Ricardo Venegas realiza esta entrevista para La Otra con el escritor mexicano Ivo Quallenberg, para referirse en parte a los ritmos narrativos entre la novela y el relato.
Cuando el destino dobló la esquina
Entrevista con Ivo Quallenberg
Ricardo Venegas
Ivo Quallenberg nació en la Ciudad de México y radica en Cuernavaca desde hace varios años, es licenciado en Economía por la Universidad Autónoma Metropolitana y cursó la maestría en filosofía en la Universidad de Barcelona y la maestría de sociología en la New School for Social Research. Trabajó en diversas instituciones públicas, tales como el Centro de Educación para Adultos, el Fondo Nacional para Actividades Sociales y el Museo de Culturas Populares, además de haber participado en diversos proyectos de investigación social de la Universidad Nacional Autónoma de México. Entre sus libros figura Diario de los años muertos (2013).
Después de Diario de los años muertos, una serie de relatos, publicas El destino dobló la esquina, una novela que también es una apuesta que crea su propia realidad, ¿cómo experimentas el salto del relato a la novela?
Es una cuestión de tiempo. La novela y el cuento en términos temporales son polos opuestos. El asunto no sólo estriba en que escribir una novela requiere más horas de trabajo. Al narrar un cuento, por trágica que sea la trama, por pesimista o dantesca que resulte, hay una sensación de regreso a la infancia, a sus juegos, una suerte de retorno al presente puro. En cambio, la novela estira las horas, es un tiempo largo que avisa el futuro. Incluso si la trama transcurre durante un breve lapso, la novela deriva en una travesía de larga duración, en contraste con el cuento capaz de relatar la vida de un neonato que muere viejo en un instante.
Al escribir una novela, desde las primeras líneas percibo que pasaré meses, quizás años, tecleando un mundo que se irá desplegando poco a poco. A los personajes les aguardan muchas páginas para crecer y desarrollarse hasta dar con su destino, lo mismo va para mí en tanto que escritor: aunque no sepa cuál será mi destino, alguno habrá; de la experiencia nacerá otro. Pero eso es a priori indescifrable.
Lo que es seguro es que vivo ritmos distintos cuando escribo un cuento y una novela; en las narraciones cortas me siento brioso, joven, veloz; en la novela paulatinamente voy transfigurándome en un fantasma, al menos para los otros. Ando por la casa, como alma en pena, convertido en diapasón de mis personajes. Lo mismo me sucede con los personajes de cuento, pero como el camino no dura lo que una Odisea, los demás apenas se percatan. En cambio, con la novela, a medida que van pasando los días, los otros empiezan a percibirme demasiado ensimismado, voy de un lado a otro hablando en voz baja con mis personajes, de la mesa de trabajo paso a la mesa de comida y empuño la cuchara sopera mientras sigo embebido en una cena que paladearán mis personajes y cuyos alimentos, no por ingrávidos menos suculentos, se irán cocinando mientras termino mi insípida sopa. Soy fantasma y mis personajes están más vivos que yo, y a menudo más audibles que los de carne. Una vez mi mujer me contó las peripecias de una amiga suya que estaba pasando por una pena de amor, me horrorizó pensar que le preocupara algo tan nimio cuando mi personaje sí que estaba pasando por un naufragio mayor: ¡nada que ver con el viejo de mi novela, él sí que sufre! Si mi mujer no me ofreció un té de tila fue porque sabe que lo único que puede curarme de esa pena ¿ficticia? es plasmarla en el papel. Y claro, a su paciencia le crece el cabello cuando me embarco con un personaje de novela, pues tardará en plasmarse, según ella, más que los trámites de un divorcio; afortunadamente tiene vena de Penélope.
¿En qué condiciones se originó El destino dobló la esquina, qué entorno favoreció su escritura?
Difícil rastrear el entramado que da origen a una novela. ¿Nace de un golpe de luz, de un encuentro fortuito, de una tiranía subconsciente, de un esfuerzo meditado, de una noche indigesta? Probablemente en la puesta en juego de una trama intervengan muchas hebras. Del tapiz entresaco tres hilos conductores: el primero onírico, el segundo grotesco, el tercero escabroso. Para abordar estos tres aspectos debo antes mencionar que la trama de mi novela ocurre en una mansión donde se congregan unos invitados disfrazados de dioses y héroes del mundo antiguo; el hecho es que los acontecimientos desembocan en un asesinato y que temerosos de las implicaciones policíacas, los congregados deciden encerrarse en la mansión para resolver el crimen. Baste esta historia mínima para volver a los hilos conductores que atraviesan mi novela.
El primero, el onírico, nació de un sueño en el que a lo largo de una pasarela desfiló por mi cerebro un contingente de académicos disfrazados de dioses y héroes del mundo antiguo; desde Titulares C engalanados con túnicas olímpicas hasta Afroditas con minifaldas anteriores al nacimiento de Cristo. Salí del sueño enriquecido con la imagen de un deslumbrante cóctel de divinidades compuesto por directores y SNIs, profesores de medio pelo y alumnos de escalera abajo, sujetos a una relojería onírica o, mejor, al compás de un baile de máscaras cuyos rostros se van haciendo de piedra.
Más meditado, el segundo hilo, el grotesco, naufraga, como naufraga el mundo, en una atmósfera enrarecida de timos y farsas, en la que hay que batallar continuamente para descollar so pena de hundirse en las cloacas. Las jerarquías reducen las relaciones sociales, más que a un intercambio mercantil, a un intercambio de humillaciones, como desvela el poeta maldito Leopoldo María Panero en un momento cumbre de la película "El desencanto".
A mí me gusta mucho esto que dijo Panero. No porque me sienta particularmente humillado, nada de eso, después de todo uno es libre de bajarse del tren, con todo, desde que entré en la edad de la razón pude entrever que uno de los ejes dramáticos o patologías sociales que envilecen las relaciones humanas se construyen a partir de jerarquías que van desde una mala distribución del dinero hasta una repartición desigual del desdén. El juego jerárquico es un eje importante de mi novela.
El tercer hilo conductor, el escabroso, proviene de los acontecimientos trágicos que desde hace años tienen secuestrado a nuestro país. De la interminable comedia de horrores entresaco un dato puntual que en el 2010 detonó entre los ciudadanos de Cuernavaca la urgencia ingobernable de guardarse en sus casas para no exponer la vida: a través de un correo electrónico, el cártel de narcotraficantes liderados por La Barbie informó que las cosas iban a ponerse feas pues planeaban acabar con la banda «de los malos», de manera que, según esto, por nuestro propio bien nos ordenaron no salir de nuestras casas, a riesgo de que si contraveníamos la orden tendrían que balearnos, el tono era ambiguo, a caballo entre la preocupación de unos padres protectores y la amenaza de unos asesinos implacables, «no queremos matarlos, por el contrario, queremos protegerlos, pero los mataremos si no obedecen». Aquel correo electrónico aterró a la ciudadanía con tal eficacia que logró imponer un toque de queda marcial. Las calles se vaciaron, ni un alma arriesgó el pellejo. El toque de queda pasó, pero el estrés postraumático quedó rebotando en la cabeza de muchos. Mi novela no da cuenta de este hecho puntual, pero se inspira en él, de modo que los convidados a la fiesta de disfraces eligen guarecerse en la mansión para escapar del incierto espacio exterior que los rodea.
Radicas en Cuernavaca desde hace años, qué referencias literarias te ha dado esta ciudad, ¿ha tenido repercusiones en tu obra?
Lamentablemente, no por radicar aquí, he leído todo lo que se escribe en Morelos. Mis referentes son pocos, lo confieso y no estoy orgulloso de ello. Claro, conozco algunos escritores. Los de cajón: Malcolm Lowry que brilla con luz inextinguible. También he leído parte de la obra de Ricardo Garibay y de Sergio Mondragón. Y la novela de Francisco Rebolledo. Y he leído al indomable Javier Sicilia, y a otros poetas más jóvenes que me han gustado mucho: Itzela Sosa, Ricardo Venegas y a José Ángel Leyva, un poeta de la generación de Sicilia.
En corto, he cometido el pecado de no haber leído a muchos de mis prójimos, aunque dudo que hayan pecado los que no me han leído a mí. De todas formas, nos hayamos leído o no, los lectores y escritores de Morelos tenemos la fortuna de pertenecer a la República Mundial de las Letras. Nada mal pertenecer a una república abstracta donde la calidad literaria y no el país de origen permiten que los escritores del mundo convivan entre pares. De tal suerte que el centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Por desgracia, la República Mundial de las Letras es uno de esos sueños guajiros que a la hora de encarnarse dejan de asemejarse a la esfera de Pascal.
La mera verdad es que quienes radican en geografías desfavorecidas y/o en estilos literarios y lenguajes locales discriminados por las editoriales planetarias, aumentan sus probabilidades de permanecer en la gaveta. Por fortuna la cosa se compensa: una de mis referencias literarias en Cuernavaca es haber contactado una editorial como Eternos Malabares donde he publicado un libro de cuentos y ahora esta novela, se trata de una de las pocas editoriales independientes que no están dispuestas a dejar que los escritores de Morelos se diluyan en la nada. Y algo más: a diferencia de las editoriales oligopólicas, las independientes dan cabida a muchas más voces, pues no se ciñen a meros parámetros comerciales ni buscan homogeneizar el lenguaje o los gustos, ni encauzar el futuro de la literatura hasta hacer de ella un artículo de consumo light. Baste agregar que alguna vez el director de un emporio editorial me aseguró que era dificilísimo vender libros, que quien adquiriera tan ardua experiencia, en adelante no tendría ningún problema para vender zapatos. Lo dicho. Hay de editoriales a editoriales. Algunas cotejan libros con zapatos otras apuestan por la resistencia.
La ironía y el humor aparecen en tu obra como recursos que contrarrestan la adversidad, ¿qué opinas de esto?
Como siempre, cuando se habla de humor la cosa se pone seria. Habría que ver qué se entiende por contrarrestar la adversidad. ¿Una manera de hacer más llevadera la desgracia ajena y personal? En tal caso, la ironía, cuya mueca facial sería la de una amarga sonrisa en los labios, podría darle un cariz estoico a lo irremediable. No veo mejor recurso para atenuar la adversidad cuando ésta muerde y no hay curación que nos pueda salvar. El peligro estriba en confundir lo irremediable con lo intolerable. Cuando alguna escena humorística simpatiza con el racismo, por dar un ejemplo aberrante, éste se vuelve menos odioso a los ojos de muchos que en principio lo habrían condenado. Hay cierta clase de humor que contribuye a amansar las emociones, al punto de que, en lugar de provocarnos el deseo de berrear y patear, abona en favor de las posturas acríticas y nos lleva a tolerar la adversidad sin intentar cambiarla.
Como digo, el humor me lo tomo muy en serio. Me opongo al que edulcora lo intolerable y me sitúo del lado del humor solidario (no quita que también se me han de colar humores despectivos, quizás sea la evidencia de que dentro cargo rémoras serviles y tiranas). Pero decía que aunque hay muchos géneros que me resultan empáticos, me conformo con mencionar dos: el humor horizontal, entre iguales, que crea lazos íntimos; y el humor vertical, antijerárquico, que busca desacralizar aquellos poderes que envilecen la vida. Quisiera brevemente hablar de este último, pues la garra humorística toma a veces la forma de la sátira y este género está muy presente en mi novela. La sátira sin duda apunta sus municiones contra los poderes. Mi novela satiriza un abanico de arbitrariedades que van del mundillo académico a la mundanal société, del supramundo pío al inframundo político-delincuencial. Intento desacralizar estos poderes, con el ánimo de mostrar las partes más ridículas y crueles que subyacen en ellos, después de todo es lo que hace la sátira, pone en evidencia la ínfima estatura de quienes pretenden flotar en la estratósfera. En corto, desacraliza a quienes se toman por sagrados, cosa que nada tendría de malo, sino es porque se adjudican el derecho de emponzoñar las ilusiones del prójimo para favorecer las propias. A modo de ejemplo quisiera resumir una propuesta descabellada de ese gran maestro de la sátira que fue Jonathan Swift. En pocos trazos Swift desvela la monstruosidad que hay detrás de las políticas económicas liberales: aquí la vertiginosa estocada de Swift: ¿cómo acabar con el problema de la falta de calzado entre los niños pobres? Muy simple: cortándoles los pies. De este tamaño la desmesura: cortarles los pies para cortar de tajo con la inconveniente necesidad de los pobres que, a falta de dinero, no participan en el juego del subibaja entre la oferta y la demanda. Dudo que el humor swiftiano deje tranquilo a quien lo lea. Después de todo, pone en evidencia la irracionalidad monstruosa de quienes se sueñan faros.
Si la novela es el círculo de vida más perfecto y semejante a la realidad, ¿qué podemos encontrar en El destino dobló la esquina?
Desde cierto punto de vista la novela, es verdad, tiene una circularidad perfecta, no en cuanto a su factura, a la que todo escritor aspira y ni penando logra, pero sí en el sentido de que en una novela nada es gratuito. Idealmente cada palabra, cada escena ocupa un lugar y peso por alguna razón precisa. Con todo, la realidad de la novela es una realidad de papel. La conforman palabras, comas y ritmos. Algo tiene en común con el cuadro de Magritte donde figura una pipa cuyo título aclara: "Esto no es una pipa". Lo mismo sucede con las pipas que se deletrean, después de todo la escritura tiene su propia gramática, su propio espacio, su propio tiempo, envejece a otro ritmo. De manera que la novela está lejos de asemejarse a la realidad dura y seca, donde mucho de lo que sucede rebasa las formas estéticas. Su perfección se debe a que establece unas reglas de juego que la redondean, en contraste con la realidad amorfa, conformada por una vorágine de hechos fortuitos que emergen y se desarticulan al instante, con la prontitud de un golpe de guadaña, sin enraizarse en las emociones ni en la conciencia, o lo que es lo mismo, sin dejarse aprehender por el lenguaje. Hechos carentes de sentido, que vienen y se van a través de una coladera cuyo vertedero es la nada. La novela es un consuelo, le pone cotos a la realidad y totaliza un aspecto que nos hace digerible el mundo. Quizás por eso elegí hacer que la sórdida acción de un crimen estuviera sumergida en una atmósfera mítica. Porque los mitos pueden ser a la vez humorísticos y trágicos. Después de todo, sintetizan la vida en relatos que contienen múltiples niveles interpretativos que destierran la gula ciega de Cronos, que todo lo devora. «El ojo es un parpadeo del tiempo que contempla las órbitas vacías de los dioses eternos –dice uno de mis personajes en algún pasaje de la novela-. Aunque a lo mejor también es verdad que la heladísima eternidad se quedaría muy sola si no hubiese una mirada fugaz que diera cuenta de ella. ¿Cuál sería el sentido sin nosotros? ¿A qué un teatro repleto de butacas sin espectadores?»
El destino dobló la esquina
(fragmento)
Ivo Quallenberg
El Doctor Suez cree poder escapar de la historia. Baraja entre sus cartas la esencia pura, eterna y verdadera del corazón humano, y sostiene que en su interior mora la profundidad fundacional del mito. Poco le importa que el corazón del hombre haya producido a lo largo de la historia numerosas inquisiciones, su percepción del mito pretende sacralizar el tiempo, hacer de las divinas figuras primigenias la única verdad trascendente.
Así que íbamos a sus clases con la carpeta y la mente abiertas, pero el Doctor nos salía con que la única manera de descifrar lo indescifrable era arriesgando el corazón. Que el mito había que sentirlo, decía. Que había que despojarse de la razón y lanzarse ritualmente al abismo. Según esto, era imprescindible que cada quien dejara atrás la estrechez de su mundo personal para entregarse a los impulsos telúricos con el ánimo de alcanzar un éxtasis que nos permitiera establecer un punto de contacto entre el tiempo y la eternidad; sólo así, nosotros, los hacedores de puentes, escaparíamos de la condición finita para redescubrir nuestra olvidada herencia divina. No es que no sonara prometedor, y hasta apetecible tratándose de prácticas dionisiacas, pero, aun así, desde que conocí al Herr sospeché que algo no embonaba en ese hombre enfundado en un saco gris como la historia que pregonaba con tal empeño la insurrección del corazón. (Enmascarado detrás de sus barbas aborregadas y portando un rayo de utilería mi desconcierto se ha ido agrandando, no sé, a las primeras de cambio sus peroratas empujan a risa y, a medida que suben de tono, al miedo).
–Antes de que la historia divina fuese narrada, los hombres vivieron su proximidad, antes de esculpirla, la encarnaron –nos dijo un día frente al pizarrón, conminándonos a saltar a la escena:
–¡Avante, juventud! ¡Hagan valer su voluntad de existir! Ustedes que aún no han escindido el mundo entre el poder y el querer, ustedes que aún albergan en sus corazones un vitalismo irracional, a ustedes los desafío a vivir bailando de cara a los dioses…
Menuda vitalidad la de bailar ante el divino Suez dentro de una pequeña aula universitaria. Lo que se dice una irracionalidad de salón.
–Nada complicado –matizó–. Sólo un pequeño ensayo que los ayudará a desperezar el espíritu.
Empeñado en que intuyéramos la esencia y el hacer de los propios dioses, el Doctor convino que al día siguiente ejercitaríamos una danza ritual, óptima iniciación a la que nos entregaríamos con el corazón abierto y los pies descalzos, siempre y cuando quisiéramos aprobar el examen parcial. Pocos durmieron esa noche.
Al otro día, el ambiente, se entiende, era vergonzoso. Nadie se atrevía a poner de su parte. A punta de palmas, Suez nos conminó a desinhibirnos, pero lo único que consiguió fue que las compañeras más apocadas del salón extraviaran sus ojos de avestruz entre las duelas del piso. Otros, menos discretos, se agarraron a la tabla de salvación de sus respectivos pupitres, mientras Suez nos incitaba a arriesgar unos pasos. Pedía que las mujeres danzaran. Quería verlas bailar. El cachondo Herr Professor acudía al corazón para resucitar la pija.
–Saquen lo que tienen dentro.
Nadie movía un dedo.
–¿Y bien?
–…
–¡Non est ad astra mollis e terris via!
–…
–¡Vitalidad!
–…
–¡Qué pasa! ¿Están muertos?
Y mudos. También mudos.
Después de todo, ¿qué quería Suez? ¿Que sintiéramos en la carne las fuerzas dionisiacas acotadas por nuestro horario matutino? ¿Y cómo oficiar de 9 a 11 los anhelos del corazón? ¿Con una espontánea danza watusi?
–Vamos, vamos, déjense llevar por la emoción –nos azuzó el Doctor–. Por ahora sólo se trata de desenterrar el corazón sepulto. ¡Hala! ¡Acta, non verba! ¡Libérense de sus ataduras racionales! Algún día, lo prometo, llegarán a danzar como los dioses. Entonces todo les estará permitido.
Cromañón se arriesgó a poner su granito de arena y, por sus propias pistolas, instaló cerca del pizarrón la mastodóntica grabadora que acostumbraba traer consigo. Aplastó el botón del play y un sabroso merengue atravesó las paredes sin caucho. Obviamente le entusiasmó la idea de transformar el aula en un congal, de modo que se puso a zangolotear cual rumbera. El rito le corrió por las piernas y tripas. A ritmo suavecito remojó sus labios y, con la mano izquierda, se agarró del supuesto pasamanos de un camión de pasajeros, mientras, con la otra, pegadita al bajo vientre, atajó las curvas de una hembra que, aunque de aire, a todos nos hizo salivar. Suez alentó la intentona. Las tres futuras Parcas se animaron. Entrelazaron los brazos y danzaron en círculo, acudiendo al folclor de elevar las piernas al estilo cosaco. Al poco rato Marisol, buenísima, saltó a la pista metida en un pantalón vaquero que resaltó sus rincones ocultos. Miss Tercer Semestre sacudió su blonda cabellera y nos agració con un candente bamboleo que me alborotó el animal. Nomás no pude detenerme. Elevé los brazos al cielo y me puse a zapatear pegadito a ella, duro y dale al ritmo de su trasero. Salvo un par de amigos míos que también aullaron como perros, nadie más le entró al guateque. Suez estaba rojo del coraje, con su corbata que le colgaba como mal salida de una farra. Supongo que no hay desilusión más grande que aspirar a tocar el cielo y toparse con unos tiesos que se habrían comportado con mayor soltura en una primera comunión.
Fragmento de la novela El destino dobló la esquina,
editada por Ediciones Eternos Malabares, México, 2016.