sobre su pecho y lloré desconsoladamente.
―No te vayas, Waldo ―balbuceaba―. No quiero que te pase nada; no te vayas, es muy peligroso…
Él me acariciaba el pelo sin decir palabra. Su mano levantó mi barbilla y me besó. Un beso que se me metió como un elíxir por la boca y me estalló en el pecho. Un cosquilleo insoportable me bajaba del estómago hacia el vientre. Él me besaba el cuello, los hombros. Me acariciaba el pecho, las caderas.
―Me encantan tus tetas, me vuelven loco…
Metió las manos bajo mi blusa, desabrochó con maestría el sostén y las acarició. Puse mi mano cerca de su entrepierna y lo sentí palpitar.
―Quiero meterla entre tus tetas.
Me quitó la blusa y acomodó entre mis pechos aquel pedazo de carne dura.
―Vámonos al cuarto ―le propuse, temerosa de que nos oyeran los vecinos o alguien pudiera vernos por la ventana que daba a la calle.
Nos acabamos de desnudar en el trayecto. No podía creer que gracias a aquellos pechos voluminosos que había odiado toda la vida estuviera clavada en aquella estaca milagrosa que Waldo metía y sacaba haciéndome perder el control y la conciencia y la voluntad, convirtiéndome en un mar de sensaciones, arrastrándome a un remolino vertiginoso que estalló por fin en una apoteosis que me dejó desmadejada, sin fuerzas, sobre su pecho.
―No quiero sacártela ―me dijo alzándome sobre sus muslos y volvió a embestir. Como si hubiera tocado con la punta de su carne el ojo del huracán, despertó el remolino de la sangre y la furia del deseo y reboté contra su vientre una y otra vez hasta que sentí de nuevo ese fuego queriéndose salir de mis entrañas y vi en su rostro que él sentía algo igual y gritamos los dos al unísono y nos quedamos muy juntos, sintiendo las contracciones, hasta que caímos, todavía abrazados, sobre el colchón.
―Me tengo que ir ―dijo y regresé del mundo de brumas y sopores en que me había dejado.
―No te vayas ―volví a pedirle y sonrió, me besó, se levantó de la cama.
Cuando lo alcancé en la sala, ya estaba vestido.
―Nunca voy a olvidar esto, Karina ―me volvió a besar y abrió la puerta. Ya en la calle, me dijo “Cuídate mucho” y se echó a caminar con paso firme hacia la playa.
A la mañana siguiente, cuando llegué a la facultad con el susto de imaginarlo luchando con las olas y el solazo y de lo que iba a sufrir Arlene cuando lo supiera, los vi abrazados, besándose, en el banco de siempre. El corazón me dio un vuelco que no alcancé a definir si era la alegría de saberlo vivo o un presentimiento. Ya me iba hacia otro lado cuando me hicieron señas.
―¿Adónde vas, muchacha? ―saludó Arlene― Pareciera que andas huyendo.
Los dos me besaron, como era costumbre. Di una explicación absurda y me senté a su lado.
―Ahora vengo ―dijo Arlene y caminó hacia los baños.
―¿Tú no te ibas en una balsa? ―pregunté cuando nos quedamos solos. Sentí sus ojos clavándose como taladro en mi rostro, pero no lo miré. Lo oí reírse. Trató de echarme el brazo sobre los hombros, pero lo empujé.― ¡No te atrevas a tocarme, Waldo! Eres un hijo de puta…
Se volvió a reír, como si le estuvieran contando un chiste.
―Ya no podía más ―me dijo muy cerca del oído―, hubiera inventado cualquier cosa para estar contigo.
Lo miré a los ojos, esos ojos preciosos color miel.
―Eres un cínico, un miserable, un mentiroso…
―Nunca olvidaré un solo detalle de lo que pasó anoche ―me interrumpió―. Y no te pido perdón porque sé que gozaste tanto como yo y que tampoco lo olvidarás.
En eso tenía razón. Ahora estoy sentada en el borde de esta cama en la que ayer fui tan feliz, preguntándome si podré volver a mirar a los ojos a Arlene, si tendré el coraje de confesarle lo que hicimos.