El retorno de una cubana a la isla y a su antigua casa ya fraccionada y habitada por nuevos inquilinos, entre ruinas e insalubridad, le hace recordar a la protagonista las escenas de su primer abuso.
LA CASA VIEJA
Odette Alonso
Un chasquido abre la lente de la cámara y frente a ella aparece la casa vieja, con su fachada descascarada de la misma pintura de hace cuatro décadas. La madera de la puerta señorial está carcomida y falta un pedazo en el extremo inferior. Hacia allí enfoca. Si quisiera, pudiera asomarse por aquel hueco y ver el patio colonial rodeado por galerías.
Cruza la calle y toca a la puerta. Abre una mulata en bata de casa.
―Buenos días, señora. Soy Esperanza Cabrales, de la familia que vivía aquí.
―Oiga, pero esta casa es nuestra. Hace cuarenta años la estamos pagando a la Reforma Urbana.
―No se preocupe, sólo quiero que me permita filmar adentro para que mi mamá pueda verla. Ella está muy mala, ¿sabe?
La mulata se hizo a un lado y la dejó pasar. Esperanza vio a través de la lente el zaguán en ruinas, las paredes enmohecidas, rotos los pocos adoquines que quedaban. Del otro lado del arco majestuoso, el patio tenía el mismo aspecto de abandono e inmundicia. Sintió una presión en el pecho y un nudo en la garganta. Cuando separó la cámara del ojo, dos lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
―Venga para acá, le voy a colar un cafecito ―dijo la mulata y la condujo hacia el salón del ala derecha―. Yo me llamo Nena, mucho gusto.
Cuando llegaron al vano de la puerta, Esperanza no supo si dar el paso o huir: la amplia sala donde se reunían en aquellas tardes habaneras, sobre todo los domingos después del gran almuerzo familiar, era un muladar. La mugre se agolpaba en las esquinas y hacía molotes de una materia asquerosa. En algunas zonas de las paredes asomaban restos desleídos de la pintura vieja, sobre la que en algún momento habían aplicado una lechada aguada. Una sábana amarillenta, colgada de una soga que atravesaba el salón, funcionaba como división del área del dormitorio. Al fondo, donde estuvo la chimenea que nunca se utilizó en el calor irredento del trópico, había una precaria cocinita de keroseno o luz brillante que había tiznado todo a su alrededor. Nena echó un chorro de alcohol en un reverbero, lo prendió y encima puso una ennegrecida cafetera.
―La luz brillante la dejo para la comida, que si no, no alcanza ―explicó la mujer con una sonrisa que Esperanza secundó apenada.
Mientras tomaban el café en unos jarritos hechos con latas de compota, la mujer le contó que la casa de los Cabrales había sido dividida para alojar a varias familias.
―Yo vivo con tres de mis hijos… Tenemos muchos años aquí. Somos como una gran familia ―Esperanza sonreía tímidamente mientras veía las tendederas de ropa en los balcones del piso superior―. A esta hora casi todos están en el trabajo, en la escuela, haciendo mandados… Ay, mira, ahí va Carmita… ―una mujer mayor había pasado delante de la puerta― Carmita, ven acá, muchacha… Mira, ella es de la familia que vivía aquí antes de la revolución… Está grabando ―y señaló la cámara― para que su mamá vea la casa.
La expresión de la otra era dramática. Hizo una mueca pronunciada, balbuceó un par de palabras y salió, arrastrando con ella a la mulata:
―Nena, ¿pero tú eres boba…? ―la oyó decir desde el pasillo― Ella está grabando para cuando se caiga esto venir a quitarnos la casa… Cuando esto se caiga nada de lo que ha hecho este gobierno va a valer ―insistió―. Van a regresar los dueños, los verdaderos, con sus títulos de propiedad y nosotros pa’ la calle…
―No se preocupe, señora ―Esperanza salió al pasillo―, nosotros no tenemos intenciones de volver. Nuestra vida está allá, nuestros hijos son americanos… Además, no tenemos dinero para arreglar esta casa.
―¿Ya ves, Carmita?… —dijo Nena— no tienen dinero.
―No, qué va, no tienen dinero… Chica, mira la camarita y los tenis y los colores de la cara… ¡Esa gente sí come, Nena! ¿Cómo no van a tener dinero?
Y echó a caminar por el corredor hacia la puerta de la calle, refunfuñando cosas que Esperanza no alcanzó a oír. «Esta pobre gente», pensó, «todo lo miden por la ropa y la comida…» Nena le echó el brazo por encima de los hombros.
―Perdónala, chica, tú sabes que aquí se vive con mucho miedo.
Así mismo decía su abuela Esperanza. La misma frase. Fue entonces que recordó el banquito donde solían sentarse ella y Lucas a oír las historias interminables de la abuela. Enfocó la lente y allí estaba, perdido debajo de una enredadera feroz. Se veían, en ciertas partes, los restos de la pintura verde de antaño. «Por qué conservarán los hierros viejos, las maderas podridas…», pensaba Esperanza y volvía a ver a través de la lente, como en un canal de su imaginación, los juegos con sus muñecas, aun antes de que naciera Lucas, y las tardes en que los dos, sentados en el banquito, chupaban los mangos dulcísimos, de bicochuelo y de toledo, que llevaban los primos de Oriente. El paneo, semicircular, salió del banco y recorrió las galerías. Se preguntó si realmente convendría que su madre viera aquella imagen del deterioro. La toma terminó en la puerta destartalada del taller del abuelo. El ojo se despegó de la cámara.
―¿Y Juanito, Nena? ¿Qué fue de él?
―¿El del diente negro? ―Esperanza asintió y una angustia se le clavó en el pecho―. Estuvo preso, algo de perversión de menores… Dicen que se fue en una balsa.
Allí, en aquel punto del patio, junto al banco, estaba cuando Juanito le hizo la seña y ella, a los ocho años, atravesó el patio corriendo. La lente se desenfocó al entrar al taller. «Ayúdame, Espe». Él fue la primera persona que le dijo Espe. «Súbete al banco y alcánzame esas piezas». Ella trepó y Juanito la agarró con ambas manos por la cadera, sosteniendo con los pulgares el nacimiento de las nalgas. «Unas piezas chiquitas, redonditas, como tuercas». Ella se empinó sobre la punta de los pies. En el estante no había nada parecido, pero los dedos del hombre ya se habían metido dentro de la tela del short y su nariz se hundía en medio de las nalgas. Ella, inmóvil, no sabía qué hacer. Él la bajó, haciendo rozar la espalda de la niña sobre su propio cuerpo. «Mira esto», le dijo. En la mesa había una revista con fotos de hombres desnudos. «Míralos, Espe». Pero lo que miró Esperanza fue el pedazo de carne tiesa que Juanito se sacó del pantalón. «¿Te gusta? Tócala». Y ella la tocó con un poco de miedo, pero la mano grande rodeó la suya y ambas la amasaron. Un bramido le salió del pecho y en una mueca se asomó el diente negro. Ella no sabía si mirar el diente o aquella cosa oscura que se estremecía, atrás, adelante, atrás, adelante, hasta que de su punta salió el chorro pegajoso que Juanito echó sobre un periódico.
Un roce de telas la hizo enfocar hacia la puerta entreabierta del taller. Le pareció ver la silueta de su abuela, los ojos muy abiertos, como cuando iba a regañarla. ¿Ella los había visto?, se preguntó Esperanza. Corrió hacia la puerta. La abuela avanzaba a paso acelerado por la galería. Fue tras ella. «Esperanza», oyó la voz de Nena a su espalda y, como en un eco, «Espe, Espe» le pareció que susurraba Juanito echándole un aliento espeso junto a la oreja. Corrió por la galería con la misma urgencia con que los habían arrastrado sus padres hacia la puerta colonial la última vez, sin dar explicaciones de por qué huían con tal prisa y tan poco equipaje. «Esperanza, muchacha», insistió Nena, pero ya ella había atravesado el zaguán oscuro y luego la puerta de entrada. Entonces, la lente se cerró y ante el ojo de Esperanza sólo quedó un negro profundo, inexplicable.
Tomado de Hotel Pánico, Xalapa, Universidad Veracruzana, 2013.