“La traducción es una ballena impaciente”, es la primera colaboración de Jean Portante en La Otra para abrir puertas a diversos horizontes literarios y culturales, tanto de la poesía como del oficio del traductor en sus largos recorridos por el mundo.
La traducción es una ballena impaciente
Jean Portante
T. S. Eliot empieza la Tierra baldía con un epígrafe, y por debajo del epígrafe él añade: Para Ezra Pound, Il miglor fabbro. (El mejor herrero, en español.) Añadiendo esto, él hace referencia a Dante que, en el Purgatorio, hablando del trovador Arnaut Daniel, poeta provenzal del siglo 13, dice de él que es «el mejor herrero de la lengua materna»(«il miglior fabbro del parlar materno», escribe Dante.)
Esta definición del poeta como «fabbro», es decir «herrero», es la significación misma de la palabra «poesía» que viene del griego «poíêsis», en la cual el verbo «poieo» significa «hacer, fabricar». El poeta es un fabricante, un herrero. ¿Fabricante de qué?, sería la pregunta. No de poesía, porque esto nos llevaría hacia la tautología, fabricar lo que se fabrica, sino, como lo dice Dante: herrero de lengua.
Es decir que cada poeta, cada escritor, tiene necesariamente, es su oficio, que fabricar lengua. Es decir que César Vallejo, no escribe en español, sino en Vallejo, Octavio Paz en Paz, Juan Gelman en Gelman (el mismo dice que gelmanéa), Marcel Proust en Proust, etc.
Para la traducción literaria, esto es capital. Significa que, cuando un escritor traduce a otro escritor, no traduce de una lengua estándar a otra lengua estándar. Traduce de la lengua de un escritor, lengua que solo él sabe escribir, hacia la lengua del traductor y que solo él sabe escribir. Porque si cada escritor tiene su lengua, el traductor tiene también la suya. Esto hace del proceso de traducción algo muy complejo. No es suficiente con conocer muy bien la lengua fuente – por ejemplo el inglés – y la lengua de llagada, la lengua blanco como dicen los franceses. Hay que conocer también, y sobre todo, la lengua fabricada por el autor.
La cosa se complica cuando se tiene en cuenta que el traductor, si es escritor, poeta, es también fabricante de lengua. Lo que significa que ese traductor lleva la lengua del libro original a su lengua, ninguna de las dos siendo idiomas estándar. Y eso quiere decir, dado que la lengua del traductor no es la misma que la del autor original, que el libro traducido, desde este punto de vista, ya no es el libro del autor original. Sin ser todavía el libro del traductor. Es un libro raro en el cual la lengua intima del traductor, la «milengua» para decirlo en términos lacanianos, transforma la lengua intima del autor de tal forma que, al final, no es insólito hacerse la pregunta de quién es el verdadero autor del libro traducido. ¿Quién es el autor de Trilce en francés, quien es el autor de Guerra y Paz en español, del Quijote en ruso, de las Elegías de Duino en inglés, etc.?
Cuando un traductor se adueña del libro de un escritor, lo transforma, y yo diría mas bien que lo borra, para reemplazarlo por otro libro, el suyo. Y es precisamente este acto de borrar que me lleva a comparar la traducción a una ballena. Y es también este mismo acto de borrar un texto y de elaborar, fabricar otro, escrito en una lengua que no es la del autor original, que le da sentido al titulo de este texto: La traducción es una ballena impaciente.
Aclaremos primero el adjetivo que acompaña la ballena, quiero decir impaciente. A Umberto Eco, que escribió mucho sobre la traducción, y que dice mas o menos que traducir es «decir casi la misma cosa», lo que mi ballena desmiente, como veremos mas lejos, le preguntaron un día cual debería ser, según él, la lengua de la Unión europea. Este pequeño continente tiene 22 idiomas oficiales, habladas en el Parlamento europeo. Un diputado alemán hace su discurso en alemán, un francés en francés, un catalán en catalán, etc. Se podrían poner de acuerdo y utilizar la lengua franca en que se ha convertido, como lo fue antes el latín, el inglés. No lo hicieron. Decir que el inglés es la lengua de Europa sería un insulto echado a la cara de los franceses que le tienen un odio histórico a los ingleses, un odio tan fuerte que no hay ninguna calle Waterloo en ninguna ciudad de Francia, Waterloo el lugar donde Napoleón fue derrotado entre otros por los ingleses, mientras que en Londres, la estación de trenes que está al lado de la donde llega el TGV que es el tren de alta velocidad proveniente de Paris se llama Waterloo. Un insulto. Por su lado una de las estaciones de ferrocarril de Paris tiene como nombre Austerlitz, porque esa es una batalla que los franceses ganaron contra los ingleses.
Tampoco Eco hubiera podido decir que la lengua de Europa es el alemán, esto hubiera ofendido a todos los países que fueron invadidos por la Alemania nazi de Hitler. Entonces Eco responde que la lengua de Europa es… la traducción. Es ella la que permite que los Europeos se puedan entender más o menos bien cuando se hablan. A eso yo añadiría que la traducción es también la lengua de la literatura. Si podemos leer a Dostoievski en español, lo debemos a la traducción. Cuan pobre sería nuestro almacén de lecturas sin ella. Ni la Biblia, ni la Odisea, ni la Divina comedia, ni miles de libros del patrimonio mundial de la literatura estarían a nuestro alcance. Y nadie en el mundo, salvo los hispanoparlantes podría leer El Quijote. Esto hace que la traducción es una urgencia cultural. De allí el adjetivo impaciente.
¿Y la ballena entonces? ¿De donde saco la ballena? ¿Porqué para mi la traducción es comparable a la ballena? Tengo que decir que mi propia escritura también tiene que ver con ese cetáceo. Es decir que escribo en lengua ballena. Pero esto no es mi propósito hoy. Por ahora me limito con comparar la traducción a una ballena.
Y empiezo con decir que la ballena que ahora podemos ver nadando en los mares, no siempre ha sido la habitante del agua. Hace muchos años ella era un animal de la tierra firme. Si ahora es marítima, es que hizo un viaje, que emigró hacia otra parte. ¿Y no es acaso lo que hace un libro que traducimos? El también migra, es conducido hacia otra parte. Lo dice la palabra misma «traducir», «transducere», decían los romanos, trasladar, «translate» dicen los ingleses. Pasar de un lugar a otro.
Es lo que hizo la ballena. Y esto le salvó la vida. Aun está con nosotros. Todos los demás animales de su talla que no se trasladaron al agua, desaparecieron. Como hubieran desaparecido probablemente la Biblia, o la Odisea o los escritos de Aristóteles, si no hubieran sido trasladados a otras lenguas. El caso de Aristóteles, o de otros filósofos griegos, es interesante. Durante un milenio, es decir los diez primeros siglos del cristianismo, esos filósofos fueron silenciados en Europa. No existían. Se habían extinguido. Si no hubiera habido traductores siriacos, en Alejandría o en Antiochia o en otras ciudades del norte de África o de medio Oriento, y luego árabes, sobre todo en Bagdad, no estoy seguro que hoy en día podríamos leerlos. Como no estoy seguro de que sin su viaje al mar la ballena hubiera llegado hasta nosotros.
La ballena entonces. Para poder vivir en el agua se tuvo que transformar. Borrar, por ejemplo, sus patas, y formar sus aletas. Esto también es un proceso de traducción. En el idioma de la tierra había patas, porque la ballena, dicen los científicos, era un gran perro. En el agua, esas patas no le servían. Entonces las borró, y se dotó de aletas. Otras cosas fueron borradas. Y poco a poco, haciendo sobre sí misma un trabajo de transformación, de auto-traducción en cierto modo, la ballena se convirtió en lo que es ahora.
Esto en sí sería ya casi suficiente para acercar la ballena de la traducción. Pero hay más. Mucho más. Con todas sus transformaciones para adaptarse a su entorno nuevo, tal como un libro traducido se adapta al suyo, ella olvidó de borrar una cosa capital. Y llevo años preguntándome por qué. Esa cosa que olvidó de borrar es un órgano esencial que le pudre su existencia. La ballena se quedó con sus pulmones. Lo que hace que ella sigue siendo un animal terrestre, un mamífero, al mismo tiempo que es un animal acuático. Es decir que ya no es más un ser de la tierra, pero tampoco es todavía completamente del mar. Está en un entredós. Nada en un territorio que se extiende del no más al todavía no.
En ese territorio se encuentra el libro traducido. No es más el libro del autor, pero todavía no es él del traductor. Es, en cierto modo, un libro de nadie. O, por decirlo de otro modo, es tanto del autor como del traductor. ¿En qué proporciones?
Cabe aquí intercalar una reflexión que pueda ayudar a aclarar las cosas. El traductor, a la vez que borra la lengua de origen del libro, fabrica la lengua de llegada, la suya. Estas acciones simultáneas no tienen una palabra que las dice. Tuve entonces que inventar una. Hecha a partir del encuentro de los dos movimientos inherentes a la traducción, es decir borrar y fabricar. Así nació en francés, en mi vocabulario íntimo, la palabra «effaçonner». Es incluso el título de unos de mis libros, escrito en los años noventa, dado que escribo en lengua ballena. Este neologismo, «effaçonner», donde se puede fácilmente identificar la palabra «effacer» que significa «borrar», y la palabra «façonner» significando «dar forma», «conformar», «labrar», «elaborar».
Los neologismos, ustedes lo saben son cosa dura para los traductores. Tienen que inventar ellos también una nueva palabra. Muchas veces no se logra. Es imposible. En este caso, es decir con «effaçonner», un poeta traductor argentino, Daniel Samoilovich en concreto, cuando se puso a traducir mi libro, lo logró. Con la palabra mágica «elaborrar». Poniéndole simplemente dos «r» a la palabra «elaborar». Un logro más importante de lo que parece. Porque es exactamente la «r» la consonante errante de mi lengua ballena que tiene la forma del francés pero proviene del italiano.
Esto hace que yo pueda volver a TS Eliot y a Dante. El traductor, como herrero de lengua, le da al libro su lengua. El borra la del autor, como la ballena borra por ejemplo sus patas, y pone en su lugar la suya. En este sentido es él, el autor. Y en la portada del libro tendría que aparecer, un poco como un cineasta que lleva a la pantalla un libro, lo que también es una traducción y la transformación de una lengua, digamos más bien un lenguaje, a otro. Se podría poner, por ejemplo, el nombre del traductor, luego el título del libro, y quizás, en letras más pequeñas, la mención del autor. Como pasa con las películas. Cuando por ejemplo, Benneth Branagh traduce en su lengua cinematográfica el Hamlet de Shakespeare, el nombre que aparece en los carteles, en grandes letras, es el suyo. Luego vienen los actores, digamos los interpretes, ¿y que es un intérprete sino un traductor? El nombre de Shakespeare, si acaso aparece, se encuentra pequeñito en un rincón del cartel.
Déjenme colar aquí una curiosidad del idioma francés, pero también del español. La palabra intérprete no dice claramente lo que hace. Un lector de libros, tal como el lector privilegiado que es el traductor, interpreta lo que lee. Nadie lee la misma cosa. Eso hace que un libro puede ser traducido varias veces. Las grandes obras de la literatura mundial tienen un montón de traducciones. Y esas traducciones no son iguales. Sería de hecho absurdo de escribir dos veces el mismo libro. Eso quiere decir que no son traducciones, sino, más bien, interpretaciones. Como las de los actores. Nadie interpreta de la misma manera. Y a veces hay también varias películas hechas a partir de un mismo libro, y no son las mismas películas. El cineasta también es un intérprete. Como el músico que interpreta una partitura. Las Variaciones de Goldberg de Bach , por ejemplo, por Glenn Gould, no son las mismas que las tocadas por Murray Perrahia. Y ni siquiera son las mismas que tocó el mismo Bach. Ni el instrumento es el mismo. Están escritas para clavicémbalo. «Aria con variaciones diversas para clavicémbalo con dos teclados», es el título original. Título que fue borrado con el tiempo.
Como sucede con muchos libros traducidos. Por ejemplo, la edicion española de la novela francesa de Georges Pérec, intitulada La disparition, es decir la desaparición, se llama El secuestro. Es un caso interesante de traducción radical al cual se podría dedicar un largo estudio.
Veo que me estoy alejando de lo que quería comentar, es decir que la palabra «intérprete» se utiliza hoy para hablar de un traductor oral. Mientras que, cuando de escritura se trata, solemos decir «traductor». En realidad, sin embargo, el traductor de un libro interpreta un libro, y es entonces un intérprete. Mientras que el «intérprete», digamos de un Donald Trump negociando con un Vladimir Putin, no tiene derecho de interpretar las palabras que hace llegar, como un embajador, del presidente estadounidense al ruso. Esto podría desencadenar la tercera guerra mundial si está mal traducido.
Dicho eso, volvamos, para acercarnos de una conclusión provisional, a la ballena y su pulmón. Tal como ella muestra su forma de pez, resultado de un trabajo de un elaborramiento, la traducción muestra una lengua elaborada por el traductor que, así como la ballena es un animal acuático, es autor del libro traducido. Es su escritura la que se ve. No se ve la del autor original. Esta está escondida. De la misma manera que no se ve el pulmón de la ballena, que también está escondido.
Pero, al mismo tiempo, tal como en la ballena pulmonea su origen, es decir la vida terrestre, debe pulmonear en la traducción su vida anterior que es el libro original. Es eso lo que hace que el autor sigue siendo aquel que lo escribió originalmente.