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Alejandro Toledo. Dos veces 19 de septiembre

alejandro-toledoEl escritor y periodista mexicano nos narra su experiencia en estos dos eventos telúricos que han abatido su ciudad de origen y la megaurbe que recibe generosa a gente de todo el mundo. Somos sobrevivientes de esas dos sacudidas de la Tierra o de esos dos fatídicos 19 de septiembre de 1985 y 2017.

 

 

 

DOS VECES 19 DE SEPTIEMBRE
Alejandro Toledo

La sorpresa de la repetición obliga a fundir dos fechas. El 19 de septiembre era pasado y se volvió presente. Si en una ficción se hubieran hecho coincidir dos terremotos de esa manera, con el aniversario 32 convertido en una nueva catástrofe, se acusaría a ese relato de poco creíble o del todo inverosímil. La imaginación delirante de la realidad logró esa fusión, como una mala broma… y aún vivimos en el pasmo.

Una

Tenía 22 años y estudiaba la carrera de Ciencias Políticas y Administración Pública en la ENEP Acatlán, de la Universidad Nacional. Había reencontrado por esos días a una exnovia de la secundaria, Patricia Gómez Pardo, que trabajaba en la embajada de Finlandia, por el cruce de Reforma y Periférico, atrás de la Fuente de Petróleos. Ambos vivíamos en la Unidad San Juan de Aragón, cerca del Aeropuerto. Nos conocimos en el primer año de la Secundaria 85, República de Francia. El 19 de septiembre de 1985 pasé por ella en mi Volkswagen sedán blanco poco antes de las siete de la mañana. A las 7:19 íbamos por la Glorieta de la Raza (Circuito Interior e Insurgentes) cuando sentí que el automóvil se movía de modo extraño. «Se ponchó la llanta», pensé. Pero no: el bamboleo era reproducido en los coches que estaban alrededor, en una coreografía algo chusca, como si el puente fuera de chicle. Nos detuvimos, esperamos de pie a que pasara el sismo, cada cual volvió a su auto y siguió su camino.
Doblé a la izquierda hacia Insurgentes, luego a la derecha por Reforma. La ciudad mostraba sus heridas. Pero se podía transitar. Eran las 7:25, las 7:26, las 7.27…. Vimos caído el edificio del Hotel Continental, donde mis padres habían asistido, meses antes, al espectáculo de Olga Breeskin.

Sin mucha conciencia de lo que significaba un terremoto, pues hasta entonces luego de cada temblor todo volvía a la normalidad (sólo bardas caídas, daños menores, escenas de pánico transformadas en risas nerviosas), los planes no variaron: dejé a Patricia frente al edificio donde estaba la embajada de Finlandia y me fui a la ENEP Acatlán. (Después ella me contó que la oficina estaba toda revuelta y les dijeron que regresaran a sus casas, lo que le llevó unas tres horas.)

Ahí, en Acatlán, encontré a Rocío Rebollo González («doble bollo», decía mi madre), estudiante de Periodismo y Comunicación, quien propuso que fuéramos al Centro de la ciudad a ver qué había ocurrido. En la radio ya se hablaba de los daños… Lo que sigue quedó almacenado en mi memoria en el apartado de las pesadillas, envuelto en cierta bruma, como en una zona de difícil acceso. Recuerdo a un hombre frente a un hotel derrumbado, al que le temblaba la quijada: pocos minutos antes había dejado su coche justo enfrente de ese edificio, que sepultó su auto y no a él. No supe si el golpe emocional era por perder su propiedad o por haber salvado la vida. Nos topamos con las ruinas del Regis, y recordé que días antes había visto en el cine de ese hotel la cinta El día que murió Pedro Infante (1982), de Claudio Isaac. Sobre todo me acordé de Margarita Paz Paredes, historiadora del teatro mexicano, a quien solía ver los domingos al mediodía en el Palacio de Minería… pues en aquel entonces además de estudiar ya trabajaba yo para la UNAM (en Punto de Partida con Marco Antonio Campos) y organizaba mesas redondas dominicales en Minería. Ella era asidua a esas reuniones, como espectadora, y alguna vez habré caminado con ella por la Alameda hacia el Regis, donde me contó que vivía y donde murió.

Rocío me llevó luego a las oficinas de La Jornada, que estaban sobre Balderas, y saludamos a su maestro de fotografía en Acatlán, Pedro Valtierra, quien nos dio una camarita a cada uno y unos rollos, y nos pidió salir a retratar esa ciudad en crisis. Sólo registramos destrucción: en Eje Central o en Pino Suárez, en donde una torre cayó sobre una guardería… Nunca supe si de ello resultó alguna imagen significativa o imprimible; supongo que se trataba, para Valtierra, de tirar anzuelos aquí y allá, cubriendo una gran extensión, para ver si algún pez picaba. Devolvimos las cámaras y los rollos por la tarde, cuando reaccioné y pensé que en mi familia nada sabían de mí.
Cerca del Centro, en la colonia Obrera, estaba la casa de mi abuela Florencia, y ahí encontré a mis padres y muchos de mis parientes. No sé cómo regresó Rocío a su casa, quizá pasó su hermana por ella. Y nos llevamos a doña Flor a San Juan de Aragón, para que estuviera más tranquila.

El viernes por la noche, no obstante, volvió a temblar (a las 19:37), y yo saqué a la abuela de la casa y nos situamos en medio de la calle, donde ella se hincó y empezó a rezar.
Por varios días no salimos de la colonia preocupados por asuntos de sobrevivencia: venía y se iba la luz, faltaba el agua, hubo desabasto de alimentos y otros productos… Y nos aislamos así de los grandes dramas que se vivieron, sobre todo, en el Centro, la colonia Roma o la Narvarte, de la ahora conocida oficialmente como Ciudad de México. En mi familia no hubo entonces muertes que lamentar.

Pausa

Retomo, como pausa telúrica, unos apuntes sobre el poema largo Agadir (1961), del sueco Artur Lundkvist (1906-1991), testigo y sobreviviente del terremoto que devastó ese puerto marroquí la noche del 29 de febrero al 1 de marzo de 1960 y provocó la muerte de más de 15 mil personas.

Entre los años setenta y ochenta Lundkvist fue el académico sueco especializado en la literatura iberoamericana. Tradujo obras de Neruda, Vallejo, Paz, Borges y Huidobro, y dio a conocer fragmentariamente a Julio Cortázar y Fernando del Paso; algunos premios Nobel (los de Neruda, García Márquez y Paz) tienen sin duda su sello… Antes de esto, vacacionaba en Agadir y presenció algo que fue «naufragio no en el mar, sino en la tierra», experiencia de la que resultó un poemario sorprendente. Entonces, como ahora, «también las palabras se derrumbaron».
Cuenta Lundkvist en su autobiografía que él y su mujer, la poetisa María Wine, hicieron el viaje en autobús desde Tánger a través de Marruecos. «Agadir era, en muchos aspectos, una ciudad modelo, con edificios blancos y modernos construidos en diferentes niveles desde la bahía hasta las laderas de las montañas.» La pareja tomó una habitación con terraza al mar en el Hotel Mauritania, donde pasaron tres semanas de tranquilidad. Uno de esos días se enteraron que había temblado ligeramente; el 29 de febrero, poco después de la hora del almuerzo, volvió a temblar, esta vez con mayor intensidad. «La gente del hotel no le dio importancia al episodio: en Agadir nunca había habido terremotos y esto no pasaría de ser una sacudida sin importancia.» El temblor mayor ocurrió hacia la medianoche, cuando acababan de conciliar el sueño: «A mí me tiró de la cama y me quedé encogido en un rincón con las manos en la cabeza para protegerme de todo lo que me caía encima. El terremoto rugía como trueno subterráneo, pesado como una piedra, y hacía que todo temblase y saltase con una fuerza terrible. Durante los segundos que duró el terremoto no diré que pensé, pero sí que tuve una especie de visión que no conseguí retener del todo. Fue como un rayo de luz esclarecedor de la vida y la muerte que se revelaron de pronto en un esquema simple y lógico sin dejar lugar al miedo o al terror».

Pasó el terremoto y se encontraron vivos en la habitación, oscura y llena de polvo. Desde la terraza, vieron los alrededores envueltos en una niebla negra que en realidad era una espesa nube de polvo. Salieron a la calle, a reunirse con otros sobrevivientes.

En el poemario, Lundkvist recupera historias terribles, como la de ese gato que sintió el peligro anticipadamente y maullaba por las habitaciones, «pero no lo dejaron salir, se le obligó a compartir el ciego cautiverio de los hombres,/ y cuando la casa se derrumbó corrió salvajemente en las tinieblas, salpicado de argamasa y empapado de agua,/ en busca de una abertura, arañaba las paredes, arañaba a los muertos para despertarlos a la vida». O el hombre que pierde a la esposa, a la que encuentra en la tina de baño «flotando, desnuda e ilesa, pero muerta,/ ahogada con su cabellera flotando en un rubio remolino en torno al rostro», y se pregunta: «¿Debo darle gracias a Dios por haberme salvado?»

O esa novia de quince años, en la fiesta de su boda, que cuando empieza el temblor se agarra firmemente a la mano del marido y caen ambos en las tinieblas como en un pozo, en un vértigo que era quizá felicidad: «Pero yo volví a despertar en alguna parte, en la oscuridad y en el silencio, agarrando fuertemente su mano,/ algo descansaba sobre mí, como una tapa de madera, inquebrantable,/ no podía sentir dónde estaba él, pronto su mano empezó a enfriarse en la mía, a no responder a mis presiones,/ entonces grité y comprendí…/ Sobreviví sola, bajo una cama caída sobre mí, una viuda de quince años, mi verdadera vida vivida en una sola noche».
Agadir, escribió Lundkvist en 1961, como memoria del pasado y del presente (memoria suya y nuestra), fue esa noche «el mundo en ruinas, la tierra desolada, sólo el humo de la muerte desvaneciéndose en el espacio».

Dos

Tengo 54 años y soy editor en Gaceta UNAM. Trabajo en un edificio del campus central de Ciudad Universitaria de piso único (sin vecinos arriba ni abajo, pues), que antes fue estación de autobuses. Se puede fácilmente salir hacia una zona abierta, en muchos menos de un minuto. El 19 de septiembre pasado hicimos ese camino dos veces: con el simulacro de las 11 de la mañana y con el temblor de las 13:14… En el segundo caso bosquejaba una página con el diseñador Miguel Ángel Galindo en su oficina, cuando sentimos que algo trepidaba debajo del piso, como una cabalgata subterránea; enseguida comenzó a sonar la alerta sísmica. Corrí al paso a mi escritorio para recoger el teléfono celular, que se cargaba y actualizaba, y salí en zigzag, por el movimiento de la tierra, a campo abierto. Frente a nosotros estaba la Torre de Rectoría.

Todos nos dimos cuenta que no había sido un temblor más, sino que esta vez se trataba de algo grave. Las sirenas de las ambulancias empezaron a escucharse sobre la Avenida de los Insurgentes. Yo tenía en las manos un celular que no había terminado de actualizarse, por lo que no pude siquiera intentar llamar o mensajear, lo que otros hacían, por lo regular sin suerte. Cuando entendimos que la vida normal se había interrumpido, y que debíamos responder a la emergencia contactando o yendo con nuestros familiares, yo corrí hacia la colonia Narvarte, que es donde vivo ahora. Por fin pude hablar con mi mujer, que cuando tembló estaba en un café de las calles Pilares y Pestalozzi, en la Del Valle («A las once va a sonar la alerta sísmica, no te vayas a espantar», le advertí ese día temprano), y ahora se dirigía a Xochicalco a recoger a Ana Luisa del colegio. Pude saber antes que mis hijas mayores, Jimena e Isabel, estaban bien (aunque después nos enteraríamos que el departamento de Isabel había quedado inhabitable). Y poco a poco (yo en un autobús en contraflujo por Avenida Cuauhtémoc, rumbo a la Narvarte) empezaron a llegar otros reportes de familiares y conocidos.

Pedí a Mary Carmen que no subiera al edificio. Primero había que revisarlo, descartar que hubiera daños; y podría ser que muchas cosas dentro del departamento se hubieran caído… Ella esperó con la niña en una papelería cercana. Y al fin sólo encontramos dos cuadros en el suelo y una figura de plástico de un Alien, de la película homónima, que saltó de un librero a un sillón rojo.

El entorno sí era preocupante. El drama más cercano, una herida limpia, la llamo, porque no hubo muertes, fue el derrumbe de un edificio en Concepción Béistegui y Yácatas —a unos pasos de la escuela Salzburgo, donde Ana Luisa hizo su guardería, jardín de niños y preprimaria—, porque somos amigos de quienes tenían ahí sus locales (peluquería, tienda de abarrotes, estética, planchaduría y fonda), sobre todo don Enrique, de la planchaduría. Por años los saludábamos por la mañana y por la tarde… Ahora que escribo estas líneas ese edificio está siendo demolido; ayer domingo Ana Luisa pasó a darle un doble abrazo a don Enrique, en campamento frente a la planchaduría.

—¡Qué impresión! —dijo después la niña de diez años. —Pasas toda tu vida por una esquina, saludas a las personas… y de pronto esa esquina ya no existe.
A unas cuadras, en Yácatas, donde rentaba su departamento mi hija Isabel, por lo inclinado su edificio parece el Titánic al comienzo del naufragio. Por fortuna, dos días después del sismo la autorizaron a sacar todas sus cosas… con cuidado, y que no hubiera más de dos personas al mismo tiempo en el interior.
Me sorprendió que en esta condición crítica nos citaran el miércoles 20 en la oficina. La Gaceta se publica los lunes y los jueves, ¿cómo es que iba a haber Gaceta el jueves 21 si las clases estaban suspendidas? La UNAM había habilitado en el Estadio Olímpico, por esos días, un centro de acopio para los damnificados en Oaxaca y Chiapas por el temblor del 7 de septiembre… Y éste empezó a funcionar, en las horas siguientes al temblor del 19 de septiembre, como sitio de reunión de toda la ayuda posible. Casi 900 toneladas fueron concentradas ahí y repartidas. Cientos de jóvenes se organizaron para dar apoyo, en la misma Ciudad o en los alrededores, Morelos o Puebla. Ese es el paisaje que encontré el miércoles 20 en CU, cuando armamos una Gaceta de 8 páginas, publicada el jueves 21, que dio cuenta de ese nervio solidario que despertó entre los muchachos la sacudida… Y ese, el de las brigadas universitarias, ha sido el gran tema, durante ya casi un mes, de la revista.

El paisaje, ahora, en la colonia Narvarte, es de contrastes. La vida ha vuelto a circular, sí, pero a cada tanto hay edificios cercados que la autoridad declaró ya inseguros; o está la duda, en otros, si podrán reforzarse o deben ser derrumbados. Geográficamente, estamos situados entre lo inhabitable y lo inevitable.

En el aparato celular descargué la aplicación Sky Alert, mi alerta sísmica portátil, que me ha avisado de los movimientos telúricos recientes entre Oaxaca y Chiapas; y me avisará, si todo sale bien (si el epicentro no es muy cercano) con un minuto de anticipación, cuando vuelva a sentirse otro sismo de alto grado en la Ciudad de México… Ya ocurrió, el sábado 23 de septiembre por la mañana, que ante la alerta salté de la cama, me puse rápidamente los tenis y bajé a saltos los tres pisos hasta ponerme a salvo en el camellón de Vértiz. Y así será, hasta el fin de los tiempos, en lo que nos resta de vida.

Los dos 19 de septiembre son ya, para decirlo con palabras del poeta Francisco Cervantes, «Heridas que se alternan»:

Te preparas a salir,
Te habrás marchado
Antes de lo que tú quisieras
Pero después de lo que otros han deseado.
Tus pensamientos son amargos
Porque nacen, son
Heridas que se internan, heridas que se alternan
Y te amagan,
Te devuelven a ti mismo.
Pero se internan tanto
Que pronto han de cesar
Y cuando acaben
A ti será a quien habrán llevado
Más allá de todo, sin aceptación alguna o sin rechazo.

Somos sobrevivientes de dos grandes sismos. No todos están aquí para contarlo.

Alejandro Toledo nació en la ciudad de México en 1963. Ha sido becario del Centro Mexicano de Escritores y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes; y, en dos ocasiones, miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Es autor de los volúmenes de cuentos Atardecer con lluvia (1996) y Corpus: ficciones sobre ficciones (2007); la novela corta Mejor matar al caballo (2010); los libros de prosa ensayística Cuaderno de viaje (1999), Lectario de narrativa mexicana (2000), El fantasma en el espejo (2004), James Joyce y sus alrededores (2005, publicado en España en 2011 como Estación Joyce), El hombre que no lee libros (2013) y Universo Francisco Tario (2014); los títulos periodísticos De puño y letra: historias de boxeadores (2005), La batalla de Gutiérrez Vivó (2007), Todo es posible en la paz: de la noche de Tlatelolco a la fiesta olímpica (2008), A sol y asombro (2010) y La gloria también golpea: De la Hoya-Chávez 1 (2015). Es coeditor (junto con Daniel González Dueñas y Ángel Ross) de Voces reunidas de Antonio Porchia, publicado en 2006 por Alción (en Argentina) y Pretextos (en España). Editó para el Fondo de Cultura Económica las Obras completas de Efrén Hernández y Francisco Tario.

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