Un cuento con la maestría y el humor de quien se conoce y se desconoce a sí mismo, pero al final se encuentra. Sin duda uno de los representantes de la vieja escuela que se renueva siempre en la brevedad narrativa y el acierto.
DE CÓMO CONOCÍ Y TRATÉ A DARWIN ACEVES
Nació, creció y murió en el mismo lugar. Sin moverse jamás de ahí, escribió toda su obra, con excepción de dos apretadas páginas de su séptima novela, las cuales fueron redactadas en la casona de enfrente, donde vivían algunas señoritas de bien que según el cartero de la zona estimaban mucho la manera de beber de nuestro escritor. Éste, como todos los hombres de genio, tenía una profunda predilección por dormir la siesta y despertarse a eso de las cinco de la tarde, amodorrado y de mal humor. Sin embargo, dicha circunstancia está ausente en su obra: ninguno de sus personajes se ejercita en la siesta. En cambio, la mayoría de ellos finge dormir ruidosamente a la hora del té en la sala. Es inolvidable aquel episodio en que el dueño de casa, justo cuando todos los invitados cabecean llenos de placidez, le dice a su mujer eres una maldita perra.
Sus autobiografías conyugales fueron 11, pero consta que él nada más se casó en siete ocasiones, con las señoritas de la casona de enfrente y no, como asienta en sus cuentos, con mujeres de distintas nacionalidades orientales. Otro detalle que me lleva a dudar de la veracidad de esas autobiografías es que Darwin Aceves, al igual que todos los escritores cuando se refieren a sí mismos, lo hace en primera persona, lo que a mi modo de ver es un afán protagónico excesivo.
Darwin Aceves, dueño de una gran cultura, al escribir siempre a partir de sus propios asuntos privados, privó a los críticos y a los biógrafos de la posibilidad de escribir sobre él -no obstante que sabía perfectamente que los investigadores y los biografistas viven casi exclusivamente de su trabajo-. Nadie, después de su muerte, ha podido escribir nada nuevo sobre él. Todo, hasta lo que no ocurrió, lo escribió él mismo.
En cierta ocasión, confieso que para mitigar un poco la ociosidad, le pedí una cita y él me concedió dos: una para conocernos, y otra para que le explicara qué diablos quería de él. Durante la primera aproveché para hacerle esta entrevista de la cual, digan lo que digan mi esposa, mi analista y mi conciencia, no me arrepiento.
-¿Maestro, cuándo supo usted que iba a ser escritor?
-Mire usted, no estoy seguro, pero creo que fue el 29 de junio de 1969, a eso de las seis y media de la tarde, mientras contemplaba descender con lentitud el crepúsculo condescendiente a través de la ventana de una cafetería muy pequeña que estaba en las calles de Villalongín. Mientras bebía mi café, pasó por la acera una mujer en la plenitud de su belleza y casi en seguida una joven cuyas formas no se desprendían aún de la adolescencia. Entonces dudé. Si tuviese que amar a una de estas dos, ¿a cuál de las dos amaría? La elección de una inexorablemente me desproveería de la otra, pensé. Esto me llevó a un estado tan prodigioso de tristeza y sufrimiento que en ese mismo instante advertí que mi destino definitivo era la literatura. Sí, sería escritor. Miré mi reloj, me dije que era una excelente hora para comenzar, cogí una servilleta, le pedí prestado un lápiz a la señorita de la caja y escribí con satisfacción y regocijo las dos líneas primordiales de mi primer cuento. Años después, cuando lo terminé, sentí en mi corazón -con la rara certeza de quien prueba el significado de su signo zodiacal- cómo recuperaba aquellos dos halagos visuales que le dieron origen.
–Y dígame, maestro, ¿usted ha sentido alguna vez el peso de la soledad?
-No sé…Es una pregunta muy inteligente que me he hecho a menudo. Me intriga de una forma muy perturbadora. A veces, cuando la soledad llega y se sienta sobre mis rodillas, puedo acariciarla durante un largo rato, con infinita ternura, sin que pase nada; pero otras veces, no bien se trepa en mis piernas, ya siento que la detesto, no la soporto, me asfixia, me produce ahogos, como si su sola presencia fuese algo maligno que me quitara la salud. Ignoro si es un sueño placentero o una pesadilla. Es como una mujer desnuda en una tarjeta postal, ¿me comprende usted? Antes el mundo era más grande, se tardaba uno mucho en ir de un lugar a otro. Y entonces, claro, la soledad pesaba menos.
–¿Cuándo escribió usted su primera autobiografía?
-Me parece que fue al regreso de uno de mis viajes imaginarios a Europa. Como usted sabe bien, yo nunca he viajado físicamente a ningún sitio; siempre viajo con la imaginación: escojo un lugar en el mapa, lo dejo al azar, y después me voy para allá durante una temporada sin moverme de mi casa; en siete ocasiones he cruzado el Atlántico, he hecho recorridos extensos, muy fatigosos, como la vez que empecé por Toledo, España, y terminé visitando Australia; fue un episodio verdaderamente excitante, memorable, sólo que regresé agotado. Tuve que estar sin recibir amigas ni nada durante casi dos semanas.
–Entonces, ¿ha viajado usted mucho?
-Sí, algunas ocasiones por mi cuenta y otras gracias a algún cargo diplomático, pero insisto, sin salir de mi casa. Mire, por ejemplo, he vivido cuatro años en un barrio profundo de Portugal, nueve meses en una esquina rosada de Buenos Aires, catorce semanas en Alemania, antes de la caída del muro de Berlín, dos meses en París en época de aguaceros. Conocí de esta manera catedrales, museos, sastrerías y cantidad de escritores, aunque nunca conseguimos amistar debido a las barreras del idioma; nos autografiamos libros respectivamente, pero no pudimos pasar de eso, cortesía pura. Era yo muy joven entonces.
-¿Y qué más, maestro? ¿Alguna otra experiencia extraordinaria como ésta?
-Bueno, no sé si extraordinaria pero sí semejante, pues así como he viajado por el mundo así también he trabajado de muchas cosas sin asomar las narices fuera de mi casa. Por ejemplo, de consejero espiritual; lector de cartas astrológicas; dentista de cocodrilos; hombre forzudo de circo enamorado de una enana barbuda; amante de tiburones hembra y de sirenas que sólo salen a la superficie a la medianoche pues la única luz que toleran sus ojos es la de la luna; vendedor de manuales para venderle con provecho el alma a los descendientes del diablo original; articulista de sociales para un periódico de extraterrestres; albañil de escenarios de ópera; un día, incluso, andaba tan desesperado porque no conseguía ocupación en ninguna parte por más que estaba completamente dispuesto a emplearme de lo que fuera, que trabajé como hacedor de nadas, una labor muy meticulosa y muy difícil que me puso al borde de la quiebra emocional, pues cada nada que hacía me obligaba a robarle un pedazo de madrugada a la eternidad.
-¿Qué es la literatura, maestro?
-Oh, una pasión de carnes amplias y aptas, una impaciencia meticulosa, una dulce gota de acíbar.
–¿Qué hubiera sido usted si no fuera escritor?
-No sé… Mire usted, con un poco más de avidez y vehemencia, quizás habría sido personaje literario. Sí, eso es algo que me hubiera gustado mucho ser. Como me he pasado la vida casi entera inventando a otros, pienso en lo interesante que sería que alguien me inventara a mí, sobre todo para ayudarme a resolver algunos asuntos amorosos o algunos conflictos esenciales con Dios o algunas carencias de dinero, que siempre me traen de cabeza. Naturalmente, también para experimentar ciertas aventuras, conocer lugares que me obsesionan -como las bóvedas del banco central suizo-, vengarme de las estupideces que los inspectores de salubridad cometen en los prostíbulos, meditar sin erratas. Lo único sería que me inventara un escritor de genio como Cervantes, porque si no qué chiste tiene. Y también se me ocurre que hubiera sido buen marino, o buen algebrista. En cambio, fui Cerrajero Espiritual (a mi iniciativa se debe la creación de la Hermandad de los Cerrajeros Espirituales, que tiene como misión, puerto y destino final fabricar la llave de la otredad y que algunos pretenden ver como una sociedad secreta dedicada al estudio de las siete puertas de la casa de Hermes Trismegisto); fui evangelista (amanuense de la gente que no sabía cómo establecer comunicación con Dios); fui pintor copista; fui gordo en mi niñez (cuando tenía tres meses de vida, y cuando dejé de serlo la gente ya no me consideró simpático)… Eso, eso es en realidad lo que me gustaría ser si no fuera escritor: gordo. Me encantaría ser gordo; milagrosa, deslumbrante, magistralmente gordo. Eso sí me entusiasma hasta la demencia, hasta el éxtasis. Ser gordo. Gordo. Gordo. A las mujeres les gustan los gordos, a los niños les caen bien los gordos, todo el mundo se vuelve a mirar con agrado a los gordos. Así que borre todo lo anterior y ponga que de no ser escritor sería definitiva y colosalmente gordo.
(Estas son algunas de las variadas formas corporales, gestuales y visuales con que el Maestro acompaña sus respuestas:
-Exaltado, manoteando;
-sereno, sin manotear;
-con la mirada perdida en lontananza;
-nervioso, chupando el cigarro al revés;
-iracundo.)
–Maestro, ¿por qué nunca ha escrito usted poesía?
-Porque… (Duda. Boquea. Reflexiona. Se pellizca una oreja. Hace un gesto agrio, terrible, como si lo hubiera punzado un cólico o como si hubiese recordado que se olvidó de poner una carta en el buzón. Por un momento, parece que sus ojos van a reventarse en lágrimas. Se adivina que en su interior se lleva a cabo una batalla tremenda. Por fin, alguno de sus duelistas internos gana.) ¡Porque no se me da la gana! (Enfatiza cada palabra con enérgicos suspiros entrecortados y raros sonidos intervocálicos.) ¡Por eso!
–Maestro, ¿por qué usted tiene tan poco trato con otros escritores?
-No sé… Ha de ser porque prefiero hablar de literatura que de negocios. Yo creo que las cosas han cambiado mucho debido a la profesionalización de la literatura. Yo no comprendo mayor cosa de asuntos tan delicados como oferta y demanda, o tendencias de mercado, de inversiones, de tasas de interés. Por eso es que no puedo hablar con ellos.
–¿Qué opina usted de G. F.?
-Lástima que su obra literaria no esté a la altura de su éxito. Tristísimo.
–¿Y de C. L.?
-Es mala, pésima como escritora, pero afortunadamente es peor como mujer. Copia mejorada de sí misma.
–¿Y de P. S.?
-Era un gran novelista; dejó de serlo en cuanto escribió su primera novela.
–¿Y M. D.?
-Es un joven con un poderoso y envidiable talento narrativo; lo único que le falta es aprender a escribir.
–¿Qué consejos le daría usted a los jóvenes escritores?
-No sé… Bueno, mire usted: que hagan lo mismo que M. D., que se alimenten bien, que duerman a sus horas, que no fumen ni consuman drogas, que hagan ejercicio, que sean elegantes, que salgan mucho en los noticieros de radio y televisión, en fin, que sean auténticos, felices, y sobre todo, verdaderos escritores. Porque el escritor, como todo el mundo, tiene la obligación indelegable de ser feliz, y el que quiere ser feliz, debe cumplir ciertas reglas.
–¿Cree usted en los ovnis?
-No… No… No tengo respuesta para una pregunta tan arteramente inservible. Lo único que le puedo decir con respecto a eso es que me cago en los ovnis y en la ciencia ficción.
-¿Prefiere usted el realismo mágico, o la literatura fantástica?
-Creo que eso lo responde la primera aseveración de mi primera Autobiografía: «Aunque no es cosa probada, tengo entendido que mis padres nacieron antes que yo, y que mi nacimiento ocurrió un día que estaba yo de paso por la ciudad."
–Por lo general, los escritores dicen que escriben para responder a una necesidad vital, o para librarse de las obsesiones que los atormentan, o simplemente porque no podrían vivir sin hacerlo. ¿Usted por qué escribe?
-Por tres razones. La primera, para matar el tiempo, ya que después de trabajar diez horas en la oficina y tardar otras dos en llegar a casa, no tengo en realidad nada que hacer. Después, por llevarle la contra a la mayoría de la gente, que no sabe escribir ni le importa. Y, por último, para ganar mucho dinero, hacerme famoso y satisfacer mi vanidad en un 73 por ciento. Y basta, no tolero una sola pregunta más. Nones, nanay, se acabó.