El poeta argentino nos habla aquí de la obra poética de la española María Ángeles Pérez. Destaca de manera particular la capacidad de erigir y derrumbar significados para mostrarnos lo humano en los escombros del diálogo. Una breve muestra de su poesía.
María Ángeles Pérez López: pintar con la lengua
Jorge Boccanera
Nacida en España en 1967, la poeta María Ángeles Pérez López ha desarrollado una extensa tarea además como educadora y ensayista especializada en poesía contemporánea en español. De sus libros destacan: Tratado sobre la geografía del desastre (1997), La sola materia (1998), Carnalidad del frío (2000), La ausente (2004), Atavío y puñal (2012) y Fiebre y compasión de los metales (2016). Y las antologías De viva voz (2003), Libro del arrebato (2005) y Catorce vidas (2010). Entre otros galardones obtuvo los premios «Tardor» y «Ciudad de Badajoz».
Tal como lo indica uno de sus primeros títulos, La sola materia, Pérez López indaga en los pliegues de lo sólido, lo corpóreo, los rostros de la piedra, «el canto irrespirable del granito» (…) «temblor de los andamios interiores». Son las máquinas, los artefactos de uso doméstico -«objetos casi inútiles»: baúles, la bañera, cafeteras eléctricas, el lavarropas donde gira un amasijo de óxido y barro; vale decir, la vida envuelta en una placenta de venenos y sangre. A partir de Carnalidad del frío su poética sigue, como se ve en el nombre, dando signos vitales a la propiedad de un cuerpo; pero sobre todo empieza a ahondar en uno de los rasgos que será libro a libro una marca de su poesía: la impronta visual. Aunque más que la descripción y el paisaje, da la idea de alguien que colorea las imágenes de su escritura. Dice: «Soy una niña y pinto de colores/ el tronco sepulcral de los dibujos». Este ejercicio cromático se asienta con fuerza en Atavío y puñal, prácticamente atravesado en su totalidad por escenas de mujeres que se entintan partes del cuerpo como quien dibuja su camino para echarse luego a andar. En este libro la vida pinta un cuadro. Se suceden imágenes plásticas: la mujer collage, la mujer grafiti, la mujer esmaltada que inscribe cada experiencia en la piel y danza en grafías psicodélicas. La palabra moldea cuerpos de arcilla que desafían a la muerte, rondan el esternón del amor. Palimpsestos que barajan instantáneas de la realidad y los tatuajes fragmentados del sueño. Términos como «alquitrán», «barro», óxido», «harina», «cal viva», «oleo», «barro», «sal», «hilo», «nieve», «arenisca», dan la textura de aquello que se trasfigura constantemente como un cuerpo a armar y estrenar cada día: «la mujer se embadurna con palabras/ que son miel resbalando densamente/ como lengua de polen amarillo/ estría que es amor y que es destrozo».
Martillando en una métrica –el endecasílabo- que ya es parte de la respiración de sus libros, Pérez López enumera rituales de la mujer que pinta con la lengua: «su bullir enrojecido/ en savia que atraviesa el corazón… sus células, ya muertas, se sonrojan/ y el color les devuelve sus afanes… Sobre el esmalte rosa, la mujer/ ha ido dejando capas de pigmento/ trocitos triturados de semillas/ y rastros de materia encarnizada/ en su alboroto contra el desamparo».
Su último libro Fiebre y compasión de los metales la confirman como una de las voces destacadas de las últimas promociones de la poesía española. La poeta de Valladolid que a ratos da indicios de sus influencias –entre otros, César Vallejo, García Lorca, Alejandra Pizarnik– regresa al tema de la materialidad; el metal agarrotado, frío, filoso; los utensilios cotidianos -de nuevo- que tronchan a voluntad sus propios sueños. Y si al uso de algunos pasajes del Lorca de Poeta en Nueva York, están golosos de una transfiguración continua, se sitúan a distancia de las analogías fáciles del ultraísmo caído en la rutina de otorgar forma y usos humanos a cada cosa.
Tijeras, hachas, bisturís, navajas y demás objetos con alma de estilete, vocación carnicera; amputando, tajeando con su silbo, guillotinando al rosario de ovejas que desafían al insomnio. La imaginación que en libertad labra meticulosamente palabras tras palabra, escribe en La sola materia: «La pátina del polvo que oscurece las cosas/ el color primitivo, su prestigio… se posa la caída de las horas» (exacto retrato de la fugacidad). Y en Fiebre y Compasión de los metales deslumbra con una poética jugada a la carnosidad de la palabra y a las herramientas que toman conciencia de su condición de cautivas de la degollación, y sueñan otros destinos.
El rigor expresivo de Pérez López es tan contundente como la libertad de las imágenes que borbotean en cada hoja/ marmita. Sus diálogos entre lo que lo que se cimenta y la demolición, nos permite leer a través de los escombros las pequeñas y grandes historias de lo humano.
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María Ángeles Pérez López
Poemas de Fiebre y compasión de los metales (Vaso Roto, 2016)
[Tijeras que no]
Tijeras que soñaron con ser llaves
acercan su metal hasta la llama
y lloran aleación incandescente,
el filo en que florecen las heridas
sobre el silbido agudo del acero.
En su silueta par, en su desdoble
de dedos que saltaron por el aro
como animales tristes y obedientes,
las tijeras se niegan al destino
de amputar la memoria de la lana
y el cordón que nos ata a los relámpagos.
Ellas cortaron días y raíces,
el estupor carnoso en las cerezas
con su gota de luz para encender
la boca de los pájaros, el hilo
que sostiene prendidas las palabras
dignidad, avellana, compañero
y el vientre del pescado en que se oxida
la llave de los vientos y el fulgor.
Tijeras que cortaron los mechones
de pelo de los niños en la inclusa
y el fino filamento del wolframio
que amparaba la noche de zozobra.
Tijeras que no quieren ser tijeras
y acercan hasta el fuego su pesar
para romperse ardiendo contra el yunque
y al disolver su nombre en los rescoldos,
abrir el corazón y sus ventanas.
[El bisturí]
El bisturí inocula su dolor.
En el corte limpísimo florece
el polen que envenenan las avispas,
su aguijón turbulento y ofensivo.
La mesa del quirófano está lejos
de la luz y la tierra del jardín,
su amor desesperado por la vida
y el material mohoso del origen,
lejos de la pasión de los hierbajos
y la piedra porosa en la que sangra
la desgastada edad de las vocales
que escribieron verdad y compañía.
En la asepsia que exige el hospital,
el bisturí recorta el corazón
de la página blanca del poema,
la sábana que tapa el cuerpo enfermo.
No queda ni memoria ni alarido,
tan solo un hueco rojo en el lenguaje.
En la mano que empuña la salud
hay sin embargo un corte diminuto,
una línea de sangre y su alfabeto.
con Álvaro Mutis
también con Gambarotta
[Amanece]
Amanecen el día y los zapatos.
El sol es una herida transparente,
incisión que suturan las abejas
con su amor al hexágono y al polen.
En las perchas sin cuerpo, entre las mondas
de la noche olvidadas en la calle
liba la luz su resplandor más alto,
la claridad que baja, compasiva,
a borrar los ladridos, las lesiones,
el miedo que amorata el despertar.
Belleza intransitiva y luminosa
frente al negro motor con que la noche
combustiona el anhídrido carbónico.
Respiración y néctar en la llaga,
el tajo, el enfisema que es vivir
y que aguarda, violento, en su dulzura.
con Claudio Rodríguez
con Nuno Júdice
permanentemente
[Correas]
Correas que sujetan las palabras
a la rueda inflexible de la boca,
grilletes de decir y no decir.
El óxido violenta las encías,
las bóvedas oscuras de la sed.
En el temor se enferman las vocales.
Hay luz muy sucia en el mandil del tiempo,
moscas sobre los zocos de la ira,
grumos de desamparo en cada litro
de leche almacenada en los arcones
con que asciende el umbral de la pobreza.
Formas de expiación, desgarraduras,
ganchos de carnicero que desangran
pulmones sonrosados de animal
–uno es Oriente, el otro es Occidente–.
Cada animal conoce su dolor,
es inocente siempre en su dolor.
Y con su gota espesa y pegajosa
la tierra fertiliza los manzanos,
la fruta que también es inocente.
Sin embargo, al morder y al escribir
letras de aire en su cuerpo malherido,
la boca deja un rastro de semillas.
Omnívora y febril, también elige
pedirle compasión a los metales,
pedir a los grilletes que liberen
su presa con un tajo del puñal
que brilla como un sol inesperado.
Que las correas suelten las palabras.
Que sean compasivos los metales.
[En el aire, la piedra]
En el aire, la piedra ya no duele.
Cuando rueda, recorre con violencia
la edad que se camina hasta ser bronce
y transforma en herida cada lasca.
Limadura, fracción con que el lenguaje
despedaza la piedra en sus dos sílabas
como vocablo hendido y estilete
que afila la humildad de la derrota
para ofrecer la dádiva del miedo,
la floración solar del sacrificio.
Piedra cuchillo, caracola de aire
que encierra los sonidos de la tribu
en el tambor solemne de la guerra,
en la angustia y pezuña de animal,
en la desesperada turbación
con la que Gaza sangra por sus cifras.
Sin embargo, la piedra se resiste.
No está dispuesta a ser domesticada.
Hay en su corazón un alto pájaro.
Hay en ella arrecifes, elefantes,
caminos y escaleras, soliloquios,
las circunvoluciones, el destino,
el álgebra, la luz de las estrellas,
el abrazo de Abel y de Caín.
Hay en su corazón un alto pájaro.
Cuando vuela en el aire, ya no duele.