El poeta y periodista argentino escribe sobre el más reciente libro del gran poeta sueco Lasse Soderberg: El lugar más lejano. Una lectura reveladora de una escritura que nos habla con los ojos de esa tierra regada con sangre palestina y la palabra de un dios que ya no cree en el hombre, Jerusalén.
Lasse Söderberg: Palabras como cicatrices
Jorge Boccanera
En uno de sus textos iniciales, de su más reciente poemario «El lugar más lejano», publicado por La Otra y Escritores de Cajeme, Lasse Söderberg escribió una línea que se cierra como sentencia, pero se abre como ars poética: «El poeta escribe para el viento». Este verso se resignifica constantemente incluso desde polos opuestos: podría ser un torbellino que se lleva todo para su almacén de cosas extraviadas, pero en cambio aquí se trata de un viento mensajero que reparte las voces de los hombres, sus alegrías y desvelos. Y entre ese viento y el poeta, la palabra que combustiona cuando roza a la borrasca en medio de la nada: «El verbo:/ yesca en el medio del desierto», dice.
Por el libro que ahora nos ocupa cruza ese vendaval que reúne, en una misma hoguera, rastros de la tragedia y la esperanza, en un lenguaje que elude los tonos altisonantes para expresar con la contundencia del susurro, su perplejidad; la incertidumbre en medio del páramo donde levanta sus columnas de humo la paradoja: «Dios se cuestionaba… la existencia del hombre».
Como si hablara con los ojos, Söderberg da una poesía de gran poder visual: relieves murmurados, texturas nombradas, fotografías escritas: «La noche era un mar sin fondo/ donde se mecía una canoa de plata» (…) «Y veía brillar los escarabajos como cartuchos de fusil». Una característica de su poesía es precisamente el diálogo que sostiene con la plástica; el mismo autor ha señalado que se interesó por la pintura desde niño, cuando vio la reproducción del nacimiento de Venus de Boticelli. Ya adulto, trabaría amistad con artistas de la talla de Roberto Matta y Wifredo Lam, por dar sólo unos nombres.
Lirismo y testimonio conviven en El lugar más lejano, libro originado en dos de sus muchos tránsitos por diversas geografías (el viaje es uno de los temas centrales de su obra), en este caso a Jerusalén en los ’90, cuando uno de sus textos periodísticos devino en cuaderno de poesía. Aunque atravesado por uno de los conflictos sociales más crueles –el antagonismo que enfrenta desde inicios del siglo XX a israelíes y palestinos– el libro elude cualquier atisbo de línea discursiva para poner en evidencia una vez más que el relato lineal no alcanza para expresar los hondos conflictos humanos.
De nuevo: Söderberg resuelve con un lenguaje donde conviven la escena onírica, el coloquio y una suma de imágenes notables (en una entrevista señaló que estas constituyen «el sistema circulatorio de la poesía»), el tema candente de la guerra; una conflagración que con los años ha recrudecido a niveles aberrantes, sobre todo de parte de los irascibles dirigentes del gobierno de Israel, sometiendo a poblaciones civiles por medio de un brutal poder bélico. Escribe : «fortalecido por todas las derrotas./ Israel es una idea basada en la humillación» (…) «las órdenes silban en el aire» (…) «En el sueño vi un adoquín/ envuelto en alambre de púas. // Yacía sobre la pulida y silenciosa mesa/ de los negociadores de paz» (…) «los nombres que ya no eran/ más que cicatrices».
Pero si esta obra del gran poeta sueco está marcada por la tragedia –la masacre en los campamentos de refugiados de Sabra y Chatila es apenas una muestra de una larga historia de ataques sobre poblaciones civiles como el bombardeo de 2006 en Qana y hechos similares que llegan a la actualidad–, también asoma su contracara, la esperanza; con el impulso de ese anhelo escribe: «dentro de la piedra/ presiento una semilla». El poeta, siempre lejos de los enmascaramientos de la palabra que abunda en los discursos del poder de turno –obscenos eufemismos del tipo «daños colaterales»- nombra sin ambages del «fantasma del genocidio», subrayando así la paradoja de víctimas victimarios. Apelando a una trabajada economía de lenguaje describe, apenas con trazos de apuntes, esa tierra disputada bajo estrellas de espinas «en la negrura perforada» y el alambre de púas.
Entre los símbolos recurrentes en la obra de Söderberg –«lo que arde», «la sal», «el fuego»– sobresalen «las piedras» (justamente la intifada -la rebelión árabe- significa «guerra de piedras»), que el poeta abre como frutos para leer una historia de polvo. El suelo que pisan sus ojos son esas piedras; restos de un cielo demolido, caracoles de un mar ausente que dicen al oído: «Soy confidente del pedernal// y sólo escucho lo que se pierde./ Mi única misión es este mundo».
Esas piedras en movimiento que parecen llorar y «arden de sed», llenan las bocas de los ancianos. Para el poeta, la materia es enigma y por tanto, objeto que se transforma. Un epígrafe del escritor israelí Yehudah Amijai, expresa: «El pasado lanza piedras al futuro/ y todas dan en el presente». Es apenas una de las voces convocadas en este libro, con las que Söderberg dialoga –entre ellos los antiguos poetas hispano judíos Salomón Ibn Gabirol, Moisés Ibn Ezra y Yehudah Halevi y el poeta Mahmud Darwish considerado el poeta nacional de Palestina por su lucha por su identidad y su tierra, en un logrado ejercicio intertextual.
Es de destacar el trabajo con el silencio realizado por el autor. Así, junto al poeta egipcio Edmond Jabés, un contemporáneo suyo, concluye: «Su largo andar/ lo llevó a través del libro,// a través del lenguaje/ de vuelta al silencio». Esa búsqueda conduce a Söderberg hacia el poema breve, conciso, ajustado a la emoción, a la expresión, que gotea en imágenes; muchas de ellas por fuera de lo coyuntural y más cercanas a una metafísica que hace pie en la fugacidad de la existencia. Después de todo, siempre la poesía se giró alrededor del mismo núcleo: el tiempo. Como joyas que relucen en el puño oscuro de la escritura, estás imágenes logran, en una condensación de sentido, líneas contundentes: «Soy carne atravesada de tiempo huido» (…) «creo en el tránsito/ no en lo transitorio» (…) «El polvo: tiempo remolido». Y en dos líneas arrasadoras, escribe: «¿Por qué lloramos?/ Porque Dios no existe».
Con un lenguaje preciso apoyado en una capacidad deslumbrante de explorar vetas de sentido en una cotidianeidad que a ojos no avisados podría resultar pueril, Söderberg dibuja un entorno a la medida de los hombres, de los otros; esos muchos que se hacen uno en la medida de su solidaridad, su reciprocidad, su humanidad. Y con un fraseo sin énfasis, expresa aquello que la creación posee como enigma: «Lo escrito estaba escrito ya/ entre líneas, en la oscuridad».
A los temas citados, participa el de la pasión amorosa (textos que se unen a su producción desperdigada en otros libros alrededor del erotismo, tópico al que ha dado poemas tan logrados como «Desayuno con Yemayá», «Pequeños juegos animales», «El reposo de Lilith» o «Diosa a cuatro patas»). En un breve capítulo del libro, titulado «Fabiana», los amantes aparecen convertidos en puro tacto: «buscaban con ojos, manos, labios, piel/ los sentidos de lo venidero. Un corazón disperso por toda la piel rueda por los versos del poeta: «Había que rozar el olvido/ como se roza un cuerpo lleno de tiempo».
El lugar más lejano se agrega a una obra profusa y deslumbrante, desatada desde el libro inicial de Söderberg, Notas para un eco, esta vez con un lenguaje despojado que propone un emotivo viaje por un desierto de olvido y silencio. Términos que funcionan a ratos como sinónimos y que juntos aluden al vacío, pero que guardan en su contracara el reflejo de lo que renace. Para corroborar esto, el gran poeta que es Söderberg, no necesita más que unas líneas. Escribe: «El niño asesinado duerme/ en una flameante llama» y «La piedra asfixia la llama» y «La llama rompe la piedra».
POEMAS DE LASSE SODERBERG, del Libro: El lugar más lejano
Fabiana
Paloma mía, en las grietas de
las peñas en escarpados escondrijos
Dos veces pasaron unidos
la última noche del mundo.
Fue aquí, frente al valle de Ben Himmon,
donde había llegado como mensajera
para obsequiarle profusamente
no sólo con labios jubilosos
también con ojos proféticos,
a él, que era ciego y tartamudeaba.
Se encontraron
en «la penumbra de la paloma»
bajo «el yelmo del aire»,
en ese escondido lugar
donde se entremezclaron las fuentes
y las palabras
se transformaron en tacto.
Y sonrieron los ancestros entre sí.
O Ich lernte an deinen süßen Munde
Zuviel der Seligkeiten kennen
El amor, decía ella,
es como lanzar un dado en el desierto.
Cuando ya no rueda
las cifras habrán desaparecido.
¿De qué sirven las cifras,
preguntaba él, si tenemos palabras?
¿De qué sirven las palabras,
contestaba ella, si tenemos labios?
Con los miembros llenos de dulzura
estaba tendido a su vera.
Era el territorio de la miel silvestre
donde los besos se extraviaron,
tropel de hermanos hambrientos
salidos de un folletín decimonónico.
La luz jugaba. De nuevo estaba
sin nombre y arrebatado.
En el hotel King David se difundía
el tintineo educado de la porcelana
mientras por los altos ventanales
desfilaba el día en estricto orden.
Doce sillas de mimbre vacías
estaban congregados para ocultas deliberaciones.
El té tenía gusto de intemporalidad.
Ella le sonrió en secreto acuerdo.
Pronunciaba lentamente su nombre:
espesura primero, claro de bosque después.
Oía acercarse un desconocido,
vacilar y de nuevo retroceder.
A través de tres ventanas
chorreaba igual número de días.
En medio: el signo de admiración
o, acaso, el bisturí del amor.
Quise olvidarte / pero
mi olvido no te olvida.
Para aquel que quería olvidar
no bastaba cerrar los ojos.
Había que rozar el olvido
como se roza un cuerpo lleno de tiempo.
Había que palpar su permanencia
más allá del sucederse.
Por eso la noche tenía forma de urna
donde con cuidado recogieron su aliento.
Al encontrarse de nuevo estaban
en la antesala de un archivo secreto.
En las actas allí recogidas
buscaban las claves de lo venidero
y en la noche eléctrica reinante,
en el estrecho espacio disponible
buscaban con ojos, manos, labios, piel
los sentidos de lo venidero.