Reflexión sobre los de fuera y los de dentro
José Ángel Leyva
Me siento orgulloso de ser provinciano, de venir de la provincia, de haber vivido mi infancia entre montañas y visitar todos los años a mis abuelos en las llanuras de Durango, en la misma tierra que vio nacer a Francisco Villa, San Juan del Río. Nunca escuché hablar mal de los de fuera, de los fuereños, ni de los extranjeros.
Sólo hasta mi juventud comencé a escuchar comentarios negativos sobre "los que no son de aquí", los que vienen a quedarse. No fue al interior de mi familia, sino en la universidad y en los medios intelectuales. Esos comentarios los he continuado escuchando por todos lados del país. Incluso en la Ciudad de México, pero con menos rabia y menos frecuencia, porque es una ciudad forjada con la llegada de todo el mundo. Ser chilango es ser de fuera por definición y de dentro por voluntad.
Hace unos meses en Cincinnati, USA, a donde fui invitado como profesor en su universidad, comentaba con amigos y profesores que lo mejor de esa gran potencia son sus migrantes, el talento que ha adquirido de otras naciones en ciencia, en tecnología, en humanidades, en todos los campos de la cultura y de las artes. Me quedé asombrado al ver las colecciones de arte pictórico que contiene su Museo de Artes. Se puede prescindir de los pintores locales, pero no de las obras traídas de todos los países del mundo, y entre los cuales encontré unos Tamayo y unos Rivera sensacionales. ¿Qué pasará entonces si rechazan todo lo de fuera, todo lo que no sea Made in USA? ¿con qué se quedarán? No hay área del conocimiento o del arte que no haya crecido en ese país gracias a su apertura y gracias al talento importado.
Cuando observo nuestra realidad interna, en México y en América Latina, en nuestros lugares de origen, me pregunto si nosotros hacemos la misma reflexión, si hemos perdido el miedo a los de fuera, si recibimos con júbilo las aportaciones de quienes no nacieron allí o de quienes regresan a su casa después de no vivir allí, después de los exilios, las emigraciones por diversas razones, las búsquedas en otros lares. Tengo la impresión de que no, que padecemos un fuerte provincianismo, no como orgullo de ser fuera de las metrópolis y las capitales, sino del rechazo a lo desconocido, del temor a lo de fuera, de odio incluso a quienes destacan y vuelven a buscar un rincón de su provincia. Cuantas veces no leímos a lo largo de territorio mexicano "haz patria, mata un chilango". Pero ¿cuantas veces a nosotros los de fuera nos han mostrado recelo los habitantes de esta enorme ciudad? La verdad, nunca o casi nunca.
Hasta antes de 1994, con el levantamiento indígena en Chiapas, los pueblos originarios fueron vistos como extranjeros, no mexicanos. Eh allí una realidad innegable. Y los trabajadores del sur en los estados del norte fueron tratados o son tratados aún en condiciones de esclavismo. Difícil olvidar las imágenes de las avionetas rociando pesticidas sobre cuadrillas de pizcadores en los campos sinaloenses, pero más difícil olvidar las palabras de la persona que me intentó explicar por qué lo hacían sin considerar la salud de esas personas arropadas hasta los ojos con calores de más de 40 grados y una humedad extrema: «Esos aguantan todo, son oaxaquitas». El muro que Trump dice debemos pagar los mexicanos lo hemos venido levantando y pagando con creces desde hace años. ¿Qué dirán personajes como Ricardo Anaya que legisla y dirige en México pero hace familia en Estados Unidos? La incongruencia de quienes dirigen la educación en México, de quienes se rasgan las vestiduras ante la combatividad de los maestros se manifiesta entre otras cosas al mandar a sus hijos a estudiar a otros países porque no confían en las instituciones locales. En síntesis, horrorizarnos del provincianismo estadounidense pero reir ante consignas antichilangas, hacer chistes de nuestros indígenas, de la negritud, de los de fuera con la cerrazón de los de dentro. El miedo a ser distintos nos paraliza y nos atrasa, nos impide crecer y hacer crecer. Es hora de saltar los primeros muros locales.
Tener la mente abierta a cuanto se produce en el mundo, ser parte de todo el mundo y hacer que lo local sea también el mundo, es , me parece, sano y necesario. La política mexicana ha sido malinchista, entreguista, pero el pueblo no, aún cuando pueda reconocer con admiración y aprecio lo que representan otras sociedades por sus logros y sus cualidades. Una provincia abierta a lo de fuera es un diálogo con uno mismo y con el otro, un crecimiento adentro.