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Adolfo Cueto. Víctor Rodríguez Núñez

adolfo-cueto«El lado oscuro de la luz», exclama Rodríguez Núñez al hablar de la poesía de este poeta. Una muestra de su poesía acompaña esta nota.

 

 

 

Adolfo Cueto o «el lado oscuro de la luz»

Víctor Rodríguez Núñez
Víctor Rodríguez Núñez
La noche del 10 de noviembre en que vagabundeamos por el Barrio de Las Letras entre cañas y tapas hablamos de mil cosas y, sobre todo, de su extraordinario libro inédito «Desprendimientos», que acababa de leer. Me escribió a raíz de la muerte de Fidel Castro. Allí aseguraba que «todo irá mucho mejor también en la isla» y que había que salir adelante «mirando hacia la luz solar». El 21 de noviembre me hizo llegar los poemas que se publican a continuación, con una sobria nota que concluía «y me dirás si te parecen bien». Por su puesto, hermanito, me parecen estupendos, de lo mejor que ofrece la poesía en lengua española de nuestros días.

Adolfo Cueto se definía a sí mismo como un poeta de raíces y vivencias asturianas, aunque nació en Madrid el 31 de enero de 1969. En esta ciudad cursó estudios de Derecho y de Filología Hispánica. Se dio a conocer como poeta con la aparición de Diario mundo (Calima, 2000). Tras un largo período sin publicar, sólo interrumpido por la aparición en Damasco del cuadernillo en español y árabe 7 poemas (Instituto Cervantes, 2007), dio a la luz Palabras subterráneas (Renacimiento, 2010), Dragados y Construcciones (Visor, 2011) y Diverso.es (Visor, 2014). Recibió diversos reconocimientos por su obra, entre los que destacan los premios de poesía Emilio Alarcos, Ciudad de Burgos y Manuel Alcántara. Sus poemas han sido traducidos parcialmente al inglés, portugués y árabe. Vinculado al mundo de la edición, escribió también valiosas reseñas literarias. Esperemos que pronto circule una buena edición de su personal, comprometido, bellísimo «Desprendimientos».

Víctor Rodríguez Núñez

 

El lado oscuro de la luz

Noche entera lejos
de casa, con esa antigua sed
de amor y precipicio. Quizá no preparados
para tomar tierra aún: la ciudad esparcida, moteada
de luces, luces que besan
sus sombras, ángulo del pensamiento, rincón
del amanecer. Amanecer todavía
sellado, cerrado, mudo. Desde esta esquina abrazamos
lo que en lo oscuro se oculta. Somos a tientas la voz
que arena todo el desierto; el perro a solas perdido,
buscando un sitio por dónde. La lengua de fuego lento
que bebe en aguas confusas. Un corazón que se ensancha
en la justicia sin rostro, entre preguntas
al filo, bajo esta caricia gélida
de miles de fluorescentes, por los pasillos
sin fin. Fulguración
del dolor, de esta luz
que no es luz, sino intenso silencio de un azul
frío, oscuro aún. Que se nos viene ahora al lado;
de allá, del otro lado:
del lado oscuro de la luz.

 

EL ASCENSOR NOCTURNO DE TOM WAITS

Subir por esa escala
secreta de la luz, hasta este
mediodía de explosiones nocturnas, de cavernas
crujientes. Su aguardiente sonoro,
donde todo está hirviendo
despojado, abrasándose en
su sola quietud. Entre el humo y el piano,
un paisaje astillado, de pesado voltaje, va arrastrando
la noche. Por los bares penúltimos,
toneladas de alcohol
buscan sitio en el fondo, en las llagas abiertas
de otra helada ciudad:

                              Nueva York, tú, que arañas
la sed del que camina por los desfiladeros
del fuego; tú, que alzas los brazos del que grita
palabras hacia dónde; tú,
que escuchas el coro de la lluvia
de los muertos, inmensamente tú, tejedora
que tejes
las almas, y destejes. Que comprendes mi sed, ya estremecida en
esa combustión
de todo lo que arde. Como tú y yo ahora ardemos
abrazados, a oscuras,
encendida esta luz.

 

NUEVOS DESTINOS PARADISÍACOS

Sacamos billete abierto, sin concretar
vuelta aún. Pero la muerte, ¿qué hace? Curiosea
todos los días, baila, irrumpe, danza y
ríe. Abre sombrillas en playas de moda, sube a picos
y puertos. Se pasea en bermudas
trágicamente, prende
televisores. Golpea, olvida, viaja en
primera clase, toma vuelos low cost. Ríe, como si
nada. Como si cualquier fosa,
sacude y resacude, revuelve
tanta vida –y llora: también llora, llora
mucho–. No
descansa ni muerta, la muerte, políglota,
viajera, turista impertinente, estricta
profesional, rondando siempre terca, tenaz. Nunca,
ni un día, ni un minuto, ni a sol
y sombra, cesa
su pitido.

                              Salvo para nosotros, que somos
los que aman. Para nosotros, que amamos duramente
la vida, el mundo entero, su piel
cuando es verano, para nosotros poco
significa la muerte. La parca no nos coge,
forajidos. De un golpe, una patada, de un
manotazo, el temor a la muerte se ha apartado
de aquí. De este abrazo aún más alto
que nosotros, de este nudo gordiano de la carne
rugiente, de este beso sin sombra, de esta fe
desatada; de esta vida sin precio, ¿qué
pretende la loca? De este solo latido, de esta chispa y
zarpazo, ¿qué se lleva
que valga? La muerte que emborrona, la muerte que se dice
mejor que estos dos cuerpos
que se aman fijamente, ardiendo
fugitivos, cayendo

 

sin adiós… Palabras que penetran, grafitis
portuarios, presagios
contra un muro –el temor a la muerte y su gran coletazo
de cetáceo extinguido.

 

BANDAS MAGNÉTICAS

Tú me lees; yo a ti. De madrugada,
nos desvelamos juntos, nuestras bandas magnéticas
descifrándose sobre esta desnudez
de las horas felices. Por tu ADN corren
instrucciones conjuntas que interpreto. Tus células
y las mías arden en esa genética del amor
intensivo, en estallidos violentos que iluminan
el mundo. La oscuridad, qué poca, qué
nada ya: qué aparte, así,
de nosotros, que respiramos cosidos al pulmón
de lo mismo.
                              Igualmente, lo mismo que yo
no soy yo, soy este
tú, donde he entrado hasta el fondo: claridad
sin reservas, como en ese entramado de la luz
que entra por la persiana y nos convierte ahora en
uno. La esperanza es de pronto este existir
tremendo, esta unidad ya en ti, nada más, todo
ya, todo yo
despojado.

 

LOS CIMIENTOS DEL AGUA

Se parecen a quién, estos seres que pasan, al final
de la tarde, solitarios,
absortos, no sabemos adónde. Un brazo y
otro brazo, acompasando –una sílaba
y otra–. El horizonte en llamas
los espera, lo saben, mientras buscan, avanzan, flotadores
del tiempo, estos seres que escriben
en el agua sus nombres. En la corriente que va, llevan
lo que no se termina, y vuelve,
vuelve: esa página líquida en
su fondo. El movimiento, el ritmo.

Van rumbo hacia delante, no miran
casi atrás, navegantes que insisten
entre el ser y la nada. Terriblemente hermosa, su soledad
mojada, arando y arañando la belleza
muy dentro siempre, al filo
de sí mismos. Ya, como segadores,
cortan la espuma blanca de las horas
felices, buscándose, empeñándose: impulsándose una y
otra vez –y otra más,
adelante–, vida así
cimentada. Vida ya buceada entre palabras
y abismo.