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José Ángel Leyva

Presentación La Otra 115

leyvaPrimero una felicitación a nuestros amigos la poeta mexicana Coral Bracho y el argentino Jorge Boccanera por ser las figuras homenajeadas en el Encuentro de Poetas del Mundo Latino que organiza desde hace más de dos decenios Marco Antonio Campos. Enseguida una evocación a la figura de dos poetas recientemente desaparecidos, el colombiano Guillermo Martínez González y el argentino Leonardo Martínez. En tercer lugar, felicitar a nuestro amigo Agustín Monsreal por sus 75 años de edad y su colosal brevedad literaria que lo coloca sin duda entre nuestros mejores narradores vivos. Aquí un ensayito sobre él aparecido en La Jornada Semanal.

 

Agustín Monsreal, el cuento es vivir
José Ángel Leyva

Agustín Monsreal
Agustín Monsreal
Fue una charla de tres horas y nadie se movía de su asiento. Agustín Monsreal estaba en vena, las risas aparecían como síntoma de placer y de conciencia entre los tonos descarnados de sus cuentos y su jocoso magisterio. El público de la Facultad de Economía de la UNAM interrogaba y escribía las respuestas que el escritor invitado entreveraba con una autobiografía, imaginaria o real, para ilustrar los entresijos del oficio del cuentista o narrador breve. Y para Agustín, que no escribe novela, acaso poemas y haikus, vivir del cuento es todo un arte, un desafío de sobrevivencia y de congruencia, lo que no acepta de este oficio es hacerle al cuento.

Originario de Mérida, Yucatán, alumno de Augusto Monterroso, compañero y colaborador de Edmundo Valadés en la revista El Cuento durante su  no breve existencia. «No hay una preceptiva clara para la minificción, o para el microcuento, pero… dice Agustín Monsreal», solía repetir Valadés a sus talleristas en el Museo Carrillo Gil. Con el tiempo y buenos hábitos, descubrimos a uno de los narradores más puntuales, más fieles a la brevedad y a sus rigores, un narrador de cepa que no niega, pero tampoco evidencia una influencia específica, sino la digestión nutricia de grandes autores y obras maestras muy conocidas o escasamente citadas. Monsreal confiesa su pasión por la poesía, por el lenguaje, por las lecturas donde la concisión y la precisión son las herramientas fundamentales del discurso y en las que una historia corriente se transforma en un suceso extraordinario gracias a la gracia y la magia de las palabras. La clave nos la da en su decálogo que abre La banda de los enanos calvos (Laberinto, México, 2008), en el punto número siete les aconseja a sus lectores: «Si una cosa es necesaria úsala, y si no es necesaria, no la uses. Pero aprende a usarla, eso sí es necesario.»

Ese principio se suma al carácter mordaz de su escritura, al humor no siempre festivo de sus historias, que puede devenir caldo amargo, corrosivo hasta el tuétano, cruel, ponzoñoso. Reírse de sí mismo parecería también una exigencia de esa descarga de escepticismo, de la sustancia humana del fracaso o de la desesperanza, de la condición ridícula de la razón ante la incomprensión de la muerte y el cambio. De un modo implacable escancia el zumo del dolor y del placer, de la tragedia y su caricaturización, de lo aparente y la desnudez meridiana en sus relatos de Deslealtades del destino (Fondo Editorial del Estado de México, EDOMEX, 2016). Un libro donde el cuentista aparece como un artesano del tiempo, un relojero del verbo, un orfebre de la lucidez.

El potaje de los impulsos contiene motivaciones de toda índole, incluso la no motivación, el acto gratuito. En La banda de los enanos calvos el autor juega a mostrarnos la cocina de su creación, a darnos cuenta de su preceptiva, pero nos advierte que no todo lo que se dice allí es totalmente cierto y menos aún falso. Hay un contrato de credibilidad para aceptar que la mentira es indispensable con inteligencia y mutuo acuerdo, casi siempre tácito. ¿De qué otra manera podría el narrador seducir a sus lectores? Pero ¿de qué otro modo el lector aceptaría una verdad donde lo insólito es como dice Agustín que dice Ambrose Bierce: «El decepcionante asombro de estar vivo.»?
El crimen, el engaño, la venganza, la piedad, son marcas de una serie de relatos de Deslealtades del destino en los que Monsreal parece responder a pie juntillas a esa otra serie de piezas   breves (contenidas en La banda de los enanos calvos), forjadas con precisión de entregas periódicas, pero con la conciencia de conjunto y de notas paralelas, al margen, como señales del camino. Casi como una revista, pero con el resultado de un libro, que mucho recuerda a la revista El Cuento en su capacidad de ofrecer varias lecturas a la vez, referencias de lecturas indispensables, reflexiones de apariencia concluyente que dejan abierta la puerta a las interrogantes, historias donde el autor figura como personaje narrador, protagonista de su imaginación ¿o de su biografía fabulada? Pero si en La banda… el humor y  la declaración de principios literarios se acrisolan en una apetitosa erudición, en los relatos de Deslealtades del destino la fuerza tira sobre todo de frases como «tal parece que estuviésemos viviendo solo para huir de nosotros mismos» («La selva de los suicidas»), o arranca violenta la careta de las prohibiciones más primitivas como el incesto en «Estampa de familia», donde el amor entre hermanos es un hambre que sólo se apaga, quizás, con la muerte. Freud lo hizo evidente en su complejo de Edipo, pero ya Sófocles había puesto el dedo en la llaga de la transgresión trágica para dejar claro que el rey, incapaz de ver la realidad, debía cegarse. Es de los pocos cuentos donde Monsreal no incorpora el humor, ni siquiera el doble rostro de la paradoja. El tajo es vertical, un rayo a mitad de la canícula.

«No es lo mismo entretenimiento que humor», subraya el autor, para alertar a sus posibles lectores y a sus hipotéticos pupilos. El humor exige inteligencia, reflejos, inventiva y acaso una sonrisa franca, un gozo intelectual y físico. Laurence Stern, Ambrose Bierce, Bulgákov, y por qué no, Revueltas en la acidez  de «las inauditas desviaciones de la conducta humana», como sentencia Monsreal cuando evoca su descubrimiento y su admiración de Petrus Borel «El licántropo», a quien halla una vigencia aterradora a más de siglo y medio de su desaparición. Es allí, con Borel, donde el narrador yucateco revela sin ambages su filiación a una mirada honda del destino y sus deslealtades.  Como quiera que sea, Agustín Monsreal es a todas luces uno de los maestros vivos y no suficientemente leído y reconocido, y en quien uno puede advertir ya descendientes, como es el caso de Eduardo Antonio Parra. En el cuento no importa el tamaño, dice el creador de los pigmeísmos. A un cuento lo determinan sus personajes, su reducido número, su fuerza, su energía.