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Martín Camps

José Antonio Moreno. El museo hecho de fragmentos insólitos

Antonio Moreno
Antonio Moreno
Una reseña sobre Los días baldíos, de Martín Camps, que para Moreno constituye una selección de lugares y estampas dispersos, una postal colorida de ciudades con cielos color cobalto. Libro atomizado como la mayoría de los poemas que lo conforman.

 

 

Antonio Moreno
El museo hecho de fragmentos insólitos

Leer poesía implica para mí un reto mayor que adentrarse a un texto signado por la prosa. Sea hermética o transparente como el cristal, de todos modos me descoloca y me cuesta trabajo encontrar una posición cómoda para el escudriñamiento, contemplación y/o atestiguamiento de las revelaciones inusitadas. Quizá esto sea el factor que me anima a leer poesía, a establecer retos de lectura, un ejercicio equivalente a entrar en un museo hecho de fragmentos insólitos, de emociones, sensaciones, colores, premoniciones, voces, manifestaciones de un orden supraracional—contrario a los universos que propone la novela y el cuento—; trozos que hay que ensamblar en algunos casos. Una forma de complicidad que está más allá de la ruptura con la mímesis, con los valores del realismo.

Los días baldíos (Tintanueva, 2015), de Martín Camps, constituye una selección de lugares y estampas dispersos, donde la técnica del daguerrotipo para pincelar la imagen absoluta y única del paisaje, una postal colorida, con pájaros sostenidos en hilos de aire, muchachas anónimas, en ciudades con cielos color cobalto, es la palanca que mueve este pequeño libro, atomizado como la mayoría de los poemas que lo conforman.

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Martín Camps

Es el tercer o cuarto libro que leo del autor. Entre el primero que leí y éste, el más reciente, median 16 años. Leyendo Los días baldíos me dio la impresión de que retornaba al primer libro. El mismo atardecer, la misma muchacha, la misma ciudad (reconstruida o inventada), como parte de un sistema de orientación sensible dentro del cual se impone el leitmotiv espacial que ha marcado todos estos libros del autor: Desierto sol (2003); La invención del mundo (2008); Extinción de los atardeceres (2009). Su trabajo es una poesía del lugar, o la que convoca un lugar específico. Tenemos la tendencia de encarnar en un lugar, por muchas razones, el cual no olvidamos nunca y a menudo volvemos a él, con la misma actitud y el mismo ceremonial de palabras. Por eso repetimos la misma tonada, decimos el mismo chiste,  las dos o tres palabras domingueras, en el transcurso de nuestras vidas. El narrador alemán W. G. Sebald lo explica mejor en una anécdota sorprendente. Después de muchos años, vuelve al colegio donde cursó el secundario. Ingresa al edificio. Puede hacerlo con los ojos cerrados porque conoce de memoria el recinto.

Han pasado 40 años. Aproximadamente. Sube las escaleras, con prudencia. Hasta ahí le llega la voz del que fue su profesor hace muchos años. Es obvia la familiaridad que tiene con el lugar y con el dueño de esa voz particular. Agudiza el oído cuando reconoce el contenido del discurso, se percata que el profesor dice lo mismo, emplea las mismas palabras, usa los mismos ejemplos, enfatiza en el mismo tono. Sebald se quiebra y se pone a llorar como un niño. Desecho, vuelve tras sus pasos. Somos una máquina  de repeticiones. Un eco de otro eco.  Sin embargo, está la posibilidad de la transgresión. Junto con sus derivaciones, el verbo transgredir tiene un origen espacial. Desde su raíz (del latín transgredi), el término se usaba para mostrar un punto fronterizo, un límite. Con el paso de los siglos, hasta la fecha, empezó a usarse para indicar la violación de una moral o la infracción de una ley. Cayó en desuso el señalamiento de que alguien ha traspasado un límite terrestre. Los antiguos romanos lo utilizaban para marcar una frontera, se transgredía cuando alguien cruzaba ese límite geográfico, incluyendo los ríos y los mares.
Los días baldíos posee tres o cuatro poemas definitivos. Siderales. Son los mismos que ha escrito en los libros anteriores, con sus variaciones: «Chihuahua, el del cielo con las nubes más quietas»; «Campos menones»; «Llueve en Juárez» y «Pienso en Chihuahua». Alrededor de estos gravita una zona de abstracción riquísima: allí la noche te empujaba, / las mecedoras se movían solas / y sentías que alguien  musitaba / cerca de ti («Chihuahua» 7). Al carecer de esta propiedad, la puerta hacia lo impalpable y etéreo, el poema sucumbe. El collage juega también un papel importante en la factura de todos ellos. Entre lo tangible e intangible, el collage le concede al poema, o le resta, cierta dosis de ilusionismo, porque la voz poética hace ancla de forma abierta y deliberada con el referente: el nombre de una calle, el de una ciudad, el de un país, la evocación de un suceso personal, trascendente, etc. 
Los días baldíos, de obvio remanente tieselotiano, parte de Chihuahua, luego por sus pueblos y ciudades, como la mítica Ciudad Juárez, con sus bares cuya fauna es para enriquecer bestiarios postmodernos. Después, un ábrete sésamo  chisporroteante, inadvertido para el lector que ya dejó atrás una docena de poemas que forman parte de «Piedras de lumbre», dedicados a la madre del autor y que identifica el lugar del nacimiento de la progenitora en una nota a pie de página. En la segunda parte, titulada «Los días baldíos», me da la impresión de seguir el ir y venir de la ardilla en la jaula, dando vueltas en el mismo sitio. Situado el lector en la zona de abstracción, la voz poética no provoca la ilusión del viaje, no contagia la experiencia itinerante, tampoco estimula la recreación de los sitios lejanos que nos señala con el dedo sobre un mapamundi. Empleando el término al modo de los antiguos romanos, intenta transgredir pero no lo logra, rompiendo así la unidad del libro. El lector sigue absorto contemplando los cielos unánimes de Chihuahua. La lectura y el libro se parte en dos. Se admite que el lugar se comprende en términos de viaje (sea este literal o figurado). Pero esto es lo de menos. Sucede que los poemas breves que orbitan alrededor de los poemas clave, por muy chispeantes y bonicas las postales en cuerpos de haikú, no se ajustan a la unidad vertebral del libro, dan la impresión de que forman parte de otra identidad sensitiva; la mayoría de los poemas convocan otro libro, que es a su vez un portento, sin embargo, en lo que toca a la idea museística de coleccionar emociones y percepciones producto de los merodeos; pero si se quiere privilegiar la unidad del libro, ésta termina por erosionarse, poniendo en riesgo la zona de abstracción de Los días baldíos. No es una tarea fácil, supongo, tejer y posteriormente balancear un poemario.

Aquí podría intervenir un editor que oriente la noción espacio-temporal y las fuerzas centrífugas de los poemas sobre el lugar, que bascule y discrimine aquellos  que no encajen en esta hazaña que el poeta Martín Camps se ha empeñado en estos cuatros libros aquí citados, alrededor del poema extenso titulado «Los recuerdos del polvo», semejante a un río caudaloso de visiones: la de reterritorializar un lugar. De llevarse a cabo esta tarea compilatoria, aparentemente fácil, porque los poemas están al alcance de la mano, tendremos un poemario excepcional. Poemas perenes, listos para tatuarse en la terca y escoriada espalda del tiempo.