Juan Carlos Abril, poeta español, escribe sobre el más reciente libro del mexicano Marco Antonio Campos en las filas de Visor. El poeta como nómada y como testigo de la historia da cuerpo a esta poesía de tono elegíaco.
Campos, Marco Antonio (2016). De lo poco de vida, Madrid: Visor, col. Palabra de Honor.
Juan Carlos Abril
Marco Antonio Campos (Ciudad de México, 1949) es un poeta conocido y reconocido en lengua española. En España ha editado, siempre en la editorial Visor, los poemarios Viernes en Jerusalén (2005, V Premio Casa de América de Poesía Americana), y Dime dónde, en qué país (2010, XXXI Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla). De lo poco de vida es su última entrega, y los lectores tenemos la suerte de asistir a una voz madura que, sin renunciar al canto elegiaco, celebra lo que —nos— queda de vida con mirada vitalista, pues aun siendo bastante poco, se vive a ritmo trepidante. Siempre es poco, ciertamente, pero al menos queda la sensación de haberla vivido a tope. Nada de vida libresca, como el mismo autor asegura: «[…] —porque / sólo aquello que se vive, sin mira ni propósito literario / (Cesare Pavese dixit), puede convertirse en un poema—.» (p. 19, de «Libros»).De lo poco de vida posee dos ejes bien definidos que convergen en una sola idea, el nomadismo. Por un lado se halla nuestra propia existencia concebida como nomadismo, vida peregrina y rápida, implícita en el título; y por otro se trata del vagar del poeta —en los poemas, casi como un dietario de lugares y experiencias— por ciudades y países de todo el mundo. Nomadismo que implica no sentirse de ningún sitio pero ser de todos los lugares al mismo tiempo, no man’s land como tópico redimensionado desde una mexicanidad que aparece como motor que espolea el recuerdo, la amistad, el amor y tantas situaciones emotivas por las que circula la vida que, no obstante, no se puede apresar, destinada siempre evadirse, a no permanecer. No en vano su poesía reunida —editada en México en la prestigiosa editorial El Tucán de Virginia en 2007— se titula El forastero en la tierra (1970-2004). Pero una verdad asoma a pesar de nuestra eventualidad, una verdad acaso nómada, recordando el libro de Guattari y Negri: la poesía como testimonio, como conciencia cívica y lírica de nuestro paso: «en esta plaza breve de Tánger, tienes enfrente el / mar Mediterráneo y la línea oscura de / la costa española, y por eso, sólo por eso, por el momento, / te das por creer que la vida se hizo para ti. / Por el momento.» (p. 45, de «En una plaza de Tánger»). Aparecen muchos lugares, la Alameda de Ciudad de México (p. 21), Lima (p. 23), Oviedo (p. 27), Barcelona (p. 29), Roma (p. 55), Marruecos en varios poemas, Bogotá (p. 47), y muchísimos otros países, ciudades y lugares, que suponen un estímulo viajero para el lector, imaginando vidas, al modo de Marcel Schwob. Dividido en cinco secciones en números romanos, la primera y más extensa es el relato de esos viajes, ciudades y lugares; la segunda mezcla lugares y homenajes literarios (Nietzsche, Pessoa, Chumacero, etc.); la tercera dos poemas familiares en la misma estela; la cuarta unos guiños epigramáticos, no exentos de reflexión sobre el tiempo y la edad, agridulces; y la quinta tres composiciones a modo de cierre.
El poema «Aquellas cartas» (p. 25, escrito en Amberes en 2008, según consta al final del texto) podría ser un claro ejemplo de ese deambular por el mundo, en este caso «Europa occidental» (ibíd.) a finales del año 72, cuando el poeta, en un viaje iniciático en tren, se escribía cartas entre una estación y otra con su amada de 19 años allá en Ciudad de México. Sin embargo, el final estremecedor de la composición anticipa ese «poco de vida» que nos queda, ese otro final de nuestra vida que siempre nos queda cuando vivimos aceleradamente, y todo nos sabe a poco. Sed fugit interea, fugit irreparabile tempus, huye inexorablemente el tiempo y «[…] parece / que aún oigo la canción del mirlo a la hora del degüello.» (ibíd.). El tópico virgiliano, extraído de las Geórgicas, no puede ser más oportuno para aplicarlo no sólo a este poema sino en general a todo el poemario.
«De lo poco de vida» (pp. 51-52), la composición homónima del libro, en homenaje a Bécquer, del que toma el título por la Rima «LI», también puede ser un magnífico ejemplo de este ir y venir de una voz que escribe desde el pasado, que se replantea «[…] ¿dónde poner las palabras que eran tuyas / y decían al repetírtelas lo bello y lo bueno que me eras?» (p. 51), pero que viene hacia el presente hecha literatura, impresa en la palabra que permanece, igual que el romanticismo decimonónico, del que nuestro autor es especialista, ahora redefinido en estos tiempos donde nada es lo que parece. Porque «»El después no existe»» (p. 52), la conciencia trágica de no poder apresar nada, ni el pensamiento, y el único argumento que nos queda es el ahora. «»No hace mucho comprendí —le digo a Carmen— / que la vejez es la muerte a media muerte. / Me atristo ante lo mucho o / lo poco que viví, sin saber cómo fue / ese mucho o poco. […]» (p. 33, de «¿Dije esto?»). A veces, por tanto, ese «poco» de vida se puede pensar como un valor de intensidad, otras como un cambio de extensión, pero siempre desde una perspectiva optimista. Hay una sola vida, es cierto, pero no la hemos desperdiciado ni la vamos a desperdiciar, y aunque no haya palabras lo suficientemente melancólicas para consolarnos de la fugacidad de las cosas y la vanidad de fondo del vivir, ahí «dejo lo escaso bello que yo hice y lo escaso bueno que yo di» (p. 95, de «Lápida en el aire»). Porque no hay una sola manera de concebir lo vivido, al margen de frivolidades, más allá de lo inasible de la cotidianidad y la rutina, de ese «reloj de Plaza Mayor que suena a la hora en que no vine» (p. 33, de «¿Dije esto?»), pues siempre pensamos que nuestro tiempo se ha ido, y que incluso tratando de acaparar todas las oportunidades posibles, también se va. Siempre se irá, es cierto. Lo que se va nunca vuelve, a no ser que sea hecho poesía, y ésta también oscila: «para luego irse y regresar e irse» (p. 25, de «Aquellas cartas»)… este tipo de fórmulas serán constantes en el poemario, imprimiendo a través de la anáfora un una suerte de pensamiento cíclico, recuerdo obsesivo y melancólico, como bien se observa en «Quién en Granada» (pp. 35-36): «¿En qué futuro se mira el melancólico?» (p. 36).
Conciencia trágica del tránsito hacia la identidad nómada, como en el poema final en prosa citado, «Lápida en el aire» (p. 95), aunando el impulso erotanático que nos guía y que se sabe al mismo tiempo punto de fuga, partida o llegada: «me sentí un forastero dondequiera, y para vivir, para simular que vivía, más pronto que tarde emprendí la aventura o fuga» (ibíd.). Identidad hecha verdad que, aunque mute o no podamos consignarla, guarda una razón escrita en algún sitio, puede que en el aire. «Pudo ser del aire. Pudo ser el aire.» (ibíd.). Leer a Marco Antonio Campos nos emociona, y su elegía nos arranca un puñado de verdades, sutilmente tamizada, porque ya se sabe que los suspiros son aire y van al aire.