Sobre el poeta chileno Leo Lobos y su poesía reunida en Turbosílabas, desde 1986 a 2003, dice el canario Antonio Arroyo que es el encuentro con la corriente eléctrica de la palabra y la imagen visual hecha poesía. Veamos. Foto: Eugenia Lagunas
TURBOSÍLABAS
Sobre el libro del poeta chileno Leo Lobos
Antonio Arroyo Silva
A Benjamín, esa inocencia que ilumina
No sé por qué los libros de poesía son a veces tan especiales. Quizás lo sean aquellos que nacieron de una palpitación, o que a lo largo de los años su existencia ha alcanzado un alto nivel de energía. Hay palabras que nacen muertas porque, de pretenciosas, agotan su decir; en cambio, otras, que recién nacidas apenas son un soplo, con los años adquieren la fuerza de un huracán. El caso es que, cuando tenemos la fortuna de leer uno de estos libros, sentimos un impulso de emoción inmenso y, al intentar abordarlo desde un punto de vista mínimamente crítico, podemos caer en la tentación de la exaltación deformante. No es exactamente lo que me ocurrió con esta antología que recopila los poemas del poeta chileno Leo Lobos, desde 1986 a 2003, bajo el título Turbosílabas. Poesía Reunida. Muchos viajes que median en el autor desde una fecha a la otra (Francia, Estados Unidos, Brasil, México….) le han dado ese talante universalista de ciudadano del mundo, aparte del que heredó de sus antecesores de la poesía chilena. Un poeta que trasciende no sólo las fronteras físicas, sino las del mismo idioma, y hace que se sumerja en la traducción de poetas brasileños con la misma soltura y mimo que si escribiera sus propios textos. En este sentido, Leo Lobos no es el típico traduttore tradittore sino alguien que capta la respiración de otro poeta y la conduce a su lengua. Un traductor consciente y defensor de un lenguaje universal de la poesía y, además, poeta. Otra frontera que cruza es la de la palabra misma, la electricidad que produce la palabra al ser articulada. De ahí la otra cara de su obra: la poesía visual. Un número infinito de sugerencias nos trae a la mente esta faceta del autor.
Pero ahora ocupémonos de Turbosílabas.
Inventar paraísos e infiernos a través de la palabra es narrar, es llevar la mente humana más allá de donde el pensamiento pueda alcanzar. Sin embargo, de la necesidad de narrar la vida de una persona surge la magia de la poesía. No se trata, pues, de fijar géneros literarios ni de dilucidar la adscripción de esta obra.
Es cierto el tono narrativo que comenta la autora del prólogo del libro en su anterior edición, como ciertos son el profundo lirismo que va más allá de la metafísica de manual al uso. Se trata de la vida, donde (es un hecho) está y debe estar todo el referente de la poesía, que nada dice al que no se deje llevar por la inocencia primigenia. En este punto, la intención del autor es inversa al del simple narrador: no la gran mentira expansiva de la ficción narrativa sino la verdad desnuda de todo saber ulterior al hecho de la vida misma. Aunque esta verdad sea contradictoria.
El mismo poeta, desde el principio, nos hace una declaración de intenciones enfocada siempre hacia y por la vida. Testimonio de un trabajo –dice—que a ratos me parece puede llamarse poesía, ideas líquidas como la sangre, barcos que silenciosamente se estrellan contra la nada, delirios, augurios, amor, cartas que se escapan de la mano, botellas arrojadas al mar durante años, humo y alcohol, voces, libros, sueños, vigilias, partidos y caballos negros de ajedrez, películas, profecías, viajes, dinero, soledad, fotos y óleos, dibujos, sol y tormentas, amistad, música, palabras, signos, enigmas regresando del olvido.
No la vida a partir de la escritura anterior, sino escribir con el cuerpo este que cargamos.
De esta manera, despersonalizando el hecho literario, dejándolo desnudo a la intemperie del vivir, llega la palabra inaugural a la poesía de Leo Lobos. Palabra que regresa del olvido; pero llega acompañada de todos esos objetos y acciones que bordean el existir y forman parte de su aura. Palabras que con el roce de los objetos recuperan su música y fluyen como ríos de energía vital y, dada su vocación líquida, no renuncian a su expansión hacia el mar próximo, que no separa sino une, porque nos trasciende. No vivir vidas de ficción y derrochar energías ocultándose en el texto sino expandir la vida propia para buscar ese Uno que somos. Una idea orientalista que no parte de los conocimientos previos sino que forma el tejido de la respiración del autor: sin bien saberlo, haciéndolo bien. Asimilación, diría yo, rechazo de la batuta de la tradición literaria, esa que se construye a base de recortes celulares para encontrar la razón del vacío.
Sí que hay una tradición que Leo Lobos recoge en su escritura, tanto de sus lecturas de Jorge Teillier, Enrique Lihn, Nicanor Parra, Gonzalo Rojas…como del entusiasmo que estos autores le transmitieron en vida, el hálito de sus poéticas, ese extrañamiento y alejamiento crítico de la literatura oficialista para ahondar en un coloquialismo que les confirió mayor vitalidad a la expresión.
También hay que matizar la importancia que nuestro autor le ha dado a los grandes novelistas de ciencia ficción. Ya los escritores norteamericanos de la beat generation vieron en este género, no ya una literatura de evasión y entretenimiento, sino una búsqueda de utopías posibles o imposibles. Nova Express de William Burroughs es un ejemplo. Deleuze buscando la pulsión del rizoma en la expresión. Pero, además, tenemos la presencia de Frank Herbert e Isaac Asimov.
La ciencia-ficción, en principio considerada un género narrativo menor por la Academia, cobra en la poesía de Leo Lobos entidad de utopía como las de Platón, Tomás Moro o Erasmo de Rotterdam. El poeta ve en ellos no la evasión romántica hacia mundos imaginarios y fantásticos, sino la presencia de unos visionarios que ven a la humanidad expandida por el universo buscando la inocencia de la cuna primera o paseando entre las dunas de su propia desolación proyectada hacia un futuro lejano, donde, a pesar de todos los obstáculos, el ser humano encontrará una salida en su propia energía vital. De esta manera, Leo Lobos no pestañea a la hora de citar a estos autores junto a los poetas chilenos, citas, por cierto, desmadejadas de toda intención academicista o postmoderna. No en el sentido que le dieron los llamados novísimos españoles de los años 80. Es su manera de que estos personajes participen en el poema-vórtice posterior. No personajes, como dice el prólogo, sino integrantes de una conversación intemporal que se extiende a los lectores. Voces corales estratégicamente situadas en el tejido epidérmico del poema. Visionario, pues, el propio poeta. De esta manera apunta al hombre de la ciudad, como un ser contradictorio (como humano que es) que unas veces se ve como un pequeño dios y otras la criatura más ínfima de la creación en toda su finitud y desasosiego, que ni siquiera se para a pensar en su infinitud
Cuando pase nada,
y el cielo se estrelle sobre nuestras
cabezas, y entremos a empujones al
cementerio, como
vacas muertas
al vividero.
He aquí la urbe donde el ser humano se transforma en homúnculo, que se diluye entre la multitud y se despersonaliza, donde más que la muerte realmente le aterra la vida. Es la primera muerte de la que habla el poeta, la inanición de la conciencia del uno cuyo destino es integrarse en una totalidad también unitaria. Sin embargo,
No habrá en el
paraíso otra
muerte.
No la habrá, desde luego, porque el ser pierde de esta manera su entidad, está perdido del decir, porque
Cuántas veces después
de morir
has sentido ganas de vivir,
y probar qué se siente.
Es lo que el poeta llama la muerte grande. Nótese la agilidad que producen los encabalgamientos que no sólo se dan en estos ejemplos sino a lo largo de todo el poemario. Una utilización que va más allá de lo retórico y nos sitúa en el plano de lo visual. De esta manera, por ejemplo, el cielo cae sobre nuestras cabezas o hay una disociación entre el paraíso y su concreción, pues entre él y paraíso aparece un abismo visual, como si se cortara el cordón umbilical entre el hombre y su deseo de trascender. Textualidad que aspira y llega a los niveles del caligrama. Es un mirar-leer, como dice Leo Lobos, es la voz que se toca. No es extraño que el poeta irrumpa en el territorio de lo visual, pues, en este sentido, esta otra faceta viene a ser no la otra cara de la misma moneda, sino dos aspectos que se intercomunican y complementan.
A todo esto hay que sumarle ese ritmo sincopado que nos remite al jazz. Otra vez lo urbano y la forma posible de liberación de las cadenas alienantes de las grandes ciudades. Una música que procede de los esclavos rurales negros norteamericanos que acallaban sus penas con el soul y sonreían a pesar de todos sus males. Sonrisa de jazz para que el ser humano pueda recuperar la individualidad de su conciencia que una vez estuvo apegada y en consonancia con la naturaleza.
«Mirar el ojo de ese halcón y asustarse/ No del ojo, sino de su alegría». En este díptico de El hombre de la guitarra azul de Wallace Stevens veo un resumen de lo que vengo diciendo y que Leo Lobos manifiesta de esa manera tan sugerente a lo largo de su viaje por las calles de todas las ciudades del mundo que recorre, en el poemario y en su vida. Asustarse de los sentimientos que surgen del centro de cada cual, asustarnos de mirar al espejo y ver que a pesar de todo brillamos. Miedo no de conocer sino de conocernos. Y todo porque los seres humanos observan la triangular estructuración de la vida que no dice nada a nadie descalzo de preguntas. Quizás cuando todas las palabras pierdan su sentido primero, sobrevivan los latidos eléctricos de unas sílabas cargadas de electricidad latiente de un corazón vivo que irradie energía y luz desde un lugar tan lejano como nosotros mismos.
Gáldar, Islas Canarias, España
Prólogo del libro TURBOSILABAS del poeta Leo Lobos. Poesía Reunida 1986-2003, Piélago 2016. Disponible aquí
Antonio Arroyo Silva: nacido en Santa Cruz de La Palma, Canarias, España, en 1957. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de la Laguna y profesor de Lengua y Literatura Española. Ha sido colaborador de revistas en papel, como Artymaña, La menstrua Alba (de Canarias), Zurgai (de Bilbao) y de revistas como la Sociedad de Escritores de Chile, Cinosargo, Revista cultural La Noche, la Antología de Poesía Mundial de Fernando Sabido entre otras. Ha publicado los libros de poemas: Las metamorfosis (Cabildo Insular de La Palma, 1991) Esquina Paradise (El Vigía Editora, 2008), Caballo de la luz (El Vigía Editora, 2010), Sísifo sol /NACE, 2013), Poética de Esther Hughes. Primera aurora (NACE, 2015), Mis íntimas enemistades (NACE, 2016). En prosa, La palabra devagar (idea-Aguere, 2012), que, entre otras cosas analiza la obra de varios autores chilenos, como Leo Lobos. Ha participado en varias antologías a nivel nacional e internacional. Fue 2º premio en el concurso de poesía de Granadilla (Tenerife), en 1981. Ha participado en el Festival Internacional de Poesía encuentro 3 Orillas (Tenerife 2009) y en el Homenaje de Poetas del Mundo a Miguel Hernández (junio de 2010). Actualmente es vocal de la Nueva Asociación Canaria de Escritores (NACE).