Originario de Zacatecas, Premio Nacional de Aguascalientes en el 2010, Acosta estudió Filosofía y Derecho, pero su centro vital está en la poesía. Es además traductor y coordinador de talleres de poesía.
Javier Acosta
Javier Acosta (Estancia de Ánimas, Zacatecas, 1967). Estudió derecho y filosofía. Poeta y traductor, es profesor de Hermenéutica y Escritura Creativa en la Universidad Autónoma de Zacatecas. Coordina el taller de Poesía del Instituto Zacatecano de Cultura. Entre sus publicaciones se encuentran los libros Melodía de la i (2001), Cuadernillo del viento (2005), Regla de tres (Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 2007), Libro del abandono (Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2010) y 19 poemas al oído del perro (2015) y La carne de gallina (2016). Es miembro artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte.
La primavera crece
con su disimulada edad de cuarentona
cambiando el largo de su falda
según la inclinación de las orquídeas
según la inclinación de uno como yo
que aúlla por pudor
que aúlla por prudencia
que hace de todo
lo que apacigüe la división divina de las moscas
la población creciente de mariscos
como un Yahvé a la inversa
que confunde los cielos y las aguas
y perdona los nombres a las cosas
pero la luz persiste
desordenando el crecimiento del glosario
la falsa mutación del río
la grosera multiplicación de los peces.
Navegación lunar
Piensas que ahora mismo
lo pasarías mejor en una isla
del frío norte de México
oyendo tristes baladas de marinos
sobre pesqueros a vapor
sin detalles sobre la simetría de tus lunares
o el color de las flores el día de Todos los Santos
sólo pesqueros y totoabas
de tránsito por archipiélagos de parafina
Piensas que aún no es tarde
pero el tiempo nos pierde la paciencia
hurgando en nuestras calvas
en la cifra infantil de tus dientes perdidos
hurgando en nuestras cartas de navegación
buscando esa palabra que no pudimos inventar
—que no inventaremos—
Y debes ser lo suficientemente dura
para guardar silencio
Si fueras una diosa
te ofrecería muchachos embriagados
Si fallecieras bajo el agua
contrataría un cuarteto de alientos
Si llevaras reloj te citaría bajo la lluvia
Si tuvieras futuro te mandaría una carta astral
por entrega inmediata. Mandaría reventar
la antigua flota
de zepelines de la Goodyear
Pero el olvido se ha posado en las constelaciones
precipitado a tus viejas heridas
evaporado por el silbido de los puertos
por el silbido de los árboles
por el silbido del Zodíaco
por el silbido de las piscinas
por el silbido de la materia inerte
Evaporado al roce de un insulto
Hipocondríaco
intimidado
por la precaria rotación del mundo
La noche es un dedal para mi madre
un océano portátil donde sólo el verano
se acostumbra a nosotros
La noche es un mantel para bordar mi nombre de casado
el nombre de mi viuda
el nombre de mis hijas —si tuviera hijas—
para bordar mi breve alias de muchacho ahogado
Pero es agosto y han salido mis diosas en secreto
a una playa
al litoral asimétrico de tus omóplatos
Tu cuerpo es un lugar del tiempo donde vagan lunares
donde bordan mis diosas improperios
a tu isla natal
al semen frío de tus peces
a tus omóplatos de nadadora acompañada
por vaquitas marinas: esos cetáceos
del frío norte de México.
La mar lleva la cuenta
de la edad de la luna
la luna lleva la cuenta
de la edad de tus hijas
no sé qué cosa contarán tus hijas
a cierta edad
uno no cuenta casi nada
Quizá llevan la cuenta de algunas calorías
de cosas a la plancha
de tiernos vegetales
de peces al vapor
La partitura amarga de guardar la línea
Las adolescentes pasean sus corazones
puestos bajo la piel discretamente
pocos centímetros arriba del ombligo
Mueven sus magras redondeces
su promesa de eternidad
que no se cumple
Que no se cumplirá.
Afortunadamente todo gira
Los vicios planetarios
Los platos voladores. Abril
no cabe duda
Las aerolíneas
las simples líneas de tu mano
Alrededor del sol
todas las frutas de la tierra
Al borde de la luna
el vientre de tu esposa
Las alegres amigas del marido
los profesores de tus hijas
El punto de la i
Todas las pobres cosas en reposo
Todo gira.
Cuentan los griegos
que junto a los riachuelos
al mediodía
y casi siempre tras espesas flores
se podía intuir la risa de las ninfas
O los beduinos
que oían el trote de un caballo
el andar inclinado de los peones
que recogen arroz
sobre un tablero de ajedrez
en el plácido corazón de un espejismo
Los dos famosos monjes que juegan a las damas
bajo la sombra del bambú
No se les ve —comenta Bai Juyi—
pero de vez en cuando
se escucha el ruido de unas piezas
Y apenas podemos imaginar deleite semejante
cuando por ese olor sabemos
que una señora ha usado el ascensor
que otro vecino ha disfrutado
el costoso perfume de sus pechos.
Proteo cansado —en Kensington
Eras la última transformación del agua
después del agua en partes de Moisés
Del agua mineral y embotellada
enviada por sus hijas a los náufragos
Del vapor digital de los minutos
o el dubitativo paso de la clepsidra
Agua cocida en estufas de gas
al condimento simple de los fuegos azules
Envejecida en labios inocentes
en las pobres recámaras del limbo
Esta cosa sin partes que a ratos hace algo
Contar del uno al tres. Del uno al uno
Mover un pie que se ha quedado frío
a la mitad de una tonada de Johann Strauss Junior
Este señor que finge
conversar en francés con tus orquídeas
que dice todo esto para dar por sentada
la asignatura nutritiva
de tus pechos. Copas de agua del grifo
de una divinidad discreta
de las fuentes romanas
Adquirida en subasta con el tiempo
por personal autorizado del Museo
de Historia Natural —en Kensington.
Algoritmos para trazar la curvatura
del empeine
Al fin de cuentas repito solamente
el plan trazado por tus tatarabuelos
Te miro y pienso en tantos rebaños
en tantos cargamentos de especias
En todos esos pretendientes
que regresaban de ultramar
Coleccionistas de arcaicas estatuillas
de las Cícladas. Te miro
Imagino excursiones de ácaros
a la voluble simetría de tu cuerpo
ir y venir por las tranquilas
avenidas de tu respiración
Imagino tus senos de adolescente
apenas separados por la ley del menor esfuerzo
o los rudos trabajos aeróbicos
a los que fue sometido el bajo vientre
Pero en el culo —amor—
obra exclusivamente la mirada
la pupila adiestrada del abuelo
Su búsqueda incansable entre tantas
magníficas versiones
su giro involuntario sobre el hombro
Y tu pobre muchacho repite para sí
el inventario tierno de tu voz
el esmalte dental
los intermitentes hoyuelos
la faraónica curvatura del empeine
Todo para llegar a la sagrada asignatura
a la exquisita geometría de tus glúteos
las atlánticas nalgas que vienen de una abuela
que —exageremos—
recogía frutos en África Central
según los paleontólogos.
Proximidades del Bar Rosso
Nadie, ni siquiera la lluvia
tiene las manos tan pequeñas.
E.E. Cummings
Nadie. Ni el corazón está
así de preocupado
moviendo sus influencias por tu cuerpo
Nadie conoce la cifra de latidos
los esfuerzos sinnúmero que pasa
para no estar en paz. Cómo apacigua
sus ruidos por la noche
—no quiere importunar el sueño de las niñas—
En tardes como ésta
en las que ya no quieres más
qué hornilla enciende
para tibiar el caldo de la sangre
Pide otra vez todas las cosas:
acomodar el fleco con los dedos
la sopa de verduras
las coles de Bruselas
Todas las cosas que hacías menos
los días bajo cero de diciembre
La procesión de cosas estropeándose
Esa palabra que te enseñó a pronunciar una muchacha
al calor del sexto vaso de vin chaud
En un lugar barato
alumbrado quizá por veladoras. Junto al lago
en Ginebra
Pero nadie. Ni siquiera tus pies
tus uñas recortadas
tu pelo recogido con la mano
las partes numerables de tu piel
Ni esos lunares tuyos
que cambian de tamaño en vacaciones
Nadie. Ni las manos pequeñas de la lluvia
Ni el corazón —siquiera.