En su texto, Carlos Gutiérrez, narrador español, profesor de la Universidad de Cincinnati, especialista en Siglo de Oro español nos ofrece ángulos diversos de esos personajes a quien Valle Inclán interroga: «¿Sois almas en pena o sois hijos de puta?», pero también a quien suele saludarse con un sencillo «hola, hijo de puta».
Carlos Gutiérrez
Elogio del hijo de puta
Advierta la cautela el artificio con que llega, y nótele los puntos que va echando para venir a parar al punto de su pretensión. Propone uno y pretende otro, y resuelve con sutileza a dar en el blanco de su intención.
Baltasar Gracián, Oráculo manual y arte de prudenciaVenga v. m., señor, pesia a quantos historiadores han tenido todos los cavalleros andantes, desde Adán hasta el Antecristo (que mal siglo le dé Dios al muy hijo de puta), que es tarde…
Alonso Fernández de Avellaneda, Don Quijote de la Mancha¿Quién me habla? ¿Sois voces del otro mundo? ¿Sois almas en pena o sois hijos de puta?
Valle-Inclán, Romance de lobos¿Qué dijo? Dijo: "Hola hijo de puta". Es un saludo de rufianes.
Fernando Vallejo, La Virgen De Los Sicarios
Un servidor siempre ha pensado que el Hombre es un animal sentimental que adolece de dos limitaciones: animalidad y sentimentalidad. El hijo de puta, mientras, sólo está menoscabado por su condición ferina, lo que no deja de ser ventaja indudable; aunque, ahora que reparo en ello, ¿por qué no va a haber hijos de puta sentimentales, de esos que, abandonando el traje de hijoputa de entre semana, visitan a su madre todos los domingos y fiestas de guardar, fingiendo que les afecta la muerte televisada de veinticinco mil bengalíes, por causa de una inundación de origen monzónico? Pero lo que realmente les causa desazón a los hijos de puta, acompañada de un respingo, ya estén encaramados en rústica banqueta o en sillón de orejas, son los conflictos de lindes, el tráfico de drogas, los concursos-oposiciones, las cotizaciones bursátiles, las investigaciones sobre el blanqueo de dinero, las filtraciones de wikileaks o la mirada de superioridad del vecino, orondo y ostentoso en su nuevo carro que, por otra parte, a cada paso ofrece síntomas de una mecánica hipocondríaca.
¿Qué es nuestra existencia sin un hijo de puta que la ronde? Nada. En el mejor de los casos, algo incompleto y anodino; vulgar, casi. La proximidad contumaz de algún hijo de la mismísima suele conferir, a menudo, un tono epopéyico y grandioso a los actos humanos. Las grandes gestas humanas siempre lo son de manera contrastiva, en oposición y porfía contra una tendencia o fuerza enemigas. Este hecho pertinaz e indubitable, constatado sin duda, en la escuela diaria de la vida, pudo servirle a Vladimiro Propp para hacer repaso funcional de los cuentos populares rusos, si bien es cierto que en su Morfología del cuento no aparecía nominada, como tal, la entrañable figura del hijo de puta, y ello por razones que no se nos escapan: quedaba feo, en fin, por ese vicio tan acendrado de ser menos amigo de la terminología precisa que de las buenas maneras. Quizá por eso, a nuestro Vladimiro se le ocurrió solaparlo bajo la figura del antagonista del héroe. En cualquier caso, tanto el método de raíz positivo-estructuralista como el formalista le han sido sumamente provechosos al estudio moderno de la especie. Gracias a ellos sabemos hoy que, junto con angel de la guarda, diablillo (o diablilla) y gafe particulares, cada ser humano dispone de, al menos, un hijo de puta asignado por el hado, lo cual no quiere significar, en modo alguno, que los hijos de puta lo sean, necesaria y exclusivamente, de un solo individuo. Antes al contrario; el hijo de puta, cercano a una ubicuidad estajanovista, suele tender al pluriempleo y a una férrea autodisciplina profesional.
Gracias a los hijos de puta, el mundo es como es: un ente esférico achatado por los polos y por la carga ominosa y necesaria del peso de todos ellos. ¿Cuántos? Nadie lo sabe con certeza; en todo caso, legión. Para mí tengo que son número cabalístico; ponderado, eso sí, pues hay que mantener el necesario equilibrio; que su número ni merme ni exceda en demasía.
Todos los intentos de conseguir un mensurador de hijos de puta han sido vanos. Probablemente, debido a una conjura planetaria urdida por los susodichos. Yo mismo, que intenté elaborar el artefacto hace ya largo tiempo, fracasé en el empeño. Obvio. Al no poder ser un empeño individual, siempre que se solicita ayuda, uno se encuentra con un muro de recelos y suspicacias. Y cuando se tiene la suerte de no demandar la involuntaria colaboración de algún aludido, siempre cabe la posibilidad de que el taimado interlocutor se pregunte para qué demonios se puede desear la construcción de semejante aparato: ¿como arma política, empresarial o literaria definitiva? ¿Como la madre de todos los reality shows, quizás?
Baste decir que mi esfuerzo fue baldío, aunque sólo con respecto a mis aspiraciones. Varios grupos, asociaciones e incluso individuos del común, pusieron precio a mi cabeza, por lo que vivo en continua zozobra; acechado por la alargada sombra de los hijos de puta; acosado por el largo, tentacular y poderoso brazo de los hijos de puta; aherrojado por el oscuro y certero impulso secular de millares de hijos de puta. Abrumado por su poder, no me quedó otra cosa que dedicar mis afanes a la investigación pura; a una taxonomía circular cerrada sobre ella misma y sin posibilidad de trascendencia práctica.
Como pude saber años más tarde, de labios de amigos de su frustrado inventor, tentativa hubo de construir una máquina que midiera monicacos, a cargo de un sesudo extremeño cuyo nombre desearía no quedara en el olvido, y que creo recordar como Sendino o Sendín, que opiniones hay en favor de ambos nombres. El intento, como bien imaginará el lector, tropezó en las mismas piedras y con las mismas trabas que el nuestro, por lo que también hubo de derivar hacia la pura taxonomía, por supuesto inédita y manuscrita, dando lugar a su logrado, y nunca en exceso alabado De monicaco mensuratione. De ese modo, por escarmentar en cabeza propia y ajena, decidí decantarme por la faceta teórica. Comencé, echando manos y parando mientes, por servirme del método inductivo, e intenté sentar unos principios generales, basados en la más estricta observación y observancia científicas. Al principio, linterna, bata, casco y libreta de apuntes (al natural) me otorgaban un aspecto entre peregrino y risible. Pero no cejé en mi empeño. Y fui constatando cómo la hijoputez, al igual que tantas otras categorías inherentes a la especie, era susceptible de una cierta gradación. Colegí también, a lo largo de mis viajes, periplos y travesías, que era una consideración universal, a despecho de climas, sobresaltos históricos, razas, culturas e ideologías, tanto como una lacra aceptada o asumida socialmente. Por ello, y no por otra causa, la onomasiología dio en nuestro ámbito carta de naturaleza al Hijo de la Gran Puta. Por otros rumbos hablan del Hijo de la Gran Chingada o del Hijueputa que, a fuer de ser sinceros, no ofrecen novedades destacables, fuera de las propiamente léxicas. En todo caso, todas esas denominaciones no dejan de ser, en su rica diversidad nominal, una sola categoría cumbre y máxima en el humilde gremio de la hijoputez; una aspiración inconfesada en el hijo de puta novicio y lograda ya en la madurez, tras una brillante y fecunda trayectoria que se mide, las más de las veces, por la cantidad ingente de damnificados que deja tras de sí el hijo de la mismísima. Pues, ¿y qué decir de su rara perfección? Si la raza humana fuera geometría, el espacio del círculo en su, a menudo, ponderada perfección, le estaría destinado al hijo de puta, personaje sin fisuras, disformidades, comienzo ni fin. Quiérese decir que se nace hijo de puta, y se muere hijo de puta, vaya, cerrando elegantemente el ciclo ineluctable de dicha profesión.
Como se ha visto en numerosas ocasiones a lo largo de la Historia, el asalto al fortín de los hijos de puta suele ser acción inútil, a más de suicida. Por osado e insistente que sea el asedio, siempre hay un hijo de puta dispuesto a ocupar en la muralla el hueco dejado por algún conmilitón. El fortín, pues, nunca es debelado.
Acabo de oir un ruido sospechoso. Definitivamente, han dado conmigo. Con el último impulso daré orden de transmitir este mensaje, no sin antes desear, curioso lector, que ningún eslabón de la infame cadena alcance a impedir que este testimonio llegue a tus manos.
Carlos Gutiérrez, narrador español, profesor y director del Departamento de Lenguas Romances de la Universidad de Cincinnati, especialista en Siglo de Oro español. Publications: La recepción de Quevedo (1645-2010), (U de Navarra, 2011); La red ciega (Lima: Hipocampo, 2008; 2nd ed., NY: Digitalia, 2011; short stories); [see reviews & articles on my creative work]; La espada, el rayo y la pluma: Quevedo y los campos literario y de poder (Purdue UP, 2005; [a review]); Dejémonos de cuentos (Valladolid, 1994; short stories); book-chapters; reviews/articles in Hispanic Review, Boletín de la Bib. Menéndez Pelayo, Cervantes, Iberoamericana, Calíope, Romance Languages Annual, Perinola, Bulletin of the Comediantes, Etiópicas, or Espéculo. I work on a book about Cervantes and direct the Madrid Summer Program.