“Los miedos circulan en el mercado como cualquier otro producto terminado; se compran y se venden. La prensa masiva se encarga de difundir el miedo y las empresas militares y de “seguridad” de ofertar el remedio. Este intercambio del miedo funciona de la misma manera que funcionaba en la mente primitiva, con un componente instintivo y otro construido culturalmente.”
El miedo del poder
Alvaro Marín
La especie humana conserva todavía de los antiguos seres tribales, el miedo a perder el alma. Algunos ya conscientes de la pérdida definitiva del alma, han transformado los miedos primarios en miedos más propios del hombre moderno. Estos miedos, aunque conservan buena parte de su instinto original, son miedos frente a experiencias reales. El miedo a lo desconocido se transformó en miedo a lo conocido y los poderes ocultos se transformaron en poderes reales y visibles, los espantos resultaron ser nuestros propios congéneres. Ahora, con el desarrollo de las herramientas de dominio sobre la naturaleza, ya no es el hombre el que se refugia en su cueva transformada en casa, ahora es el tigre el que le tiene miedo al hombre, el tigre huye y el hombre acecha.
También la tecnología hizo desaparecer los miedos primarios provenientes de la noche, y la ciencia hizo desaparecer la noche misma. Ya no hay obscuridad en ningún lado, a ninguna hora, es el tiempo de la luz. ¿Y después de todo, por qué tenemos tanto miedo? La insistencia en el Apocalipsis, es puro miedo simbolizado, y es el peor de los miedos porque encarna un deseo de muerte; los profetas del Apocalipsis en todos los tiempos se han transformado en ángeles exterminadores y en criminales.
Vida y muerte son fuerzas entreveradas, pero no son fuerzas en contrapunteo, contrariamente una afirma a la otra, y aunque la muerte rige a la vida, hay una fuerza superior a la muerte y que las rige a las dos, esta fuerza, para Quevedo y Macedonio, el metafísico de La Plata, y para la poesía es el amor. Los territorios desiertos en donde se evidencia la ausencia del amor son colonizados por la muerte, y esto es hoy más evidente en la vida social, en esos seres orilleros que viven al límite, como animales de caza: entre el abismo y la guarida, que es lo mismo que decir, entre el asfalto y la muerte.
Comercio de miedos
Los miedos circulan en el mercado como cualquier otro producto terminado; se compran y se venden. La prensa masiva se encarga de difundir el miedo y las empresas militares y de «seguridad» de ofertar el remedio. Este intercambio del miedo funciona de la misma manera que funcionaba en la mente primitiva, con un componente instintivo y otro construido culturalmente. Hay miedos como el de Juana de Arco antes de ser llevada a la hoguera, y sin embargo Juana no teme decir su verdad. Juana acusada de hereje por la Inquisición en Francia, sufría el tratamiento cruel que llevó en Francia y en Europa a miles de seres a la hoguera. El miedo no es francés, dicen algunos, a lo que agregaríamos: la crueldad sí. Ese miedo que recorre el submundo de la historia de Francia reaparece 350 años después, el miedo a las brujas es una transformación del miedo al enemigo que era, en ese caso, un enemigo invisible inventado por la nobleza, como antes había inventado los imposibles poderes de las brujas. Fue «El gran miedo» difundido por la nobleza, el hecho cultural que generó un movimiento campesino que confluía en la Revolución y que concluyó con la decapitación de los reyes: es un registro histórico del miedo convertido en ira popular.
La nobleza europea inventó la imagen horrible de la bruja ayudada por el arte y la literatura. El historiador Michelet, nacido en el momento de «El gran miedo», escribía mucho tiempo después indagando sobre el origen de los símbolos del miedo en Francia y sobre las alianzas ocultas entre miedo y poder: «El clero no encuentra bastantes hogueras, el pueblo bastantes injurias, el niño bastantes piedras para lanzar contra la infortunada. El poeta, también niño, le lanza otra piedra, la más cruel para una mujer. Supone, gratuitamente, que ella es siempre vieja y fea. Ante la palabra «bruja» surgen las horribles viejas de Macbeth. Pero sus crueles procesos nos enseñan lo contrario. Muchas perecieron, precisamente, por ser jóvenes y bellas.»
La persecución a las brujas según Michelet surge primero del miedo de los sacerdotes que lo propagan, pero ¿quiénes son las brujas y quiénes los sacerdotes?: digamos que la bruja es el conocimiento popular de las plantas y el sacerdote es el poder, la masculinización del poder que antes fue el poder femenino de la sibila, el poder de la naturaleza. El poder del Estado y la modernidad no solo es masculino, es el poder del sometimiento a la naturaleza, miedo al conocimiento de los seres y las plantas, al conocimiento analógico y natural que estaba arraigado en la cultura de las mujeres de la Edad Media. «La novia del diablo» llama Michelet a la bruja y el diablo no es otro que el conocedor de las plantas, el habitante del bosque.
El diablo, otra figura del miedo oficial, representa la desobediencia, es el ángel insumiso, es Lucifer que le dice a la creación: non serviam, ante la invitación del padre de acompañarlo en su obra de creación del hombre: non serviam serán las palabras que acompañan desde entonces la noción de enemigo, todo lo que se opone a la servidumbre es el diablo. En sentido etimológico el diablo es la ruptura del símbolo, la división, la fractura, el diablo es disgregación, negación del orden cósmico, es el abismo del caos, el mal. ¿Y qué es el mal hoy? Tal vez podemos decir con Diógenes que el único mal es la ignorancia.
Miedo arriba y abajo
Muchas de estas imágenes mentales, alucinaciones, delirios, erinias, gorgonas y brujas prevalecen en la imagen de «el enemigo», o «el adversario»; y sirven todavía de cabalgadura del poder. El miedo mueve a las masas a grandes marchas, aglutinadas frente al embrujo de un líder mesiánico, preferiblemente si este mesías es un enfermo mental, o un ángel exterminador y apocalíptico hecho hombre. En Colombia, en los últimos tiempos el liderazgo del delirio y del miedo ha llevado a miles a las fosas, a las hogueras, a las cárceles, a las amputaciones y degüellos, a los cementerios privados, y todo ello se ha hecho a nombre de la justicia y del «bien común», y los efectos de todo este terror pasan sin pasar, pasan sin que las mayorías sean todavía conscientes.
Cuando no hay jueces el miedo legisla, ese pareció ser el principio desde donde se erigió un sistema del miedo que nos llevó de las narices a la guerra. Las cifras económicas y financieras de los gastos públicos son las de un país en estado bélico. Como en las intervenciones pictóricas de Doré en La Divina Comedia, el país vio surgir la muerte desde los abismos: fosas comunes, crímenes atroces, sierras convertidas en azadas de la muerte. De las nieblas del miedo surgió nuestro propio purgatorio en una realidad que no habría imaginado el Dante.
El delirio gobernó el país por una década mientras el mesías salvador, con la ayuda de los medios, tocaba las fibras más primarias de la sociedad y del gregarismo animal. Se llegó a sentir el peso del corporativismo fascista en donde el individuo y el Estado son la misma cosa. Las ranas, los sapos y las lagartijas empezaron a ser especies protegidas e invadieron todo lugar, los príncipes se volvieron sapos y algunos intelectuales señalaban a otros de aliados de la brujas y del demonio insurgente.
Colombia no quiere enterarse todavía del terror que vivieron los campesinos en regiones aisladas. Lugares desconocidos en el mapa se hicieron visibles solo a través de la muerte y la barbarie: Apartadó, La Hormiga, Mapiripán, antes que mencionar pueblos trazaban los territorios de la muerte. Colombia se convirtió en el lugar de la masacre, en la pira de la expiación y el tributo de sangre.
Todavía nos preguntamos qué hace a una sociedad reaccionar de esa manera y en el trasfondo de todo observamos el manejo del miedo, algunas veces instintivo y otras veces de manera premeditada; el tradicional miedo al pueblo y a la democracia de las élites se difundió como una llama por todo el territorio nacional, sobre este miedo se levantaron fuerzas paramilitares, en una estrategia parecida a la aplicada en los años de la guerra civil de los años cincuenta y que determinó la muerte de Jorge Eliécer Gaitán y muchos de sus seguidores. La estrategia fue la misma estrategia aplicada a la UP, muerte de sus líderes y aniquilación de su base social y desplazamiento de sus territorios.
Provenientes de los territorios del miedo de las élites surgieron en El Bogotazo los tanques de guerra. Sobre el techo de uno de los tanques un soldado levanta una bandera roja que los amotinados identifican como su bandera, así se abre paso la muerte y avanza en un desfile de tanques desde Tunja hasta Bogotá; el juego de la usurpación del símbolo esta vez funciona para el ejército que logra llegar hasta el centro de la Plaza de Bolívar en Bogotá. Después de ondear el color rojo el soldado baja la bandera e ingresa al tanque que se dispone a disparar contra la multitud, es el holocausto colectivo de El Bogotazo en 1948.
Otra vivencia del holocausto más reciente es beber la sangre de las víctimas, como en los ritos primarios de dominio del miedo. No sabemos todavía hasta donde ha descendido la cultura colombiana, no parecemos reconocerlo todavía. Lo que sí sabemos es que todavía no despertamos de la embriaguez de la sangre manifiesta en el respaldo al líder sanguinario. Precisamente en los momentos en que aparecían fosas comunes por todo el territorio de la nación, crecía el respaldo al líder mesiánico; estos dos componentes: las fosas comunes y el respaldo al delirio del mando, son el mismo acto de sangre, es la comunión del odio de la horda con el líder sangriento.
Hoy apenas alcanzamos a ver las verdaderas dimensiones del delirio colectivo, pero el daño está hecho y la recomposición de la psiquis colectiva ni siquiera comienza. Desde las fosas, los ecos fantasmales de miles de inocentes todavía reclaman justicia.
La compulsión del orden, que es el mismo punto de origen del miedo, y también el primer síntoma de la locura, es en donde confluyen el crimen y el delirio. Volvemos a Michelet preguntando «¿Cuándo empieza la bruja? Y el mismo se responde: «En las épocas de desesperación». De la desesperación profunda que creó el mundo de la Iglesia. Yo digo sin vacilar afirma el historiador francés: «La bruja es su crimen». La obsesión del orden es una manifestación de su contraparte, el vacío y la desesperación, realidades de donde surgen la iglesia, el ejército, los hospitales con sus componentes de dominación: Inquisición, fascismo, locura.
Las mentes apocalípticas sufren de un trasfondo fascista, utilizando supuestas profecías cristianas, políticas o culturales, hace algunos años nos traían a los mayas como profetas del fin del mundo. Todo es válido para vender el terror y caer sobre las brujas para llevarlas a la hoguera, solo que los papeles han cambiado y el demonio domina, el demonio de hoy es la guerra del poder contra los símbolo de la emancipación.
Los delirios manifiestos en el twitter compulsivo y en las declaraciones nerviosas y entrecortadas a la prensa, las encolerizadas del justo, del bien, del mesías, nos señalan el tiempo de la desesperación. La violencia contra los de abajo y el eco que hacía en los años del terror de Uribe una franja intelectual al hacer coincidir los deseos de tiranía con las necesidades de control: el terrorismo es una política. La doctrina de la nueva iglesia es el fuego, el desbordamiento de un poder pirómano que lleva la verdad a la hoguera como en sus tiempos en Alemania, Francia, España, o América, y para ello vuelven a ser necesarios el diablo, las brujas, las serpientes.
Cuando Ospina el escritor de La franja amarilla para congraciarse con el poder escribe en la prensa que los insurgentes son unos monstruos, no hace otra cosa que volver a apedrear a la bruja, después de cinco siglos nombrar el monstruo es lo mismo que convocar al tirano. Cuando apareció la bruja, dice Michelet, no tenía padre, ni madre, ni hijo, ni marido. Es un monstruo, un aerolito, venido no se sabe dónde. Igual ocurre con la violencia popular negada sistemáticamente y desconocida como un fenómeno social de respuesta a la violencia de los poderosos: la ira popular con sus desafueros armados es la bruja medieval, el bestiario, o el monstruo de Ospina. Al decir monstruos se elimina monstruosamente al otro, el otro que no tiene ni fisonomía, ni acciones, ni pensamiento, ni condición humana, ni nombre, el otro es el enemigo, el demon.
Esa muerte simbólica del monstruo, legitima la muerte real del adversario político, y es lo que ha ocurrido con la violencia en Colombia. Con el delirio persecutor heredado del líder mesíanico contra la culebra, el demonio, el monstruo, se viene justificando hoy la negación del conflicto y su necesaria resolución. Ahora ese miedo se ha dirigido al diferente, al que piensa distinto, al que piensa. Los carniceros que sacrifican dicen «monstruo» y destazan los miembros del hombre sacrificado a los dioses del poder, que siempre quieren más sangre, así sea simbólica, y servida en el cáliz de la prensa y la literatura. Seguimos persiguiendo desde el paraíso a la serpiente: en el mismo cuerpo social en donde el líder sangriento veía la culebra, «la culebra está viva», el escritor o el periodista le lanza piedras a la bruja, porque sus argumentos no le alcanzan para ver el fenómeno como hecho histórico, sociológico y psíquico de la violencia, desde su miedo primario y su ignorancia solo alcanzan a ver «el monstruo» pero no ven el poder criminal y el verdadero «monstruo» encarnado en sus propias palabras.