El poeta invisible
José Ángel Leyva
Durante el mes de mayo fui invitado a participar en una mesa redonda promovida por Le Marché de la Poèsie en Paris, el tema era la invisibilidad del poeta. Al leer el texto del colombiano Víctor López Rache sobre el uso de la escalera para arribar a un lugar eventual, además de efímero, en las vitrinas de la poesía, me vino a la cabeza este texto que comparto con los lectores, como un diálogo con el texto de López Rache, pero sobre todo con el sentido de ser o no ser poeta
Cuando los poetas se vuelven más visibles, suele ocurrir, la poesía se hace más infrecuente. Aumentan los volúmenes de páginas pensadas no para hacer ver, sino para hacerse notar. Los poetas o autores suelen preocuparse más por la notoriedad y el reconocimiento que por la fidelidad a sus necesidades expresivas. El mercado y las políticas culturales exigen premios y homenajes, prensa y vida pública a quienes buscan formas de sobrevivencia económica e intelectual. En España y en América Latina existen premios de grandes cantidades de dinero, al menos en países como Venezuela y México, dos naciones trastornadas por los conflictos sociales y la violencia, por la desigualdad, hay concursos para poetas de más de cien mil dólares. La comunidad de escritores puja no sólo por ganarse el dinero, sino el prestigio y la promoción que traen consigo tales certámenes. Lo mismo sucede con las becas que otorgan los gobiernos, como lo hace el mexicano, que pone como condición no la trayectoria autoral, la calidad y la lealtad al oficio, sino los premios y los privilegios como prueba legítima de la visibilidad, no de la obra, sino de la persona. Un verdadero círculo vicioso, y muy selecto, constituido no por quienes en verdad necesitan de esos apoyos, sino por quienes se hacen visibles, a menudo por sus buenos oficios extraliterarios. No son pocos los profesionales de los premios.
El daño mayor se observa cuando es inocultable una estandarización estética, forjada para triunfar y ser aceptada. Libros hechos a la medida de los concursos, el mercado y las pandillas literarias, no para ser leídos, sino para ser vistos. Los grupos dominantes suelen imponer así un gusto común para la lectura del poema, restringiendo no sólo la visibilidad de otros discursos inconformes y rebeldes, sino la libertad de creación, la autocensura y el autocontrol. Se escribiría entonces para ser aceptados, abandonando el espacio consagrado al misterio. Ese donde tiene lugar la experiencia más íntima que Marcel Proust reivindica en Sobre la lectura (prefacio de sus traducciones a las conferencias de John Ruskin), como la iniciadora, la que, con sus llaves mágicas, abre, al fondo de nosotros mismos, las puertas hacia donde no hubiésemos podido entrar sin su intervención, que nos abren el camino hacia los cambios, a la conciencia del tiempo. Esa lectura que nos coloca ante un espectáculo visual y tangible de la vivencia profunda, imaginativa, auténtica de su autor. Aquí encajan muy bien las palabras de Octavio Paz en su ensayo «El lenguaje de López Velarde»: «La palabra, cuando es creación, desnuda. La primera virtud de la poesía, tanto para el poeta como para el lector, consiste en la revelación del propio ser. La conciencia de las palabras lleva a la conciencia de uno mismo: a conocerse, a reconocerse. Y ese mismo lenguaje, que es la única conciencia del poeta, lo impulsa fatalmente a convertirse en conciencia de su pueblo.» Muerto a los 33 años de edad, López Velarde deja ese legado, junto con Juan José Tablada, para la poesía contemporánea mexicana, cuando, como señala Paz, la poesía se convierte en un «sistema crítico de sí mismo».
El poeta tendrá mayor visibilidad en la medida que su obra adquiera un rango universal, cuando logre comunicar su fondo y su forma a nuevos y diversos interlocutores, sin importar si lo hace más por su expresión (lenguaje) que por su contenido y la transparencia de su forma (lengua). Por ejemplo, Juan Rulfo vuelve universal su discurso porque es capaz de dotarlo de una capacidad visual, cualidad que puede ser transportada a cualquier idioma, porque su poética rescata el sentimiento del habla campesina y la eleva a un rango de poesía, donde la imagen, la imaginación, concentra el poder de todos los sentidos. Pero, es curioso, siempre hay un halo fantasmal en la mayoría de sus relatos. Nos permite ver con claridad lo que no podemos ver, lo que no se ve. Rulfo, él mismo, es un misterio.
En esta era de las imágenes, donde lo que no se ve no existe, Italo Calvino, en El caballero inexistente y en su ensayo Seis propuestas para el próximo milenio, aborda con enorme lucidez el tema. Calvino parte de la aparición de imágenes que el cielo manda a Dante como señales divinas: la imaginación que nos arranca del mundo exterior y nos coloca en lo más íntimo del ser. Allí, la palabra adquiere una capacidad icónica y la escritura le concede a la expresión visual su imaginación, y a la inversa, lo visual le da a la palabra esa capacidad imaginativa. En su tratado de la pintura, Leonardo da Vinci afirma: «La pintura es una poesía que se ve en lugar de sentirse y la poesía es una pintura que se siente en lugar de verse». Pero la invisibilidad es, por contraparte, la cantera esencial del arte y de la poesía. Todo aquello que los demás no ven lo revelan el artista y el poeta, ese Caballero inexistente que sólo es gracias a la armadura de su don, de sus virtudes, de su originalidad. Detrás de un poeta puede haber un mal ciudadano, un neurótico insufrible, un fascista, un traidor, un aburrimiento letal. Pero siempre existirá esa armadura, su obra poética, que lo haga deseable.
Arthur Rimbaud se volvió visible cuando se hizo inexistente para convertirse en un peregrino o en un aventurero. La obra hizo emerger al poeta en la medida que se liberaba de su autor para convertirse en un artefacto animado y dialogante con los lectores. Rimbaud, el personaje, interesa y sobrevive gracias a su obra. El poeta, el verdadero poeta, se entrega a su ejercicio creador y a su oficio cubierta de un velo de invisibilidad, pero también es cierto que las circunstancias suelen hacerlos protagonistas de la historia, por ser incómodos y hasta peligrosos para los regímenes totalitarios. No ellos, sus obras, evidencian una realidad que se pretende ocultar. El poeta sólo es visible en su ámbito de libertad creativa, en esa voz que dialoga sin piedad con el otro. Esa libertad que puede, incluso, costarle la marginación, el fracaso, el exilio, la vida.